La escritura de Joseph Conrad (1857-1924) mantiene una constante actualidad por mucho que pase el tiempo. Ese es el sello de los grandes: la capacidad de hablarle no sólo al lector de su época sino también al lector del futuro. Pero hay tiempos en los que esa interlocución se hace todavía más evidente, tiempos en los que hay una plena sintonía entre las preocupaciones del autor y las preocupaciones sociales de la nueva época. En mi opinión, hoy vivimos uno de esos momentos, y quizás merezca la pena analizar qué es lo que la obra de Conrad, y en particular su novela El agente secreto, nos dice sobre nosotros mismos.
Conrad busca siempre en la zona oscura del alma humana. El suyo es un viaje a la oscuridad, como muy bien traslucía el título de su novela más conocida: El corazón de las tinieblas. Y esa oscuridad puede ser la de la crueldad extrema, como sucede en la citada novela, o la del sentimiento de culpa, como en Lord Jim. Muchas veces tiene por escenario el mar, que Conrad conocía muy bien tras sus muchos años de vida marinera, pero en otras es la propia sociedad, a través de sus conflictos políticos y sociales, la que proyecta las sombras del corazón humano. El agente secreto es una de las obras que mejor encarna esta última vertiente de la producción conradiana.
Publicada en 1907, dos años después del estallido revolucionario que agitó la Rusia zarista y que se encarnó en la peripecia del acorazado Potemkin y en la matanza de trabajadores perpetrada por el ejército ruso en la ciudad de Odessa, El agente secreto tiene por eje una trama de conspiraciones cruzadas en las que el denominador común es la hipocresía. De un lado, la conjura de un grupo de anarquistas que tiene como punto de reunión la tienducha de material pornográfico que regenta el señor Verloc, en pleno Soho londinense. De otro, la instigación por parte de una embajada extranjera (que claramente es la rusa, aunque no llegue a decirse explícitamente) de un acto terrorista que obligue a la policía inglesa a tomar represalias contra los numerosos exiliados revolucionarios rusos que habían buscado cobijo en Inglaterra. El mismo personaje de Verloc, verdadera encarnación del hipócrita, es el protagonista de esta segunda conjura en su condición de agente doble: fingiéndose anarquista, es en realidad un confidente de Scotland Yard y un agente secreto de los rusos. Para tal empresa de provocación, Verloc utiliza al hermano de su esposa, un joven deficiente mental extremadamente sensible a las injusticias.
Ese es el cuadro general de la novela: un Londres brumoso, sucio y agobiante, una ciudad monstruosa y despiadada en la que los personajes pasean sus miserias enmascaradas con palabras altisonantes. Palabras de justicia social y revolución, en un caso, palabras de orden establecido y patriotismo en el otro. El propio Conrad escribió, acerca de El agente secreto, que había decidido dar un tono irónico al relato porque este era el único tratamiento que le permitía “decir cuanto sentía que debía decir, tanto con desprecio como con compasión”. Y es que la historia que cuenta esta novela, basada en un hecho real, el de un frustrado atentado con bomba contra el observatorio astronómico de Greenwich (lugar de paso del famoso meridiano cero), en el que el terrorista acabó haciéndose saltar a sí mismo por los aires de forma accidental, contiene en sí misma una alta dosis de ironía.
En El agente secreto, Conrad arremete contra dos de sus particulares bestias negras: las doctrinas revolucionarias que preconizaban la violencia como instrumento de cambio social y el imperio ruso. Contra el anarquismo manifiesta un rechazo filosófico y moral. Contra el zarismo, la animadversión esperable de quien había nacido en Polonia, tierra singularmente castigada por el expansionismo ruso. Pero como todo gran autor, Joseph Conrad es capaz de ir más allá de sus antipatías para intentar entender los sentimientos que impulsaban a muchos hombres y mujeres a abrazar los ideales revolucionarios. En el proceso de escritura, el autor es capaz de revestirse con la mentalidad de sus personajes, al punto que él mismo llegó a afirmar que “hubo momentos durante la redacción del libro en que yo me sentía un extremista revolucionario”. Y el resultado final es un relato inquietante que escapa del doctrinarismo ideológico para poner ante los ojos del lector algo que no puede estar más de actualidad en estos inicios del siglo XXI: el modo en que determinadas organizaciones y determinados individuos manipulan las ansias de justicia y la desesperación de los seres humanos para lanzarlos a una ciega cruzada de redención, a sangre y fuego, que termina por generar tanto o más horror que aquel que en teoría combate.
Que el único personaje que cree sinceramente en las ideas revolucionarias que preconiza (el único que no las usa para obtener poder, para medrar, para dar salida a su rencor o a sus frustraciones) sea un deficiente mental, como si la bondad fuera cosa de tontos o de locos, indica ya el nivel de ironía del texto. Que ese mismo personaje termine decidiéndose a poner una bomba, es un aviso cruel y lúcido sobre los riesgos de las buenas intenciones, de las que tantas veces se dice que suelen empedrar las calles del infierno.
Al final de El agente secreto el lector se encuentra también con una figura que administra la muerte desde el espanto moral, como sucediera con el Kurtz de El corazón de las tinieblas, pero en esta ocasión esa figura, la de la esposa de Verloc, no actúa desde la implacable determinación de la voluntad sino desde la pasión, desde el odio y la venganza. Se trata de un apasionante viaje moral y psicológico a ese núcleo oscuro de la condición humana, tanto individual como social, que Joseph Conrad ha sabido nombrar como pocos autores.
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