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La Cruz de Malta de Wim Wenders

En la misma medida que me voy haciendo viejo, me voy convenciendo más y más de aquello que nos dice la gran Agnès Varda: la verdadera dicha, antes que en las cosas, está en su recuerdo. Aun así, una de las nostalgias que más me abruman es la de la exhibición cinematográfica a la antigua usanza, la de cuando el cine era la maravilla de los sábados y para ir a los de la Gran Vía, o Fuencarral, la gente se vestía de domingo.

Dicen los exhibidores que la puntilla al celuloide, soporte de ese cine a la antigua usanza, fueron a dársela la alta definición y el moderno 3D, posibles únicamente mediante un soporte digital. Pero no hay duda de que fue el viento de la historia. El cine en tres dimensiones ya existía, como poco, desde Los crímenes del museo de cera (André de Toth, 1953). En cualquier caso, desde mucho antes de la eclosión que, en efecto, conoció con Avatar (James Cameron, 2009).

"Es un recuerdo toda esa parafernalia de las latas, las bobinas, las bobinadoras y el filme de 35 mm"

Cierto, fue ese viento de la historia, siempre en contra de los ya rudimentarios procedimientos analógicos, lo que acabó por poner fin a ese celuloide cuya simple alusión sintetizaba al cine en general. Ya no se proyectan películas mediante este viejo soporte ni en la Filmoteca Española. Aquel primer nitrato de celulosa, que por ser altamente inflamable fue sustituido en 1950 por el acetato de celulosa —ininflamable— del safety film, ya sólo es un objeto de culto cinéfilo. De hecho, las películas, a decir verdad, ya no lo son. Ahora, en puridad, y como todo, son un archivo.

Los nuevos usos se han hecho notar especialmente en las cabinas de proyección. Es un recuerdo toda esa parafernalia de las latas, las bobinas, las bobinadoras y el filme de 35 mm, que también lo fue de 70, 120 y el resto de esos grandes formatos de pantalla de otrora, que tanto disfrutamos en aquellas espléndidas salas de proyección, casi palacios, de cuando el cine era la maravilla de los sábados.

La nostalgia de esa liturgia olvidada de las proyecciones de antaño, a mi entender, se remonta a En el curso del tiempo (1976), la inolvidable cinta de Wim Wenders, que, al cabo de los años, despunta —junto a Alicia en las ciudades (1974), El amigo americano (1977), Paris, Texas (1984) y El cielo sobre Berlín (1987)— como una de sus obras maestras.

"Por Cruz de Malta se conocía al mecanismo de arrastre que permitía el movimiento intermitente de los proyectores"

Esa nostalgia del celuloide descrita por primera vez por Wenders puede enmarcarse entre dos coordenadas. Una rige a los cinéfilos más abnegados, los que trabajan en silencio para las filmotecas —como aún lo sigue haciendo en la española mi amigo y mentor Ramón Rubio—, a escanear fotograma a fotograma todas aquellas cintas pretéritas, remotas, de las que sólo ha llegado hasta nosotros una copia positiva. La otra es la simpleza del sentimiento fácil de todos los que hablan del amor al cine como podrían decir que «fútbol es fútbol» o cualquier otra frase hecha y vacía de un jaez idéntico. Algo muy parecido, esto último, a eso de aquellos otros que comienzan a aplaudirse emocionados, cuando la audiencia les aplaude a ellos, en el convencimiento de que unirse a la murga en la ovación que ésta les dedica es un gesto que les hace más populares. Ahora que tanto se denigra el populismo, no hará falta recordar que lo popular es su quintaesencia.

Definida por Daniel Domínguez de forma meridiana como “una road movie por el ocaso del cine”, En el curso del tiempo, que también puede entenderse como un trávelin de tres horas hacia lo que para un cinéfilo es lo más importante del mundo: una proyección cinematográfica, en mi baremo sería el equivalente a esos escaneos abnegados, fotograma a fotograma. Frente a ella, Cinema Paradiso (Giuseppe Tornatore, 1988) resulta tan simple y superficial como han de ser todas las cosas populares. Junto a El marido de la peluquera (Patrice Leconte, 1990) y El cartero y Pablo Neruda (Michael Radford, 1994), una de las películas más sensibleras de su tiempo. Valga una comparación como muestra de ese sentimiento fácil de Cinema Paradiso que tanto me carga. Alfredo (Philippe Noiret), el proyeccionista de Tornatore, pierde la vista en uno de esos incendios que se declaraban tan a menudo en las cabinas de proyección con anterioridad al safety film. ¿Puede haber algo más pretendidamente conmovedor que cegar a quien vive de sus ojos? Frente a eso, Bruno Winter (Rüdiger Vogler), el proyeccionista de En el curso del tiempo, nos enseñó a cuántos admirábamos a Wenders en aquellas primeras películas suyas, programadas en los cines Alphaville, que por Cruz de Malta —así llamada por su parecido a la cruz de los templarios— se conocía al mecanismo de arrastre que permitía el movimiento intermitente de los proyectores.

“¿Qué habrá sido de la Cruz de Malta?”, me pregunto con frecuencia de un tiempo a esta parte. Utilizarán algún tipo de obturador esos modernos proyectores digitales Sony 4K, cuyos procedimientos se me escapan. No así los de antaño, los de la Cruz de Malta, que llegué a cargar con frecuencia hace treinta y muchos años, cuando era auxiliar de montaje, para las proyecciones del trabajo diario. Ni siquiera sé si la persistencia retiniana, que llevó la magia del universo entero a los veinticuatro fotogramas por segundo a los que discurría la película, tendrá algo que ver con estas proyecciones digitales.

"La Alemania en la que creció el cineasta fue el país más americanizado de todos los europeos. Nada más lógico, por tanto, que la asunción, como propia y sin trauma alguno, de la cultura estadounidense"

Abanderado, junto con Werner Herzog, del nuevo cine alemán de los años 70 —la pantalla que transformó el circuito del arte y ensayo, el canal por antonomasia del cine de autor en los años 60, en ese de la versión original de nuestros días—, me atreveré a decir que Wenders sintonizó con toda mi generación por la americanización de su propuesta. Entonces, la ortodoxia política mandaba denigrar el imperialismo estadounidense. Pero los que estábamos felizmente colonizados por el cine y la música norteamericanas, y no teníamos el más mínimo interés en la nueva canción chilena, que apasionaba a los afectos al estalinismo latinoamericano y demás gente con conciencia política, preferíamos los americanismos de Wenders.

La Alemania en la que creció el cineasta —nació en Düsseldorf en 1945— fue el país más americanizado de todos los europeos. Nada más lógico, por tanto, que la asunción, como propia y sin trauma alguno, de la cultura estadounidense. Y nada más lógico, también, que sintonizásemos con Wenders como lo hicimos todos los que, independientemente de nuestro país, teníamos nuestro orden mítico pleno de referencias a la cultura estadounidense. La explicación era sencilla: en nuestra educación sentimental, los americanismos, desde el western hasta Jack Kerouac, habían contado mucho más que las influencias autóctonas. Eso sí, entendiendo los Estados Unidos como un país legendario que tiene muy poco que ver con el verdadero.

"Su ciudad favorita es Lisboa, pero visitó la mía para presentar Relámpago sobre el agua, cinta en la que filmó la muerte del gran Nicholas Ray"

Suele pasarse por alto, pero fue la música, antes incluso que el cine y, por supuesto, que los marines, el mayor instrumento de penetración estadounidense en la juventud del resto del mundo. La música, con el rock & roll a la cabeza. Y fue su amor al viejo Ritmo del Diablo lo que, inmediatamente, me ganó de Wenders. Creí levitar en mi primera proyección de Tres elepés americanos (1969). En aquel corto, mediante una serie de imágenes evocadoras, nos refiere, en off, una conversación suya con Peter Handke. El tema: ciertas grabaciones de Harvey Mandel —a la sazón guitarrista de Canned Heat— y Van Morrison. Cuando sí levité fue en esa secuencia en que Philip Winter —también interpretado por Rüdiger Vogler, uno de los actores más frecuentes de aquel Wenders primero— asiste al concierto de Chuck Berry —mi queridísimo Chuck Berry— en Alicia en las ciudades.

“¿Qué hace un vaquero en Hamburgo?”, le pregunta Jonathan Zimmermann (Bruno Ganz) a Tom Ripley (Dennis Hopper) en El amigo americano. Fue aquella, junto con Extraños en un tren (Alfred Hitchcock, 1951) y A pleno sol (René Clément, 1960), según dijo la propia Patricia Highsmith, la mejor adaptación a la pantalla de su obra.

"Muerto Rainer Werner Fassbinder en el 82, prematuramente, de una sobredosis, poco o nada quedaba a finales de los 80 de aquel nuevo cine alemán"

“¿Qué hace un vaquero en Madrid?”, recuerdo que preguntó alguien a Wenders cuando inauguró los encuentros entre cineastas y cinéfilos que se llevaban a cabo en la cafetería de los Alphaville en los años 80. Su ciudad favorita es Lisboa, pero visitó la mía para presentar Relámpago sobre el agua (1980), cinta en la que filmó la muerte del gran Nicholas Ray, sobre la que ya he tenido oportunidad de escribir en estas mismas páginas.

Seguro que significa algo que, a excepción de Paris Texas —la mayor elegía a un loser del cine de los años 80—, la experiencia estadounidense de Wim Wenders fuera decepcionante. Elevó el vuelo —nunca mejor dicho, ya que versaba sobre un ángel— de vuelta a Europa, en El cielo sobre Berlín. Pero en sus secuencias el buen rollo había sustituido a los americanismos y, a mí, ese positivismo a ultranza siempre me ha interesado mucho menos que el rock & roll. El Wim Wenders que dio un nuevo brío a las road movies con Alicia en las ciudades y En el curso del tiempo ya empezaba a ser un recuerdo.

Muerto Rainer Werner Fassbinder en el 82, prematuramente, de una sobredosis, poco o nada quedaba a finales de los 80 de aquel nuevo cine alemán que conmocionó la cartelera en la década anterior. Sé que Wenders volvió a ganarse al público con Buena Vista Social Club (1999), su documental sobre la música cubana. Pero yo no lo he visto, lo mío siempre ha sido la música estadounidense.

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Josey Wales
Josey Wales
2 años hace

‘Paris Texas’ era la película favorita de una chica que me gustaba de verdad. Ella me miraba y yo la miraba, pero fui tan tonto que no fui a por ella, hasta que al final entré en un local y la vi sentada con otro. Ni siquiera tuve valor de acercarme y decirles «Buenas noches». He mentido muchas veces diciendo a otras que me gustan, pero a ella no fui capaz de decirle que me gustaba de verdad. Las mentiras castran. Te jodes, chaval.