I
Algo trágico y violento esconden en su entraña las partidas de caza, porque no son pocas las historias que comienzan así, con un grupo de cazadores con ropa de camuflaje, muy parecidos a un comando de guerra, que comprueban si están listas sus armas, partícipes en una actividad muy masculinizada (sí, en esta novela todos los cazadores son hombres), y que terminan en una película de terror o en una novela negra: La caza, de Carlos Saura.
La cuadrilla se dispone a cazar al Solitario, un temible jabalí albino con dos katanas en la boca, cuya inteligencia y voluntad le hacen decir a Estanis, el jefe de la partida: “No hay que pensar en él como un animal, hay que pensar en él como un enemigo […]. No es un animal, es un guerrillero”. El plan, pues, evoca esos duelos de un hombre contra un animal que adquiere categoría humana, como ocurría con Moby Dick y con la loba preñada en la mejor obra de Cormac McCarthy, En la frontera.
II
Entre las citas que encabezan el libro hay una de Paco Ignacio Taibo II con una de las definiciones posibles de la novela negra, la que incide en la descripción del malestar social. La cita sugiere que Manuel Rivas, contrabandista de géneros, adscribe Detrás del cielo a esa categoría, dados sus temas y la tipología de sus personajes: mafias de trata de blancas que cortan la lengua a quien las delata o trata de escapar de su opresión; empresarios crueles con apellidos de cerdos —Duroc—, enriqueciéndose a costa de los campesinos; corrupción, asesinato y episodios de una brutalidad insoportable; y hasta una solitaria inspectora de policía, una divagante, como el personaje de Guadalupe Nettel en su maravilloso cuento homónimo.
La otra corriente de la novela negra es la que hurga en el malestar individual y tiende a enfocarse en el misterio, que también aparece aquí de un modo tangencial: “la inspectora Dunia, la de los ojos con Luces de Emergencia. Ella llevaba tiempo intentando resolver un misterio y yo tenía la llave”.
Si en Detrás del cielo es tan eficaz, y convincente la denuncia social, es precisamente por la belleza de la prosa de Manuel Rivas, por el filtro literario que aplica al compromiso, sometiéndolo a la misma depuración estética a la que somete al vocabulario, la estructura o la construcción de una frase. Porque cualquier compromiso es tanto más convincente cuanto mayor es la belleza con que se expresa, y al revés: sin un tratamiento estético cualquier compromiso ideológico solo es un discurso. Un buen estilo ensancha el significado del relato, lo llena de matices y hasta consolida el mensaje, que será más sólido y duradero cuanto más precisa sea su enunciación. La estética no es una excusa para eludir el compromiso, sino un arma para reforzarlo.
Aunque la primera parte de esta novela sugiere otros derroteros, finalmente el daño y el misterio propios del noir se imponen en el centro de la historia, y no solo como consecuencias derivadas. Tengo para mí que esos dos componentes son definitorios en la novela negra —los dos al mismo tiempo o, al menos, uno de ellos—, no cuando aparecen de forma coyuntural o episódica, sino cuando se instalan en el corazón mismo del relato, en su núcleo operativo, en la sala de máquinas, de modo que los demás elementos narrativos giran a su alrededor y dependen de ellos. Su desaparición alteraría de forma sustancial el mensaje y la estructura de la obra.
III
La novela está narrada en primera persona por un testigo privilegiado, Antón Dombodán, que sufre un difuso trastorno (lo llaman el Pasmón), y que representa a ese narrador-testigo que está siempre junto a la acción, pero no siempre participando en ella: “Sé todo esto porque yo estaba allí, como uno más en la búsqueda”. A pesar de sus aparentes dificultades, Rivas pone en su boca un brillante lenguaje poético que no renuncia a la brutalidad en los momentos en que resulta necesario.
“Pero la literatura es forma” (insiste César Aira), y aquí la forma está al servicio de pequeñas historias de bosque y mar, de caza y contrabando, siempre muy bien trabadas en la narración principal. Manuel Rivas no construye su novela como una escalera hacia una torre de fuegos artificiales, sino como una red que al final presenta una imagen poética —y en peligro— de su tierra, con el monte eterno, pero también con el mar, que se filtra aquí y allá, como no podía ser de otra manera, porque Galicia es un “país anfibio”.
La narración va y viene del presente al pasado, sin esclavizarse a la linealidad del relato convencional, con tanta fluidez que el lector ni siquiera se da cuenta hasta el desenlace de que ha estado leyendo una historia que transcurre en un solo día, con unidad de tiempo, acción y lugar, desde que los personajes emprenden la caza en una mañana de niebla.
Su limpia escritura despliega un brillante repertorio de recursos lingüísticos: expresiones felices, de una cercana oralidad: “mayordomos de las vacas”, “el jazz triste de la lechuza”, en frases cortas que, más que desarrollar a fondo y en detalle una única situación, van acumulando pequeños sucesos muy reveladores, muy bien elegidos. Breves, pero precisos apuntes sobre el paisaje y el entorno, con un enorme talento para captar la esencia de plantas, de animales y de la magia de Galicia, componiendo una gestalt sin ningún frufrú cursi ni esteticista, y anotaciones que enriquecen la historia, porque siempre me parecen incompletos los libros ambientados en el campo que no describen de algún modo la naturaleza. Personajes definidos por detalles muy elocuentes, como el matarife sordo para poder soportar los gemidos de los animales que sacrifica en el matadero. Imágenes poderosas: la esfera armilar hecha con zarzas o Dombodán durmiendo con traje de neopreno para no perder el calor…
Con todos estos recursos literarios Manuel Rivas ha enriquecido el noir rural, del mismo modo que un artista que incorpora herramientas diferentes a un trabajo consigue diferentes resultados.
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Autor: Manuel Rivas. Título: Detrás del cielo. Editorial: Alfaguara. Venta: Todos tus libros.
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