Jack Miller es un genio de los números cuya especialidad es el estudio de la probabilidad, concretamente de los fenómenos aleatorios. Después de años trabajando en un misterioso proyecto que está a punto de dar sus frutos, decide ponerlo todo en riesgo por algo que nunca ha tenido, una mujer…
Mientras, un enigmático asesino en serie con un modus operandi muy especial tiene en jaque a toda la ciudad y a dos de los mejores agentes del FBI. Su elaborada puesta en escena, su extraño simbolismo y la particular elección de sus víctimas tan solo han dejado tras de sí una pista hasta el momento: un sedán negro.
Zenda reproduce las primeras páginas de La Chica del Semáforo y el Hombre del Coche, de David Orange. Un trepidante viaje a través de una de las ramas más apasionantes de las matemáticas. Una novela negra que explora no solo la identidad del ser humano, sino cuál es el sentido de su existencia.
1
LA CHICA DEL SEMÁFORO
Esa mañana no era como las demás, Jack lo sabía perfectamente. Esa mañana sería especial por diferentes motivos. Hacía tantos años que la vida no le sorprendía, tantos que le era casi imposible recordarlo. Él era quien controlaba el tempo de los acontecimientos. Él quien mantenía el orden de casi todo lo que sucedía a su alrededor. Pero esa mañana, para la que se había estado preparando desde hacía más de dos semanas, se arriesgaría. Alteraría el milimétrico equilibrio para introducir una variable en la ecuación de su vida, una que tal vez fuese el principio de algo nuevo. Algo muy grande. El único problema era que para introducir esa variable tenía que eliminar otra.
Se abotonó las mangas de la camisa Oxford blanca cien por cien algodón que estrenaba para la ocasión. Se ajustó el nudo de la corbata, gris plata, y comprobó que el cuello no le apretara.
Como era un día tan especial, había utilizado la Böker para afeitarse. «Navaja hecha totalmente a mano en Solingen, Alemania. Empuñadura de carey australiano y hoja de acero al carbón con una aleación de plata al cinco por ciento. Ocho pulgadas de empuñadura por seis de hoja. Trazos muy cortos en ángulos de treinta grados. Afeitado limpio y en seco.»
Cuando salió de casa eran exactamente las siete y treinta. Introdujo la llave en la cerradura y contó hasta tres antes de darle un par de vueltas. En los casi cinco años que llevaba viviendo en el viejo edificio 207 de St. James Street nunca se habían denunciado ni robos ni allanamientos de morada, pero…
No podía arriesgarse a que alguien entrase y descubriese lo que guardaba en algún lugar de su piso.
Pulsó el botón del ascensor y esperó dos segundos antes de que el motor y las poleas de la sala de máquinas pusieran en funcionamiento la vieja cabina con capacidad para cuatro personas de peso medio y revestida con madera de abeto.
Antes de llegar al garaje en la planta menos uno, el ascensor se detuvo en el segundo piso y frente a él apareció la figura de Kevin, el portero y encargado del mantenimiento del edificio. Llevaba un chaleco de trabajo con múltiples bolsillos y olía a estaño.
—Buenos días, Jack. ¿Bajas? —dijo Kevin inclinando un poco la cabeza hacia delante.
—Sí, Kevin. Buenos días.
«¿No se supone que a estas horas tú deberías estar en la portería?», pensó Jack al ver cómo el chico se calaba hasta las orejas esa gorra de los Giants que nunca se quitaba. Kevin no llevaba ni un año trabajando en aquel edificio, pero por su forma de relacionarse y de comportarse parecía que llevaba allí toda la vida.
—¿Bajas? —preguntó Kevin con educación.
—Sí.
—Perfecto. —Kevin entró en el ascensor obligando a Jack a desplazarse a un lado.
El portero llevaba en su mano izquierda una vieja caja de herramientas tipo cofre. «Pintura roja y fabricada en metal, probablemente acero calmado con una aleación de manganeso y tungsteno.» En su mano derecha, un ejemplar doblado por la mitad del Buffalo News. Jack torció un poco el cuello para leer el titular que ocupaba gran parte de la portada.
—El Hombre del Coche —dijo Kevin con sobriedad.
—¿Qué? —Jack frunció el entrecejo.
—¿No te has enterado?, anoche volvió a salir de caza. —Kevin apretó los labios y arqueó las cejas—. Unos treinta años, rubia, casada y en plena forma. Ya me entiendes. Un auténtico bombón en la flor de la vida.
Jack escuchaba hablar a Kevin de fondo, pero sus ojos, claros y redondos, continuaban fijos en la enorme fotografía del sedán negro en el Buffalo News.
—Esta es la cuarta víctima, que se sepa, claro. Si la Policía no espabila, a ver lo que ese loco es capaz de llegar a hacer, porque al parecer con cada víctima se ensaña un poco más. Yo, desde luego, si fuese mujer me andaría con mucho ojo al salir sola de noche.
—¿Ese es el coche? —dijo Jack.
—No, no lo creo, será una fotografía de archivo —dijo Kevin alzando el periódico—. ¿Crees que si la Policía tuviese una foto del coche del homicida la publicaría en primera página? Los del Buffalo News, con tal de vender ejemplares, son capaces de inventar cualquier cosa.
El ascensor llegó a la planta menos uno. Jack esperó a que la doble puerta de seguridad se abriera y salió en dirección hacia su Volvo S90 negro.
—Hasta luego, Jack, que pases un buen día.
—Igualmente, Kevin.
Jack se sentó al volante, cerró los ojos y respiró profundamente. Necesitaba calmar su mente. Comprobó que el cierre centralizado estaba activado. Tiró tres veces del cinturón de seguridad para comprobar la fuerza retráctil y el correcto funcionamiento de los tensores y arrancó antes de que la señora Delawney, que ya había encendido las luces de su viejo BMW 2500 rojo sangre, se dirigiera a la rampa de salida. Esa mujer siempre le hacía perder uno o dos valiosísimos minutos con su rigidez cervical y su falta de reflejos. Pero no pudo evitar al señor Mallory, que metió el morro de su Jeep Renegade justo en el momento en el que sus ocho cilindros rugían tratando de pasar primero.
A pesar de eso, ya estaba en la carretera con margen suficiente para pequeños imprevistos.
«Cinco mil setecientos metros de asfalto artificial; miles de toneladas de roca partida de alta densidad destilada con hidrocarburos no volátiles y alquitrán. Treinta y siete semáforos. Cuatro giros a la derecha y diez a la izquierda. Nueve paradas de autobús y dos cruces con el tranvía.» Esos eran el espacio, la trayectoria y los obstáculos que lo separaban diariamente de su trabajo en la sucursal de Búfalo del Crédit Lyonnais. Pero esa mañana no sería como las demás, porque esa mañana vería a la mujer que durante tantos y tantos años había estado buscando. Esa mañana daría el paso definitivo hacia esa mujer que respondería a todas sus expectativas y que culminaría toda una vida dedicada al trabajo y al cálculo de probabilidades.
Llevaba tiempo pensando en si debía arriesgar todo su orden y su equilibrio por una mujer, ¿realmente merecía la pena?
Sí, la merecía.
Probabilidad y consecuencias, esa era su especialidad.
El factor humano siempre es impredecible, pero con el resto de variables controladas el margen de confianza con el que jugaba era lo suficientemente alto como para correr el riesgo. Además, él estaba en Búfalo por una buena razón. Una que tal vez estuviese relacionada con evitar la gran catástrofe que se aproximaba. El gran cambio. Algo de lo que solo él tenía conocimiento.
En sus ojos amarillo ámbar había cierta tristeza, pero su mirada contenía un brillo capaz de iluminar hasta el lugar más oscuro del alma. La expresión de su rostro era pura energía, pura fuerza de voluntad, algo que conmovía profundamente a Jack. El tatuaje con forma de alambre de espinas que rodeaba su muslo derecho le imprimía cierto sufrimiento, cierta simbiosis entre el optimismo y ese padecimiento improrrogable de los que saben que la vida no es fácil. Su pelo, entre el cobre y el castaño, cortado a cuchillo y formando una irregular línea sobre su frente, le recordaba a una valkiria. Una guerrera vikinga que lucharía a muerte por defender su vida y la de aquellos a los que quiere.
Todo ello la convertía en la mujer perfecta a la que cuidar, en la mujer perfecta para que cuidase de él. ¿Era ella esa persona a quien amar?
Sí, lo era.
Aunque tal vez fuese algo más. Algo de lo que todavía no estaba seguro aunque los números, sus números, le decían que tenía que ser importante. Muy importante.
Apenas siete semáforos y cuatro giros lo separaban de su destino. Un camión de mudanzas de la empresa Lucky Day paró justo delante de él sin haber puesto antes las luces de emergencia. Jack lo maldijo y aceleró para cambiarse de carril antes de que el Honda Civic azul cobalto que vio por el retrovisor y la caravana que arrastraba pasase por su lado izquierdo. Una vieja y ruidosa Indian lo adelantó por la derecha y la potencia con que el tubo de escape recortado de la setecientos centímetros cúbicos expulsaba gases de combustión lo ensordeció. Ese día había decidido no ponerse los atenuadores auditivos porque quería percibirlo todo tal y como era. Ese día había decidido que su hiperacusia no sería una excusa para encerrarse de nuevo en sí mismo.
A una anciana se le puso el semáforo en rojo cuando todavía le quedaba medio paso de peatones por cruzar. Jack miró su reloj y pisó el pedal del acelerador sorteando a la anciana y a su desgomado andador. Ante él tenía todo el carril derecho de Sycamore Street despejado, tal y como había previsto que estuviera a las siete y cuarenta y cuatro minutos de la mañana. Al final de la avenida que partía el centro de Búfalo en dos podía ver su objetivo, el semáforo que brillaba en el cruce con Pine Street. Allí la encontraría, a la Chica del Semáforo. Allí estaría ella como cada viernes a las siete y cuarenta y cinco de la mañana, puntual como un amanecer. Haciendo girar sus aros, uno en cada brazo. Lanzando al cielo las indiacas o subiéndose sobre los hombros de su compañera después de haber dado unas cuantas volteretas colocando sus bonitas manos sobre ese asfalto tan maltratado. Restos de rocas de dolomita, basalto, cuarzo y calcita.
Las manos le sudaban. La garganta, seca y áspera, la sintió muy estrecha bajo el nudo de la corbata. Se aclaró la voz un par de veces y trató de concentrarse en su respiración, diafragmática y profunda. «Respira, Jack, respira.» Metió la tercera y dejó que las treinta y dos válvulas del S90 oxigenaran los tubos fabricados en níquel y silicio revestidos con fibra de vidrio. Aminoró la marcha, el semáforo número veintisiete todavía estaba en verde, y él necesitaba llegar justo cuando se pusiera en rojo.
Treinta metros. Ya podía ver su silueta a lo lejos. Atlética y esbelta.La Chica del Semáforo sonreía y dos suaves arcos aparecían en la tostada piel de su cara enmarcando sus labios. A pesar de ya estar bien entrada la primavera, todavía hacía frío por las mañanas. Aun así, la Chica del Semáforo no había variado ni un ápice su atuendo, pantalón corto y camiseta de ballet.
Diez metros. El indicador verde que daba paso a los peatones empezó a parpadear y Jack metió segunda. Más despacio todavía. Durante una fracción de segundo pensó en abandonar. Pensó que quizá no era tan buena idea arriesgarlo todo por una mujer a la que ni tan siquiera conocía. Después de todo, el factor humano nunca sería tan seguro como los números. Miró de reojo el pequeño compartimento que el Volvo tenía junto a la palanca de cambios y vio la tarjeta de presentación que tenía preparada, su tarjeta de presentación.
El semáforo número veintisiete había empezado a parpadear. Su pie derecho se asentó en el pedal del acelerador, su mano apretó la palanca de cambios, tenía que huir. No era una buena idea. No estaba preparado. Si aceleraba a fondo, el S90 lo sacaría de allí a tiempo. Tenía que salir como fuera.
Ya.
Pero cuando el S90 ya había empezado con ese ronroneo previo que hacía antes de que explotase el turbo, algo no previsto lo paralizó. El imprevisible factor humano. La Chica del Semáforo. Se dirigió a él con la mirada, con su sonrisa y su vitalidad, justo antes de empezar una vez más su espectáculo matinal. Hizo una graciosa reverencia y le sacó la lengua con ternura. Fue un gesto desenfadado, natural, pero aturdió a Jack.
Su chica empezó saludando al público motorizado. Cuatro carriles, cuatro coches en primera fila de ese particular microteatro de un minuto de duración por sesión con el que se ganaba la vida. Empezó moviendo un aro alrededor de su cintura mientras se iba cruzando el otro por encima de la cabeza. Increíble coordinación. Siempre admiramos más aquello que a nosotros nos resulta más inalcanzable. Su compañera lanzaba pelotas al aire, primero dos, luego cuatro, después seis. Ambas creaban un espectáculo visual que a Jack le fascinaba tanto como una de esas bonitas primeras experiencias que no se olvidan. Había calculado la probabilidad de error, la gran habilidad de coordinación psicomotriz necesaria, cualidad, por cierto, con la que él había tenido serios problemas en el pasado, y había llegado a la conclusión de que su chica tenía un don especial, un don que trascendía el cálculo y la lógica.
Dejaron en una esquina las pelotas y los aros, y, sin pensárselo dos veces, su chica dio dos volteretas de tijera hasta aterrizar sobre las manos en alto de su compañera, mientras ella estiraba sus dos piernas y sus dos brazos como en El lago de los cisnes. A Jack se le caía literalmente la baba.
Acabaron la minifunción y varias personas que se disponían a cruzar el paso de peatones detuvieron el frenesí de su rutina para aplaudir. La Chica del Semáforo y su compañera saludaron, primero a los conductores de la primera fila, después al resto de ese público fugaz e improvisado. Cuando Jack vio cómo su chica se agachaba para coger el viejo sombrero de fieltro gris ceniza que servía de caja registradora, sus arterias redujeron su estrecho paso a una milimétrica sección que hacía que su tensión arterial se elevara más allá de lo saludable.
Ella empezó por el carril izquierdo y siguió avanzando posiciones con lentitud, con poesía en la mirada. Apenas un coche los separaba. Él dudó nuevamente si debía o no dar el paso, ese paso. Pero cuando la Chica del Semáforo se paró tras el cristal de su ventanilla, Jack no pudo hacer otra cosa que coger su tarjeta de presentación y envolverla en un billete de cincuenta dólares. Las manos le temblaban. Bajó la ventanilla y su chica lo sorprendió con algo que hasta ese día jamás había hecho. Se dirigió a él con palabras.
—Hola —dijo ella dibujando esos dos maravillosos arcos a ambos lados de sus labios.
—Ho-hola, buenos días. —La voz de Jack era infantil. Tímida e insegura.
Puso con lentitud y premeditación su tarjeta de presentación y el billete de cincuenta dólares en la copa hueca del borsalino. La Chica del Semáforo le sostuvo la mirada, esa mirada entre el ámbar y la miel. Dorada. Elegancia y envolvente aroma. Y a Jack se le paró el corazón.
—Muchas gracias, caballero, que pase usted un feliz día —dijo ella con dulzura y exquisita educación.
—Igualmente, señorita —dijo Jack desviando la mirada hacia su tarjeta, oculta en el billete de cincuenta. Esa tarjeta de visita en la cual se presentaba como «Jack Miller, asesor financiero», y en la que figuraban su dirección, su número de teléfono y una escueta y sencilla pregunta escrita a mano por detrás: «¿Me permitirías invitarte a cenar algún día?».
El sonido de un claxon lo sacó de su particular burbuja de factor humano; primero llega la improvisación, después el caos.
El semáforo estaba en verde y los coches de los carriles de su izquierda ya estaban arrancando.
—Me llamo Mía —dijo la Chica del Semáforo antes de despedirse con una nueva reverencia sin que a Jack le diese tiempo a contestar.
Metió primera mientras todavía observaba cómo Mía se retiraba tras ese semáforo del cruce con Pine Street para esperar el inicio de su nueva función.
Ya estaba hecho. Ya no había marcha atrás. Había introducido esa nueva variable en la ecuación de su vida y ahora solo le quedaba esperar. Esperar a que ella moviese ficha y decidiese llamar.
Mía.
Se llamaba Mía.
Desde luego que era ella.
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Autor: David Orange. Título: La Chica del Semáforo y el Hombre del Coche. Editorial: Planeta. Venta: Amazon, Fnac y Casa del Libro
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