Así se hizo Castellano
«Hay una cita secreta entre las generaciones pasadas y la nuestra», afirma Walter Benjamin en sus tesis Sobre el concepto de historia, donde también se lee que «el pasado sólo cabe retenerlo como imagen que relampaguea de una vez para siempre». Dice José Antonio Maravall en el prólogo a su libro Las comunidades de Castilla que «queremos saber de la Historia lo que son hoy las cosas que fueron». Son ideas que me han acompañado durante la escritura de este libro, basado en una intuición fundamental: lo que fue de los nuestros, a quienes hemos sucedido en el espacio y en el tiempo y sobre cuyos rastros vivimos, es relevante para entender lo que somos y seremos; no en esos términos generales y abstractos en que suele despacharse tal apreciación, sino de manera concreta e íntima, con profusión de detalles y conexiones que merece la pena indagar, y que la historiografía, pese a su aporte insustituible en punto a la investigación y crítica de las fuentes históricas, no basta a iluminar ni agotar, por la propia restricción de su método científico. Hay historias, como la de los comuneros de Castilla, que abren la puerta e incluso arrastran a otro tipo de exploración, más incierta y más falible, pero a la vez más imperiosa, que no es otra que la del arte y que en este caso apuesta por el azaroso artefacto de la literatura.
Ha desarrollado la literatura, acaso consciente del alto riesgo que comporta la materia histórica, cauces más o menos convencionales, y por tanto más seguros, para convertirla en sustancia narrativa. Existe una larga tradición de novela histórica que propone desde su pacto inicial con el lector el recurso más o menos pródigo a licencias de todo tipo, tanto en cuanto a la fidelidad a los hechos, la cronología o las fuentes como en la construcción e incluso en la invención de conflictos y personajes. Sobre la premisa de esa dispensa, se puede incurrir con soltura en anacronismos, inexactitudes y hasta patrañas, ya sea porque así la historia se hace más emocionante o porque conviene al narrador para acrecentar o disminuir en el lector la simpatía por lo que encarna o se le hace encarnar a tal o cual personaje. Desde el principio de este proyecto tuve claro que iba a renunciar a esa comodidad. No faltan los precedentes beligerantes de ficciones acerca de la gesta comunera —narrativas, dramáticas, poéticas, audiovisuales—, tanto en un sentido de idealización como de descrédito. Y no quiero decir que la elección del formato y el tono de la ficción histórica al uso empuje por fuerza en esa dirección, pero predispone a ella y quise evitarla.
Por eso opté por el discurso y la narración que dan forma a este libro. Un relato de hechos que no excluye la conjetura, ni siquiera la elaboración literaria de los personajes, pero trata de ceñirse a lo que la historiografía ha averiguado de sus acciones y su carácter, a lo que de ellos está documentado —a menudo, en sus propias palabras—, sin renunciar a trasladar al lector la complejidad, en algún caso prolija, de lo que se ventiló en Castilla —y sobre Castilla, y contra ella— en los dos años que transcurrieron entre la primavera de 1520 y la de 1522. Mi empeño no era hacer un relato bélico o de aventuras —tampoco político, ni sentimental—, sino recoger y sintetizar con la mayor integridad posible unos hechos que revelan el carácter de un pueblo —el castellano— y fueron determinantes en la constitución de otro —el español—. De los dos me siento parte y por tanto no me acerco a ellos con la frialdad del historiógrafo —si es que esta existe— pero tampoco con la ligereza del que simplemente ensarta anécdotas para agitar o pasar el rato.
En ese relato histórico se mezclan y alternan los recursos literarios y la vocación de transmitirle al lector una idea cabal de los hechos, a través de una información suficiente y dándole cuenta de su origen y su fiabilidad, labor esta que quizá se juzgue más propia de un oficio que no tengo, el de historiador, pero que creo que no deja de incumbir a cualquiera que con inteligencia mediana y sentido crítico se acerca a los sucesos del pasado, salvo que quiera convertirse en papagayo de peroratas prefabricadas acerca de ellos. Y para que quede deslindado ese esfuerzo de lo que atañe a la valoración del autor, forzosamente subjetiva, en el texto hay un segundo nivel que se nutre de la vivencia propia en primera persona; no con un afán autobiográfico, que por ahora no siento, sino de honestidad y transparencia con el lector. Las historias del pasado tienen lecturas en el presente, se leen desde él y no pueden leerse de otra manera, como apunta Maravall y ya ilustró Benjamin con esa imagen del ángel de la Historia, que mira hacia atrás sacudido y arrastrado por una tempestad que nunca se detiene. La historia de la revolución comunera tiene muchos ecos en la España de hoy, y quizá esos ecos sean aún más significativos en tiempos que ofrecen indicios de desequilibrios y amagos revolucionarios, incluso airados, contra las estructuras preexistentes. Un castellano y español del siglo XXI no puede aspirar a hacer una lectura neutral de aquellos hechos, sólo puede intentar que sea honrada, y eso he procurado.
De todas estas intenciones nace lo que es Castellano, pero con mi explicación no invito al lector a juzgarlas y menos aún a absolverlas: como en cualquier cuento, hará bien formando su juicio a partir de la impresión que este le produzca per se, y me consta que lo hará y así debe ser y no tengo la menor pretensión de evitarlo.
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Autor: Lorenzo Silva. Título: Castellano. Editorial: Destino. Venta: Todostuslibros y Amazon
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