Primeras páginas de La casa del reloj, la nueva novela del escritor Álvaro Pombo.
1
Juan Caller heredó una casa, con un pequeño jardín delante y otro trozo rectangular de jardín detrás. Toda la casa había sido construida pensando en poder ver este jardín de atrás, con su seto de fotonias y sus dos ciruelos y un manzano grande, más o menos en medio, que crecía alto y desganado, como si hubiese preferido echarse a un lado y ser parte del seto y no el principal árbol del conjunto. Era una casa de dos pisos con un frente soso, sin apenas ventanas y una fachada posterior encristalada en parte, adonde daban los dos dormitorios y el cuarto de baño de arriba, un estudio, que era la habitación más grande de la casa, y un salón adjunto al estudio — un saloncillo—. Caller tardó en instalarse más de un mes, todo septiembre y la mayor parte de octubre. Se sentía contento de haber contratado al albañil local, un tal Benito, jubilado pero en buena forma, que seguía regentando con mano firme un pequeño negocio de albañilería y fontanería. Aún subía y bajaba ágilmente del andamio.
Caller, que no había visitado la casa heredada hasta el último momento, descubrió, complacido, que 8 quedaba a cinco kilómetros del pueblo, y que alrededor no tenía más allá de dos o tres casas parecidas a la suya, que le parecieron deshabitadas. Pensó, satisfecho, que acabaría allí su vida: bajaría al pueblo una o dos veces a la semana. Y recibiría, tal vez, dos o tres visitas al año — los amigos que le quedaban en Madrid eran escasos y desconectados entre sí—. No había, por ese lado, peligro de que se intercambiaran mensajes informativos con Juan Caller como noticia o asunto. No le quedaban a Caller temas pendientes, ni amores pendientes, ni odios pendientes. Sólo una residual, y en parte benevolente, indiferencia: un deseo de estar solo y, como mucho, cultivar una hilera de patatas y unas matas de tomates. Encender la chimenea del estudio (Benito le aseguró que pronto le subiría un camión de encina, que almacenaría en el garaje) y sentarse a ver, a través de los cristales, el manzano y las fotonias y la línea grisazul de una serranía lejana. Era un campo bonito el de aquel pueblo, pero no esplendoroso. Recogido, más bien que expresivo, silencioso más que locuaz. Desde el ventanal del estudio vería todos los atardeceres de las cuatro estaciones. El pueblo quedaba abajo: los calores del verano no eran nunca muy fuertes.
Aquel año fue su primera Navidad en la casa heredada. Oyó los cohetes del veinticinco de diciembre y del cabo de año. Se encendieron luces indecisas en las casas de los alrededores. Pasó algún coche por la carreterilla, que quedaba a quinientos metros de la verja de su jardín. No sintió Juan Caller, durante ese final de año, excepcionales sentimientos de pesar 9 o de alegría: sólo una neutral curiosidad, la curiosidad propia de alguien que observa de paso un paisaje o un pueblo con sus habitantes, pero que sabe que no se quedará a vivir allí, que se irá pronto y no volverá nunca. Lo cual, por cierto, no era el caso de Juan Caller, que pensaba quedarse en aquella casa para los restos.
Una tarde, a mediados de enero, entre dos luces ya, creyó oír el sonido de la cancela que daba a una senda de quebrantas, en la parte de atrás del jardín, y que conducía, con un ligero serpenteo, hasta la casa vecina más próxima, la que parecía más deshabitada. A su encristalado estudio llegaban más nítidos los ruidos que el color o las luces. Dejó la butaca y el libro que leía frente a la chimenea y se acercó al ventanal. Y allí, al abrigo inane de las ramas del manzano, apoyado en el tronco de espaldas a la cristalera, vio la figura alta, desarbolada, de un hombre, que sorprendentemente no llevaba ni sombrero ni abrigo — necesarios ya a estas alturas— y que no parecía interesado en observar la casa, sino que, inclinada la cabeza, resultaba una figura absorta en sí misma, una figura triste pero que, a la luz aún penetrante, limonar, de la atardecida inverniza, era claramente un hombre, quizá de mediana edad — la gente joven no se apoya tan pesadamente en los troncos—, que ciertamente se hallaba donde no debía, en medio del jardín de una propiedad privada, el jardín trasero de Juan Caller.
Caller decidió darse por enterado e ir al encuentro de aquel inesperado visitante, verle la cara. Para 10 eso tenía que salir del estudio, recorrer un pequeño pasillo, cruzar un vestíbulo, salir al jardín y dar la vuelta a la casa. Cosa que hizo. Cuando llegó a la esquina de la parte de atrás de la casa y vio el manzano, vio a la vez que el hombre se había ido y que el anochecer se vencía rápidamente, como una fría adormidera monte arriba. 11 2 De noche el campo no nos reconoce. Nosotros reconocemos el campo de día, conocemos los senderos, los árboles, los sembrados, los eriales; damos nombres. El campo de día está empapado de nuestras significaciones. Lo recorremos, sin mirarlo. O acaso lo describimos con una cierta inconsciencia petulante, como si lo poseyéramos — de hecho, en ocasiones, denominamos propiedad a zonas más o menos extensas del campo—.
2
De noche el campo se retrae, parece que se pierde, se vuelve más universal, como si añorara ese otro campo ingente que son las selvas donde todo, incluso de día, carece aún de nombres y donde incluso sus habitantes con sus extrañas lenguas no nombran el mismo campo, la misma naturaleza que nombramos nosotros. Juan Caller temía la universalidad de la noche, que era como una voluntad o un deseo universal y anónimo, una concupiscencia secreta de su carne y de toda carne: una intimidad que no reconocía y cuya caricia temía y fingía desdeñar. Le había inquietado aquella aparición. Y siguió su instinto inquisitivo al salir y ver que no había nadie. Cruzó el jardín de atrás, abrió la cancela y salió al pleno campo que le rodeaba. Unos setecientos metros más abajo quedaba la primera casa. Se acercó a ella con paso lento, volviéndose él mismo fantasmal sin proponérselo. Era un chalet análogo al suyo que, sin embargo, al revés del suyo, tenía unas traseras ralas y todo el balconaje, los ventanales y la puerta principal daban a la parte delantera del jardín. Daba la impresión de ser una casa herméticamente cerrada. Pero no abandonada. No se atrevió a entrar en el jardín, ni a llamar a la puerta. Era un lugar intimidante, como un viejo búnker de la segunda guerra mundial. Una casa sólida y descentrada, excéntrica, en medio de la noche ventosa, vecina de la nieve.
Regresó lentamente a su casa y corrió él también, Juan Caller, las cortinas del ventanal del estudio. Reanimó el fuego con una pesada badila de hierro que había rescatado del sótano. Añadió un par de leños. Se sirvió dos dedos de whisky. Se sentó frente a la chimenea y pensó que así sería el final. Diez, quince, veinte años después, quizá, llegarían un atardecer y un anochecer que le adormecerían como una adormidera, que le traerían, quizá, las difusas imágenes alegres de sus amantes y, en especial, por ser la hora de la muerte, de las criaturas amadas que se habían desunido en el tiempo y que su memoria integraba ya con dificultad, con pereza, intercaladas en los sueños que preceden al despertar, desfiguradas, intercambiadas unas por otras, malbaratadas como su propia vida. ¿He sido un desdichado?, se preguntó en silencio, apurando su whisky. 13 Benito se presentó al día siguiente escoltado — se diría— por un ayudante joven que vestía un mono azul manchado de pintura.
Benito quería saber si iban o no iban a seguir, ahora en invierno, con las reparaciones del interior de la casa y del sótano. En esta casa — aseguró Benito—, la fontanería no vale un duro, no lo vale, habría todo que sanearlo. Se acabarán atorando los retretes, que los desagües son de treinta años o más, de los anteriores propietarios. No es por yo buscar una chapuza, tengo más de las que puedo ahí en el pueblo. Es por el bien suyo de usted que lo digo, señor Caller.
El asistente del mono manchado de pintura asentía solemnemente. Tenía un aire garduño. Alto, magro, con los brazos largos como un mono. Juan Caller pensó que era más joven de lo que parecía, atacañado en su silencio, como un lugarteniente. Éste — declaró Benito, moviendo un poco la cabeza— es Tomás, el mayor de mi hija María, que en paz descanse, que le tengo yo de cagarrache. Le ato corto para que no se escoñe, que la juventud se escoña hoy día en nada. El curro lo primero y vale. ¡Lo que le haga en esta casa, como si se lo hiciera yo, estamos! Estoy, desde luego, señor Benito, de acuerdo con usted en lo de la juventud y, por supuesto, me fiaré de Tomás si es que es él quien va a venir a ver estos desagües míos que están, según dice usted, peor que mal. Peor que mal — repitió Benito, satisfecho—. Detestaba que le contradijeran. Y este Juan Caller le había parecido, desde un principio, un ideal cliente. Distraído, ineficaz, dependiente en todo lo que es hacer y deshacer, buena persona pero raro, se le podía recargar ligeramente al final la cuenta y, sobre todo, no contradecía. Estaba Benito seguro en su fuero interno, por así decir, que a Caller le encantaría Tomás, un mozo silencioso y bienmandado, que le desatascaría los retretes de una vez por todas. Nada odiaba Benito tanto como una fontanería estúpidamente atascada o un mal retejado. Que digo — añadió entonces— que tendrá usted, señor Caller, que retejar. En el piso de arriba he visto que tiene filtraciones todo el techo. Lo que es su dormitorio, un día se le viene encima el falso techo.
Sintió Juan Caller un regocijo antiguo oyendo a Benito hablándole de su destartalada casa y sus desagües. Como si Benito fuese no sólo un albañil famoso en la comarca, sino, a mayores, un profundo terapeuta que incluía en su provocativo discurso una adivinación del yo desvencijado y atascado de Juan Caller. Como si Benito, con su franqueza, le desatascara y Tomás, con su lugartenencia, le alumbrara en este último tramo de la vida, tan penoso y nocturno, tan noctívago, tan férreamente confinado ya en los confines de la muerte propia. Que es, por cierto, lo que ocupaba todo el día de Juan Caller: los interiores, los secretos musitados, de la remota vida propia, los fracasos, los débiles triunfos, el sumario total de no haber sido amado o entendido, de no haberse integrado en una comunidad cualquiera, la más necia es de sobra comunidad para un extraño, un transterrado que sabe que la muerte le llega por detrás, y cuyo único recurso puede ser arreglar los desagües o retejar como es debido la última casa de su vida.
Autor: Álvaro Pombo. Título: La casa del reloj. Editorial: Destino. Edición: Papel y kindle
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