La reciente reedición de La casa herida con motivo del centenario del nacimiento de su autor fue saludada en Alemania como todo un acontecimiento. Un libro fundamental en la historia de las letras germánicas de posguerra en el que Horst Krüger no solo relataba con agudeza su propia infancia bajo el Tercer Reich, sino que proponía al mismo tiempo una lúcida radiografía de toda una clase social, de esa pequeña burguesía a la que su familia y él mismo pertenecían, «el prototipo de hijo de esos alemanes inocuos que nunca fueron nazis, pero sin los cuales los nazis nunca hubieran podido hacer su trabajo».
Zenda adelanta un fragmento de la nueva edición de la obra llevada a cabo por Siruela.
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«La verdad no puede escribirse sino en lucha contra la mentira ni puede ser genérica, elevada ni ambigua. De tal especie, esto es, genérica, elevada y ambigua, es precisamente la mentira».
BERTOLT BRECHT
Un lugar como Eichkamp
Berlín es un mar infinito de edificios en el que desemboca sin cesar un torrente de aviones. Es un desierto de piedra vasto y gris que me conmueve cada vez que vuelo a su encuentro: Magdeburgo, Dessau, Brandeburgo, Potsdam, Zoo. Están construyendo nuevas autopistas urbanas y líneas de metro rápidas, ingeniando intercambiadores viales sofisticados y erigiendo audaces torres de televisión. Todo eso es el nuevo y moderno Berlín, el carrusel técnico de la ciudad-isla que gira impulsado desde dentro por el humor áspero y lacónico de sus habitantes y alimentado por el capital desde fuera. Qué espléndido y radiante es ese nuevo Berlín, aunque yo no me siento en casa hasta que no estoy en el suburbano que traquetea por el Oeste, prácticamente vacío a estas horas y con el aire raído de la RDA. Este es mi Berlín, el trauma de mi infancia que suena atronador de fondo, un juguete destartalado de hojalata que, con su golpeteo rápido e insistente, parece decir: «Estás aquí, estás aquí de verdad, siempre ha sido así y siempre lo será». Berlín es un banco de madera amarillo, reluciente y duro; una ventana sucia con gotas resecas de lluvia, y un vagón con el olor indescriptible del Reichsbahn, una mezcla de humo estancado, de hierro y de cuerpos de trabajadores que vienen de Spandau, se han echado un bocadillo con margarina entre pecho y espalda, se confirmaron a los catorce y desde entonces leen el Morgenpost a diario. Berlín es todo eso y, también, una máquina expendedora en el andén que entrega caramelos de menta —blancos y verdes, envueltos en papel plateado— por diez peniques. Es el sonido seco de las puertas eléctricas al cerrarse y el aviso en la estación de Westkreuz: «¡Quédense atrás!». Aunque el grito ya no asusta a nadie ni nadie tiene que quedarse atrás, el aviso continúa, lo mismo que el hombre con la señal y el arranque inesperado del tren. Berlín es un billete de viaje amarillo y gastado de cincuenta peniques. Incluso ahora, se puede ir desde Spandau hasta la capital de la República Democrática de Alemania por cincuenta peniques.
Regreso convertido en ciudadano de la República Federal. Hoy he dejado al otro lado mi trabajo, mi automóvil y mi mundo. Regreso solo, y no lo hago porque me resulte conmovedor y hermoso rastrear los pasos de mi infancia siendo adulto. Detesto la nostalgia de los hombres que, al envejecer, anhelan refugiarse en sus primeros años; qué obscenos los ancianos que pasan el rato en parques infantiles con el corazón desbocado, como si fueran a descubrir allí paraísos que los acojan. Eichkamp no fue para mí ningún paraíso, ni mi niñez, un sueño acogedor. Eichkamp solamente fue el lugar donde crecí en tiempo de Hitler y quiero volver a verlo para hacerme por fin idea de cómo eran las cosas con él. Ya ha pasado más de una generación. Todo lo que era el Tercer Reich —las marchas de antorchas en Unter den Linden, los gritos de júbilo por la radio y el éxtasis por la renovación— ha pasado, ha quedado atrás y olvidado. También quedaron olvidados hace mucho los cupones para el pan, las bombas sobre Eichkamp y los hombres de la Gestapo que llegaban a veces del centro de la ciudad en coches negros. Creo que ahora sería preciso entenderlo de una vez. Nos separa prácticamente una vida entera, el éxtasis y la depresión se han ido apagando y todo se ha vuelto nuevo y diferente. Soy ciudadano de la República Federal, vengo del Oeste y estoy yendo a Eichkamp porque me atormenta la pregunta de cómo fue realmente aquello que hoy no alcanzamos a concebir. Ahora, eso creo, sería preciso entenderlo.
Algunas noches, los sueños me llevan de vuelta a Eichkamp. Son sueños pesados y angustiosos, de los que amanezco hecho trizas a eso de las seis. Treinta años es mucho tiempo, el tiempo de una generación, tiempo para olvidar. ¿Por qué no puedo olvidar?
Esto es lo que sueño: llego a Eichkamp y estoy a las puertas de nuestra casa. Unas grietas enormes recorren las paredes y se ven los daños causados por las bombas de fuel. Es una casita adosada de dos plantas en las afueras de Berlín, un edificio de construcción barata y rápida de los años veinte. Han hecho una reparación precaria, con puertas y ventanas que no cierran y suelos astillados de madera. Mi madre está en el gabinete, leyéndole un libro a mi padre. Es una habitación pequeña, de techos bajos y amueblada con ese estilo indescriptiblemente inarmónico que en la época se consideraba burgués, esto es: baratijas de grandes almacenes ennoblecidas con herencias de los viejos y buenos tiempos. Una mesa redonda con mantel de encaje, una lámpara de pie con pantalla de cartón y un escritorio barato de madera de pino con herraje de latón. Al fondo de la habitación, hay colgada una araña exageradamente grande y con largos abalorios de cristal: herencia de Buckow. Un armario enorme de roble ocupa prácticamente la tercera parte de la habitación: herencia de Stralau —nuestro armario barroco, le decíamos en casa—. Mi padre está sentado con apatía en el escritorio lacado en negro. Como siempre, tiene delante una pila de documentos y, como siempre, se está rascando la herida de la cabeza: Verdún, 1916. Mi madre se ha acomodado tras la mesa redonda, en una butaca tapizada de tela y con lamparones —nuestro butacón, le decíamos—. La luz de la lámpara cae con suavidad sobre el libro. Sus manos son finas y con unos dedos largos y delicados que se deslizan nerviosos sobre los renglones. Tiene ojos católicos: oscuros, devotos, penetrantes y saltones. Su voz suena a prédica. El libro que está leyendo se titula Mi lucha. Estamos a finales de verano de 1933.
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Autor: Horst Krüger. Traductora: Virginia Maza Castán. Título: La casa herida. Editorial: Siruela. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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