Es lícito, e incluso podría reivindicarse frente a esa concepción de la Historia como una sucesión de conflictos y luchas de poder que a menudo acaban en guerras, trazar la crónica de la segunda mitad del siglo XX en base a sus hitos musicales. Más aún, sostener que la música popular nació entonces y al punto se convirtió en la manifestación cultural de mayor arraigo en las masas —junto con el cine, naturalmente— no es otra cosa que abundar en un hecho irrefutable.
Muchos años antes, un día como hoy, el 16 de octubre de 1972, Fantasy Records anunciaba la disolución de la Creedence Clearwater Revival (Creencia Cristalina Revitalizada). La formación de la que John había sido el vocalista inconfundible, guitarrista y principal compositor, se separaba. El menor de los Fogerty finalmente —tras una serie de desencuentros que incluían tanto la negativa de John a hacer bises en los conciertos como lo maltratados que se sintieron en Woodstock o las abusivas condiciones del contrato con la discográfica— partía con Tom, su hermano mayor y segunda guitarra, con Doug Cosmo Clifford (batería) y con Stu Cook (bajo).
La historia de la Creedence quedaba así escrita; su huella era indeleble, su popularidad inmensa. Hasta quienes escuchaban «Proud Mary», «Bad Moon Rising» o «Down on the Corner» como si solo fueran la música de fondo de un día cualquiera, ajenos a toda esa mitología del americanismo que evocaban los riffs de la guitarra de John Fogerty: fugitivos escondidos en los bayous de Luisiana, la Ruta 66 desde Chicago (Illinois) hasta Santa Mónica (California), la sensualidad de Mary Lou, a la que para robar un corazón le bastaba con dedicar un saludo…
En ese transporte del rock al legendario blues del delta del Misisipi de la Creedence, que, a la postre, no es más que ese regreso a los orígenes, esa vuelta en busca de energías renovadas de la que nos habla Eric Clapton, hasta las personas normales, aquellas que no estaban enajenadas por el rock & roll desde que escucharon por primera vez el ritmo del Diablo, sentían un júbilo especial ante aquel cuarteto, tan mal avenido y, a la vez, tan prodigioso haciendo música.
Incluso en la España franquista que recelaba del rock por su capacidad para soliviantar a la juventud, y siempre que lo consideraba oportuno lo censuraba, se escuchaba a estos cuatro músicos californianos en las gramolas de los salones recreativos, aquellos billares y futbolines donde se aprendía a pelear, y otras maldades, mientras se explicaba que “el especial de la medianoche”, título de una de las canciones más hermosas de la formación, aludía al nombre que daban los reclusos al quimérico tren de la fuga en las penitenciarías estadounidenses. Todo un blues del delta del Misisipi. Pero también había bondades: paralelamente, Cosmo’s Factory, quinto álbum de la formación, fue uno de los primeros discos de rock comercializados por el Círculo de Lectores, aquel club de lectura que tanto ilustró a los hogares del tardofranquismo.
Lo que nació tras la muerte de la Creedence, como era frecuente cuando se separaban las bandas que habrían de pasar a la posteridad en el mundo entero, fue su leyenda. Los grandes acontecimientos no suelen percibirse como tales cuando se están viviendo. Sin embargo fue entonces, en aquella discografía extendida a lo largo de siete álbumes —Creedence Clearwater Revival (1968), Bayou Country (1969), Green River (1969), Willy and the Poor Boys (1969), Cosmos Factory (1970), Pendulum (1970), Mardi Gras (1972)— donde el rock & roll seminal que escuchaba John Fogerty —Little Richard, Bo Diddley— se convirtió en ese rock que habían de practicar los grupos posteriores. Ése fue el momento estelar de la humanidad nacido de la grandeza de la Creedence: la transformación del pasado en el presente e incluso en el futuro de la que —junto al cine— fue la manifestación cultural más importante del siglo XX.
Y es que, como John Fogerty, cuando hablamos de la música de la queridísima centuria pasada, hablamos de rock. Con anterioridad a la comercialización en 1948 por parte de Columbia Records de los discos microsurcos —toda una revolución frente a los de 78 RPM, ya que permitían una mayor duración de las grabaciones y mejoraban sensiblemente la calidad de sonido— la música era un placer de los desahogados y los ociosos. Hasta que se democratizó con los vinilos. Llegados pues con los años 50, los microsurcos prácticamente nacieron con el rock & roll, que empezó a escucharse entonces.
En los días de la Creedence, aquella música que habría de poner en marcha la mayor sedición juvenil que ha conocido la sociedad occidental —nunca he de cansarme de repetirlo— empezaba a complicarse: rock psicodélico, rock progresivo, rock de vanguardia… Un día como hoy, hace más de 50 años, con el fin de su discografía, la Creedence Clearwater Revival, que tangencialmente hizo algo de rock psicodélico, tendía un puente entre esas raíces del blues y el rock & roll, cuyos acordes básicos transformaron. Mediante su música tan sencilla como densa abrieron el camino al rock venidero. ¡Larga vida al rock & roll! Así se escribe la historia.
Creedence por siempre!..