En su nueva novela, Benítez Reyes nos sitúa en una tertulia ambulante en la que, en plena pandemia, cinco conspiranoicos dan rienda suelta a sus conclusiones exóticas, siempre a la contra de las informaciones oficiales, que ellos consideran falseamientos flagrantes de la realidad. Al dictado de unos razonamientos alejados lo más posible de la razón, comentan, discuten y sientan cátedra sobre cualquier asunto científico, geopolítico o socioeconómico. Una sátira desternillante y demoledora del pensamiento alternativo de la que Zenda ofrece un fragmento del primer capítulo.
(…)
Anoche, para celebrar la entrada en la Fase 3, después de varios meses de arresto domiciliario y de libertad vigilada, nos citamos en el bar Brim porque Enrique Beltrami dejó caer la sospecha —que al poco, por diversos indicios, ascendió casi a certeza— de que, durante el confinamiento, la policía hubiese instalado micrófonos y cámaras ocultas en el bar Liba, que era donde solíamos reunirnos antes de este pandemonio (vulgo pandemia) para intercambiar información y pareceres sobre los movimientos mundiales de las popularmente conocidas —de manera tal vez un poco rimbombante— como Fuerzas del Mal, que engloban a esas organizaciones ocultas y ocultistas que requieren una vigilancia permanente por parte de la ciudadanía más concienciada para así poder denunciar sus desmanes y abusos, por más que tales fuerzas se afanen en vigilarnos a nosotros por los medios que tienen a su alcance, que son todos: no sólo saben dónde estás en cada momento de tu vida, sino también cuál es la marca de tabaco que fumas, si fumas, o el diámetro de tu cabeza, si usas gorra o sombrero.
Ahora bien, conviene dejar las cosas claras desde el principio para evitar tergiversaciones: no es que sospechásemos que la policía había instalado un sistema de vigilancia en el bar Liba por nosotros, que al fin y al cabo nos dedicamos menos a la praxis que a la teoría y que somos insignificantes –aunque sin duda significativos- para los grandes conspiradores, sino porque allí habían dado en parar los jerarcas locales de la nueva ultraderecha patriótica, y los entramados estratégicos de esa gente interesan —y mucho— al gobierno de los neosocialcomunistas, al que ese movimiento político anda golpeando con la fuerza de un ariete, y de ahí que los responsables de mantener en estado de putrefacción las cloacas del Estado estén divulgando en las redes sociales el infundio —calculo que tan irracional como injurioso, aunque en eso ni entro ni salgo— de que no se trata en realidad de un partido político, sino de la tapadera parlamentaria de una congregación gay de mentalidad espartana, pues ya sabemos que en la antigua Esparta la práctica de la homosexualidad se entendía como una parte indispensable del adiestramiento militar –aunque luego llegaron los del Batallón Sagrado de Tebas, formado por ciento cincuenta parejas de soldados con las hormonas invertidas, y les dieron a sus homólogos de Esparta un escarmiento homérico.
Volviendo a lo de antes: hubiésemos sido víctimas de ese burdo dispositivo de espionaje desplegado en el Liba para vigilar a los presuntos espartanos de la nueva ultraderecha patriótica, eso está claro, pero como objetivo tan casual como colateral.
Aun así, no estábamos dispuestos a que nuestras conversaciones fuesen interceptadas. No por razones de operatividad interna, porque nadie va a callarnos, sino por una simple cuestión de principios: si te rindes ante la estrategia del espionaje global, acabas siendo cómplice pasivo de los espías.
Y por ahí no.
Mangoli, tras informarnos de que había dedicado toda la tarde a forrar las paredes de su casa con papel de aluminio para protegerse de las radiaciones del 5G (esa tecnología que ha conseguido lo que parecía imposible: adosar partículas químicas virales a ondas electromagnéticas), nos dio la gran noticia del día: “El cardenal Cañizares ha dicho que las vacunas del coronavirus están haciéndolas con células de fetos abortados”.
Nos quedamos mudos.
Fetos. Abortados. Cañizares.
A mí el cardenal Cañizares me cae bien porque me recuerda al Drácula viejo de la película de Coppola -cuando el vampiro, demacrado por su sed de sangre humana, está aún en su castillo transilvano, antes de mudarse a Londres. Se da esa pinta, en fin, con sus manteletas purpúreas y todo eso.
Montse Montenegro comentó: “Yo no le confiaría a mis hijos como monaguillos, eso ni loca, porque un hombre que se envuelve en diez o doce metros de cortina granate está a un paso de irse al concurso de drag queens del carnaval de Tenerife, y que Dios me perdone la blasfemia, pero reconozco que Cañizares entiende que la pompa forma parte primordial de la liturgia. Y es que las ceremonias de los curas modernos, con sus guitarritas y sus campechanías, hace que los devotos se figuren que Dios es una especie de granjero barbudo aficionado a la música folk, con lo cual le rebajan su grandeza, y ese es un lujo escolástico que no podemos permitirnos en estos tiempos de politeísmo galopante en que los budas y ese tipo de gente van ganando terreno en el mundo occidental gracias a la cursilería del yoga, de los mantras, de las velas aromáticas y del incienso de bergamota o de benjuí, y sabéis que hablo con conocimiento de causa”.
Montse Montenegro estudió magisterio y trabaja en una guardería. Tras haber paseado su alma por varias religiones exóticas, y tras enviudar, regresó con mansedumbre ferviente al catolicismo, aunque con matices heterodoxos y amplitud de miras: “A pesar de esa especie de teología turística que nos traemos entre manos, como si Dios fuese un complejo hotelero de Bali o de Acapulco, Él es Uno y en Sí Mismo. El Único. El que engloba a todos los dioses. El Prisma que es verdadero desde cualquier ángulo desde el que se mire”, según nos ilustró en uno de sus discursos mensuales —ya hablaré de esto—. “Pero da mucho coraje que en la España de hoy se vendan más estatuillas de Buda que del Corazón de Jesús, que son más o menos lo mismo, ya digo: encarnaciones humanas de la Deidad —al menos según los budistas, porque ya sabéis que los hinduistas no son teístas—, pero cada cosa es cada cosa y en cada país debe primar lo suyo, y aquí lo nuestro es lo que siempre ha sido, por mucho que el papa de Roma se haya vuelto un cabecilla masón”.
(Esto último, que puede sonar al pronto un poco fuerte, acaba de documentarlo el periodista Basilio Laburque en su libro El arquitecto bajo el solideo: la masonería en el Vaticano, publicado por Ediciones El Diamante Negro, Madrid, 2020.)
“Pero no confundamos la jerarquía eclesiástica con la mano de Dios, que es la de la infinita Misericordia, al contrario que la mano roja de Lucifer, la de la maldad infinita, la que guio a los bolcheviques en uno de los momentos históricos en que el Mal estuvo a punto de entronizarse para siempre en Europa con el pretexto de la redistribución de la riqueza y de los planes quinquenales”, según el análisis de Montse, que ha recorrido un arco correctivo no sólo en creencias religiosas, sino también en ideología política de fondo: de luchadora antifranquista, cercana a la célula gaditana del FRAP, a considerar un despilfarro el desenterramiento de Franco, sin duda porque el paso del tiempo nos vuelve más pragmáticos y ecuánimes, lo que nos brinda una perspectiva de libertad con respecto a los dogmas civiles que procura imponer el Pensamiento Único.
“Los soviéticos adoraban a su manera al Becerro de Oro, pero al final tuvieron que conformarse con una cabra de hojalata”.
Tras elogiar, en fin, la valentía de Cañizares, voz disonante en una Iglesia amansada por las subvenciones y por la exención del pago del IBI, Mangoli nos hizo, no obstante, una aclaración muy pertinente: “Pero el cardenal se equivoca. Dice que eso es obra del Diablo, cuando en realidad todo el mundo sabe, o debería saber ya, que es obra de Bill Gates y de George Soros. No estamos ante una casuística diabólica, sino ante una epistemología humana”. (Y es que a Mangoli le gustan las palabras contundentes y precisas. Maneja el léxico.) Beltrami se permitió una matización: “Bueno, es que a lo mejor resulta que Gates y Soros son el Diablo. El Diablo es mutante y se corporiza en mucha gente”, conjetura que fue bien acogida —en especial por Montse—, pues parece más o menos comprobado que el Maligno tiene una tradición muy larga en lo que respecta a las metamorfosis.
Cuántas veces se habrá corporeizado ese engendro en un humano desprevenido es algo que no podemos saber, según apuntó Beltrami, pues la mayoría de los posesos pasan desapercibidos entre la multitud: cumplen su misión luciferina y no se entera nadie, salvo que la vanidad los lleve a darse fama o que sean tan torpes que los pille la policía, que es el punto más bajo al que puede descender un poseído.
(Ahí tenemos al chapucero de Charles Manson, por ejemplo, que confundió un ritual con una escabechina. O a ese narcotraficante filosófico que fue Karl Marx, un muerto de hambre que vendió al pueblo el opio del comunismo aun sabiendo que sus ideas no eran más que eso: droga dura para difundir entre el proletariado la quimera alucinada de que las plusvalías corresponden por derecho natural a los trabajadores, cuando todo el mundo sabe que el derecho natural quedó abolido con Adán y Eva.)
Endemoniados los hay a manojos, en fin, a lo largo de la Historia, y pasan de puntillas por el mundo, pues el Diablo no busca propaganda, sino hechos.
La cuestión demoniaca confieso que me interesa mucho, aunque reconozco que se trata de un ámbito especulativo complicado a causa de su volatilidad teórica: se trata de conceptualizar algo que es palmario y a la vez indemostrable.
Hay quien supone que Hitler y Stalin, por ejemplo, fueron encarnaciones terrenas del Anticristo, pero, más allá del plano metafórico, no: sólo fueron unos pobres diablos narcisistas que no supieron controlar la potencia oscura que se les concedió en su calidad de vicarios del Caído. Su egolatría patológica los llevó a creerse el Diablo en persona, cuando no eran más que súbditos de él.
Y así acabaron los dos.
Porque el Diablo que estaba detrás de ellos oculta siempre, por motivos logísticos, su nombre. El Anónimo, el Sin Rostro, el Ignoto Omnipresente. Aquel —ya se llame Astaroth, Balefar o Asmodeus— que se manifiesta con un disfraz y una careta de humano, transfigurando de ese modo su peculiar tipología y ejerciendo sus poderes con arreglo a la situación que ocupe –súcubo, duque, etcétera– en la escala jerárquica de la corte monárquica infernal, repleta de segundones que se encargan de hacer el trabajo sucio en el alma de los débiles, a la espera de que el trámite final de la posesión absoluta —y por tanto de la condenación eterna— pase a manos de un gerifalte.
(Incluso a Jesucristo lo acusaron los judíos de estar poseído por los demonios, lo que no deja de ser una genuina estrategia sionista.)
Con esto pasa lo mismo que con los extraterrestres: está más que demostrado –al menos no se ha demostrado lo contrario– que llevan siglos entre nosotros, aunque nadie los vea como tales extraterrestres, y no porque se muevan en otra dimensión, sino porque se mueven en nuestra misma dimensión, lo que, a efectos prácticos, los vuelve invisibles.
Ese es el peligro real: lo que no puedes ver. Puedes defenderte de lo tangible, pero estás indefenso ante lo impalpable.
(El psicoinvestigador J.J. Benítez asegura, por cierto, que existe una relación directa entre el fenómeno ovni y las apariciones marianas y que los seres que de tarde en tarde se nos aparecen —ya sea en forma de ángel, de Virgen María o de ente luminoso— son en realidad visitantes de otros planetas que ofrecen profecías y mensajes falsos a la Humanidad, a fin de promover la confusión con respecto a nuestro futuro y meternos en líos.)
Sea como sea, y volviendo al asunto que nos ocupaba antes de esta incursión en los aconteceres excepcionales de las galaxias ignotas, no debe convertirse a un aliado en un enemigo y se concluyó que la aportación del cardenal Cañizares —aunque su escopeta apuntase a quien no correspondía fusilar— resultaba muy valiosa para avivar conciencias aletargadas por el discurso oficialista, empeñado en presentar los laberintos como una línea recta y en mostrarnos como una línea recta los laberintos de nuestra realidad común.
Es comprensible, por otra parte, que Su Eminencia lleve las cosas a su terreno, al de la teología en pugna inmemorial con la demonología. Pero su criterio, ya digo, tiene un peso específico en un sector muy amplio de la opinión pública, y más en estos tiempos en que los medios de comunicación filocomunistas o promasónicos —que, por raro que parezca, van en el mismo barco— caen con ingenuidad en la trampa: por querer denunciar y ridiculizar todo aquello que entra en conflicto con sus intereses ideológicos —que en el fondo son intereses económicos—, acaban siendo voceros involuntarios de las mentes denunciantes y críticas, y así la gente se entera de verdades que, en principio, estaban condenadas a marchitarse sin público, como la sabiduría de los monjes medievales.
“Los altavoces del Mal, por la ley de la paradoja, pueden acabar siendo los altavoces de la Revelación”, según Mangoli, que distrae su insomnio en leer muchísima prensa digital, lo que le agrava, por enervamiento, el ya referido insomnio, dada la condición escandalosa de las noticias con las que se topa en los medios alternativos, esos que hablan a las claras de lo que los oficialistas oscurecen.
Además, sea obra del Diablo, de George Soros o de Bill Gates (Villano Gates lo llama Beltrami), o de los tres a la vez (la Malditísima Trinidad), y sea cierto o no, lo de la vacuna hecha con células de fetos abortados es una imagen poderosa y escalofriante, y a veces un poco de tremendismo viene bien a las causas de la Razón, que no siempre pueden competir en fortaleza ni en plasticidad con las mentiras seductoras de los mensajes gubernamentalistas, tras los que hay un equipo de expertos en manipulación de masas pagados por las masas manipuladas.
Que te inyecten un feto licuado, en fin, es algo que no puede gustar a nadie.
“Inyectarte un chiquillo muerto. ¿Se puede caer más bajo en la escala de la abominación científica? Eso es peor que lo de Frankenstein”, se lamentó Mangoli, acrónimo de Manuel González Lira. Acrónimo que tiene, por cierto, su historia…
El caso es que a Mangoli, en una época de su juventud en que, según cuentan sus amistades de entonces, estaba muy delgado y muy pálido y llevaba el pelo por debajo de los hombros y una barba de profeta trastornado por el sol de los desiertos, coincidiendo además con su iniciación en los hechizos del hachís, con su entusiasmo por el heavy metal y con su afición a la Semana Santa y a las procesiones en general, pues la devoción le derivó por ahí a pesar de tener todas las papeletas para haberse rendido a un culto extravagante y extranjero, le pusieron un apodo: el Cristo de la Mala Muerte.
No se trataba de un apodo funcional, por demasiado largo, pero, aun así, la gente se lo aplicaba, imagino que porque resultaba vejatorio, y eso es algo que suele tener fortuna entre congéneres.
Pero Mangoli fue astuto: decidió poner en circulación la alternativa del acrónimo y le sonrió la suerte, de modo que en Mangoli se quedó, a pesar de que, según tengo comprobado, muchas amistades suyas de aquel lejano entonces siguen refiriéndose a él con ese apodo de barroquismo sacro y tenebroso, lo que habla mucho —y no siempre bien— de la perdurabilidad de los motes malintencionados y del potencial hiriente del lenguaje.
(Hoy en día —lo digo por si a alguien le interesa—, Mangoli, que ronda la cincuentena y es el más joven de nosotros, sigue llevando barba y largo el pelo, aunque ya sólo le nace de las orejas para abajo; viste camisetas negras con estampaciones provocadoras a pesar de que ha engordado bastante, usa gafas redondas y tiene la cara redondeada, lo que ha hecho que se esfume, imagino que por fortuna para él, el dramatismo bíblico de su aspecto juvenil de Cristo crucificado.)
“Vacuna cadaverina”, insistió Mangoli.
Albergábamos nuestras dudas, claro está, por falta de parámetros empíricos, con respecto a lo de las vacunas hechas con fetos, ya que todo pensamiento racional debe tener su zona inestable, lo que yo denominaría “la fase prerracional”: a una verdad trascendente y trascendida se llega a ciegas, mediante tanteos y prospecciones en la caverna platónica o equivalente, y más aún si cabe en un clima general de opiniones generalistas cuyo fin no consiste en la información verificable, sino en el adormecimiento del instinto crítico entre las muchedumbres obedientes y domadas.
“Entra dentro de lo muy posible lo de los fetos. Tiene su sentido y su lógica. Los laboratorios no gastan luz en tener congelados a millones de fetos por simple gusto, como el que colecciona mariposas. Si los conservan es para rentabilizarlos, lo mismo que quien congela langostinos para venderlos en Navidad. Negocio. Pero no adelantemos acontecimientos y esperemos a ver qué dice el doctor Ferrán sobre el asunto”, propuso Beltrami.
(El doctor Ernesto Ferrán, cubano residente en Florida, jefe del departamento de traumatología en el hospital público de Jacksonville hasta que sus compañeros se confabularon para que lo despidiesen por decir al mundo las célebres verdades del barquero –entre ellas que las farmacéuticas tienen a sueldo a más del 70% por ciento de los médicos de todo el mundo–, aclara dudas sociocientíficas en su canal de YouTube, puntualmente los sábados a las 7 de la tarde, hora peninsular.)
“Según he leído por ahí, con los fetos experimentan cuando aún están vivos”, informó Montse. “Y les sacan las células”.
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Autor: Felipe Benítez Reyes. Título: La conspiración de los conspiranoicos. Editorial: Renacimiento (Col. Los Cuatro Vientos).
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