La pequeña historia que hasta ahora no se conocía, por no haberse sacado a colación en estas páginas, era que Mycroft Holmes tenía un despacho secreto en el Club Diógenes al que se accedía moviendo la moldura que servía de remate a la parte superior de la biblioteca que ocupaba por completo la pared frontal del Salón de Forasteros. Allí se encerraba Mycroft cuando tenía que cumplimentar un trabajo importante que requería el más absoluto silencio y poner a trabajar intensamente sus cincos sentidos.
En ese momento se encontraba documentando un informe que le había sido solicitado personalmente por Eduardo VII. Deseaba el Monarca conocer al detalle los costes monetarios que había tenido para las arcas públicas la carga de la Brigada Ligera y también saber, para situar al otro lado del fiel de la balanza, el prestigio histórico y la temeraria valentía que pudiera haber conseguido para la posteridad el ejército inglés con semejante hazaña. De igual manera, también quería saber el Monarca, de una vez por todas, cuál de las tres cornetas, que estaban en duro litigio luchando por demostrar su autenticidad material dentro de la histórica gesta, era realmente la genuina, es decir, la que se tocó para iniciar la cabalgada hacía la muerte.
Como a Mycroft no le gustaba dejar ningún cabo suelto, ni detalle alguno al azar, en ese momento estaba acompañado por diez ancianos caballeros, todos ellos militares de alta y baja graduación, al cincuenta por ciento, que habían participado en el glorioso episodio, y se sentían orgullosos de haber obedecido, sin pensárselo dos veces, las órdenes emanadas del mando. A ese respecto no cabía ni se debatía ninguna opinión.
La fase primaria del informe ya estaba lista para pasar a limpio. Había en ella una detallada relación de fallecidos, heridos, material de todo tipo, destrozado o ya inservible, caballos muertos en combate y sacrificados con posterioridad, uniformes y raciones de comida. Pero es preciso aclarar que, dada la precisión con la que le gustaba trabajar a Mycroft, el detallado escrito ocupaba más de cien folios de letra menuda. Y hay que tener en cuenta que luego había que pasarlo a limpio, sacar una copia para el Monarca y otra para Holmes para que documentara «sus» famosos Cuadernos secretos, aunque para ese menester ya estaban sus tres secretarios, quienes habían sido investigados a fondo por su hermano Sherlock.
Ahora todos los caballeros encerrados en la sala-despacho trataban de establecer cuál de las tres cornetas en litigio era la que se utilizó para iniciar la marcha. Y nos hemos referido a tres porque Sir William Howard Russell, el periodista que había cubierto la mayoría de las guerras del Imperio, para el Times, durante los últimos cincuenta años, seguía manteniendo la particular teoría de que aparte de la que tocó el primer trompeta Henry Joy del 17º de Lanceros y la que utilizó Billy Brittain, del mismo Regimiento, existía otra de su propiedad, que nadie sabía ni cómo ni dónde la había conseguido y la tenía depositada en el museo particular de artículos de guerra situado en su domicilio en el número 202 de Cromwell Road, en Kensington. Se debatió durante largo tiempo el tema porque nadie daba excesivo crédito a la aportada por el ilustre periodista.
Las tres cornetas se encontraban encima de la mesa del despacho como si fueran testigos mudos de la efemérides. El desperfecto que mostraba la de Billy Brittain se debía a un puntazo causado por una lanza cosaca.
En ese momento de gran incertidumbre, Mycroft le dio la palabra a Sir William para que adujera sus poderosos motivos para acreditar su pretensión, razones que Mycroft ya conocía desde hace tiempo y respetaba con algo de escepticismo. El periodista aludido recogió la corneta de su propiedad, la limpió con una bayeta, colocó el pabellón cerca de su oído y a los pocos segundos movió la cabeza en señal de regocijado asentimiento. Acto seguido fue pasándola por los oídos de los diez militares y todos ellos pusieron gesto de estupor en sus caras. Como si se tratara de un teléfono, la corneta escupía los sonidos de cientos de jinetes gritando y cabalgando entre el ruido ensordecedor de los cañones rusos de 12 libras y los cascos de los caballos al chocar con la tierra endurecida del valle.
Sir William preguntó a los militares lo que opinaban y nadie se atrevió a responder. Entonces Mycroft dijo que había estado últimamente en las colinas de Fedioukine y todavía el sonido permanecía atrapado allí, y lo mismo ocurría en el desfiladero de las Termópilas. Son fenómenos atmosféricos que nadie se explica.
Se votó respecto la autenticidad o falsedad de la corneta de Sir William y salieron cinco bolas blancas a favor y cinco negras en contra. Mycroft utilizó su derecho a no votar. Cosas del reglamento de tan excéntrico y exclusivo Club.
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