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La “cliente” más joven

La “cliente” más joven

A los mayores —por no decir viejos— se nos permite la contemplación de la vida, siempre que no opinemos en alto. Ya sólo somos espectadores que vamos recogiendo en nuestra mente estampas de lo cotidiano, a veces con cierta sorpresa.

Ayer mismo vi (nadie me lo ha contado, tampoco lo he soñado) cómo una joven (no llega a los 30, lo sé de buena tinta) bebía cervezas en un bar con un grupo de amigos junto a su hija, que (según supe después) tenía seis años y medio.

La niña se comportaba como una niña de seis años y medio, aunque me pareció no sólo caprichosa sino muy consentida: de pronto lloraba porque su madre no quería que esa noche durmiera en la casa de una amiga que estaba en ese mismo bar, de pronto quería aceitunas, luego le dio por dibujar en una agenda de llevar en el bolsillo, más tarde se peinaba su larga melena mirándose a un pequeño espejo redondo. Y, siempre, moviéndose como una ardilla muy cerca de un cristal que hacía de una pequeña barra a la altura de su cabeza, con ese constante peligro inminente.

"Iban cayendo las rondas de cerveza una tras otra. Nadie miraba el reloj pues es bien sabido que el tiempo no existe entre los jóvenes"

La madre estaba (al parecer) encantada con que la niña (recordemos: cumplirá siete en septiembre) fuera el centro de atención del bar, pues encontraba (es un decir) divertido que los clientes comentaran el ajetreo infantil. La madre, que miraba constantemente su móvil, fumaba bastante y, mientras estaba en la calle cigarrillo en mano bajo la protección de un largo soportal, la niña hacía gracias a sus amigos.

Hasta que la niña empezó a salir y entrar como un cliente más, sin que a eso de las doce de la noche se extrañara el portero del bar, para entonces reconvertido en pub, con su pinganillo reglamentario y un parecido asombroso con el jugador Pedri (¿cuántos autógrafos habrá firmado?).

Iban cayendo las rondas de cerveza una tras otra. Nadie miraba el reloj, pues es bien sabido que el tiempo no existe entre los jóvenes. Los nuevos clientes del pub miraban al principio un poco extrañados a la niña (luego se preguntaban quién sería la madre), pero sólo con un par de vistazos, nada más, pues en seguida advertían que ese corrillo respiraba una absoluta tranquilidad. Yo sí miraba el reloj (de buenas dimensiones y de cartón piedra, encima de la puerta) y por eso sé que se fueron cumplidas la una y media.

"A la niña no le gusta el nuevo colegio, tampoco el anterior. La niña es muy desconfiada, pero también (por lo visto) trasnochadora, como la madre"

La madre (da igual el nombre) se separó cuando la niña cumplió dos años y medio. La madre estudió violín (sólo le faltó un año para acabar la carrera). La madre ha tenido novios, pero ninguno ha cuajado (“nunca tuvo suerte en eso”, me dijeron).

La niña vive una semana con la madre (muy guapa) y otra con el padre, aunque los abuelos, en uno y otro caso, se encargan (iba a escribir “cargan”: quizá hubiera sido más acertado) de la cría. Ese día de la transición, el del intercambio, lo pasa mal.

A la niña no le gusta el nuevo colegio, tampoco el anterior. La niña es muy desconfiada, pero también (por lo visto) trasnochadora, como la madre (¿y como el padre? No lo sé). Dicen que quiere aprender a tocar el violín (¿otro capricho?) siguiendo la estela de la madre, pero exige que no sea ella quien le dé clases (a saber por qué), a razón de unos quinientos euros al mes.

"La madre, aún afectada anoche por los incidentes aquellos, debía de encontrarse relajada con su hija en el pub"

La madre pasó hace tres días una noche en el calabozo, donde la llevaron esposada tras llamar (imagino que con rabia) “¡rojos, que sois unos rojos!” a dos o tres municipales por dar positivo en un control de alcoholemia. A la mañana siguiente, ya en la calle, se despidió con el dedo medio derecho hacia arriba. Parece ser que el novio circunstancial se encaró con uno de los policías y hay quien asegura que llegó a agredirlo (sin demasiado tino).

La madre, aún afectada anoche por los incidentes aquellos, debía de encontrarse relajada con su hija en el pub. Quizá esperaba que algún jovenzuelo de su edad se acercara y la invitara a algo (quizá consciente del morbo que despierta con la niña mientras los altavoces del local repetían, atronadores, “Despacito”).

Madre e hija se montaron en el coche solas, aunque no sé si se dirigieron a casa (o a otro pub).

Esta mañana, quizá para congraciarme con el mundo, pelé una naranja que me supo a gloria. Después, ya comprado el pan y recogido el periódico, cosí un desgarrón de mi batín a cuadros con tonos grises.

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