En un conocido —y ya clásico— manual sobre narrativa de mi admirado Ángel Basanta, aparecido a mediados de los 80, con el que tantos opositores españoles pudieron acceder a las plazas de catedrático y profesor adjunto de Educación Secundaria, cuando se aborda la década de los 50, se deja claro que fue, justo entonces, cuando comienza el “deshielo beligerante” de la inmediata postguerra, al tiempo que España va liberándose, con desesperante lentitud, de aquella autarquía cultural impuesta. Son los años en los que se inicia la superación del aislamiento occidental con la incorporación de nuestro país a organismos internacionales como la ONU, al tiempo que existe una mayor flexibilidad de la censura, con algunos indicios de tolerancia, siempre y cuando no se tocaran los asuntos políticos o concernientes a la moral sexual.
Más de medio millar de páginas en donde el autor saca a la luz media docena de personajes que responden a sus intenciones de dar a conocer la experiencia antifranquista de aquellos años de plomo. Asun es, sin lugar a duda, el personaje más brillante, mejor perfilado, aunque sea, justamente, el menos culto, con más voluntad que talento, como se indica en la propia novela. Sin embargo, en ella se materializa un pasado cruel y ominoso, con la muerte y desaparición del cuerpo de su padre, y con la extrema necesidad de buscarse la vida y exhibir sus encantos en un «tablao», donde, si es preciso, también se acuesta con los clientes. Pero la copla siempre es la copla, y más cornás da el hambre, que dijo cierto torero.
La llegada a su vida, un tanto misteriosa, de Santos, un hombre atractivo con una identidad contra Natura, con sus años de internado y sus muchas rarezas en un mundo colmado de adeptos a la causa y de «hombres de bien», supone un cambio decisivo en su mentalidad. Santos es un tipo culto, sensible y solidario, capaz de ponerle a todo lo que hay a su alrededor su punto de literatura, como hace con la propia Asun, que, sucesivamente, se va transformando, según las circunstancias, en Casandra, Antígona, doña Rosita la soltera, Salomé o Judith.
Alrededor de esta singular pareja, Nando López despliega todo un elenco de personajes que definen, con sus actos, la vida de aquellos años, sobre todo en los ambientes universitarios, donde primero se fraguó la oposición a un Régimen que había sentado definitivamente sus reales. Ese coro de “elegidos”, que no duda en sumarse a la lucha contra el franquismo desde la literatura, desde el teatro o desde el silencio, como si la gota de sal arrojada sobre un lago pudiera transformarse en todo un océano por arte de magia. Y nada más lejos de la realidad si nos atenemos a los hechos recogidos en los manuales de Historia.
Resulta ciertamente llamativo ese triángulo formado por Santos, Asun, que pronto se convertirá en su esposa, y Alonso, el muchacho que terminará por ser el amante de su marido. A los que pronto se une Miguel, que se ocupa de complacer a Asun en sus deseos sexuales. En el lado opuesto, se halla Hernán, el padre de Miguel y de Alonso, un refinado producto del franquismo, fiel a sus ideas, rígido en sus decisiones, sin un mínimo de tolerancia, ni siquiera con los suyos, a los que quiere y defiende sólo a su manera.
Y formando también parte de este complejo entramado, otros personajes históricos que sirven para decorar una historia que se nos antoja real, con escenas cercanas al más puro Naturalismo, como una película que pasa ante nuestros ojos durante una noche colmada de pesadillas. Personajes como el rector Laín Entralgo, con el que en su día ajustó cuentas, desde la ficción, Juan Marsé en su novela La muchacha de las bragas de oro, Rafael Sánchez Mazas y su hijo Sánchez Ferlosio, López Pacheco, Enrique Múgica, los poetas Claudio Rodríguez y Carlos Bousoño, amén de los más jóvenes y pujantes valores, como Juan Benet y Antonio Buero Vallejo que, a finales de los 40, había estrenado, con rotundo éxito, su drama Historia de una escalera.
Nando López no duda en echar mano, cuando es preciso, de esos otros lugares en donde se fragua la resistencia desde el sector de la cultura, como las aulas de la universidad madrileña o las ya históricas Cuevas del Sésamo, punto de encuentro de los más diversos intelectuales. Al otro lado está la temida y temible Puerta del Sol, con sus inacabables interrogatorios, que siembra la incertidumbre entre los ciudadanos ante los muchos desaparecidos: la España negra del más negro franquismo.
A lo largo de estas páginas, estos personajes, como sucedía en la reciente y genial novela de Martínez de Pisón Castillos de fuego, en los que va cundiendo, poco a poco, el desencanto, se preguntan si, en el fondo, la actitud arriesgada que tanto les compromete sirve para algo. De nada valen los versos cuando las fieras salen de sus guaridas, leemos en alguna parte de la obra de Nando López. Pero no es menos cierto que la ficción, a la que tanto acude Santos para explicar su propia vida y la situación de nuestro país, también es un modo de construir realidades.
A pesar de su excesivo número de páginas, el autor logra mantener en pie la obra, introduciendo nuevos pasajes cercanos al más puro folletín para que no se diluya la acción a lo largo del camino y el lector reciba, a cada instante, ese golpe de adrenalina que lo mantiene atento durante ese viaje alucinante a una España en la que, como se indica en estas mismas páginas, el amor era una necesidad mucho más ínfima que el hambre.
Como diría otro de mis maestros de la crítica, Santos Sanz Villanueva, en el “debe” de la novela hay que reflejar una excesiva insistencia en los laísmos y una evidente falta de síntesis que hubiera dado mayor lustre a la obra. Pero el balance entre el “debe” y el “haber”, como en los viejos libros de cuentas, es positivo, y el denodado esfuerzo del autor por ofrecer un producto lo más depurado posible, a pesar de mostrarse demasiado explícito en ocasiones, ha valido, ciertamente, la pena.
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Autor: Nando López. Título: Los elegidos. Editorial: Destino. Venta: Todostuslibros.
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