Durante la pandemia, el excelente actor José Manuel Seda y servidor organizamos una serie de recitales virtuales en los que, con la excusa de leer algunos poemas, charlábamos de distintos asuntos con aquellos que tuvieran a bien sumarse a nuestra conversación. Fruto de esos encuentros, y a raíz de la relectura de algunas piezas de Federico García Lorca, empecé a pergeñar una tirada de versos que rondaran el imaginario lorquiano a modo de homenaje a la particular confección de su universo femenino.
A finales del año 2021, el actor y poeta Antonio Hernández Fimia organiza una gala poética como especial fin de año en la que invita a varios dramaturgos, actores, escritores y personalidades del mundo de las artes a poner voz a algunos versos: Aitana Sánchez Gijón, Álvaro Tato, Marta Poveda, Joaquín Notario, Fernando Aguado, Julio Béjar o Ángel Martínez Roger, entre otros. Junto a ellos acudimos mi buen amigo José Manuel Seda y yo a encarnar a dos voces este poema que llega ahora a tus ojos, gracias a la generosa petición de ese monstruo de naturaleza que es Miguel Munárriz. Este ha sido el recorrido vital de este romance que aterriza ahora en Zenda y que tiene en ti, lector amigo, su última y necesaria justificación. Ojalá y lo disfrutes.
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La culpa es de la tierra
Que la culpa es de la tierra…
Estrellas, lunas, claveles,
mujeres en los caballos,
roja la sangre en las sienes,
galopan hacia la tarde
huyendo de los jinetes.
Bajan la cuesta hacia el valle,
ningún grito las retiene,
ni cuchillos, ni navajas,
ni promesas de alfileres.
Cruzan grises olivares,
sienten el frío y la nieve,
pero no hay quien las detenga
y eso que la noche viene.
Viene la noche en turbante
con la manta de la muerte,
cubierta en su malva sombra
de estrellas, lunas, claveles.
Las que van a la cabeza
sienten que la tarde deje
paso al toro enfurecido,
enemigo de mujeres.
Estrellas como granadas
van reventando en poniente,
salpicando a una gitana
que deja su vida alegre
en el silencio del campo
como una balsa de aceite.
Lunas, oro de tambores,
siegan la vida siguiente,
que tiñe el agua del río
de un oscuro color verde.
Revientan las herraduras,
como espejos, los corceles,
y despliegan por la yerba
al resto de las mujeres.
Senos blancos por la tierra,
sexos desnudos, calientes,
se arrastran por las colinas
cuando llegan los jinetes.
Bajan ya de los caballos,
sintiendo fuego en el vientre,
salpicando la ensenada
de puñales de claveles.
La noche, culpable lirio,
aprieta fuerte los dientes;
se sabe que al apagarse
se agostan ya las simientes.
En las venas varoniles
late un humor de aguafuerte,
ojos ya desorbitados,
algarabía de gentes,
olor a romero ardiendo
(humo de lares no miente),
sarmientos, retama, olivo:
ritual de cal y muerte.
Galopan de vuelta a casa
mientras ellas palidecen,
pensando en su poca hombría
y enrojecidas las frentes.
Solo un hombre silencioso,
vestido elegantemente,
pajarita, bien peinado,
y un acentillo inocente,
recoge los nombres de ellas
como ramas de laureles
y se los lleva a la boca
con sabor a miel y a leche.
–Adela, Rosita, Yerma
–dice silenciosamente–,
madres, soles, novias ¿duermen?
Por fuera llenas de vida
y por dentro se me mueren,
por los hombres que las sorben,
por los hombres, como siempre.
Y es Federico el que abraza
sus historias, sonriente,
y es Federico el que llora,
y es Federico el que muere.
Mujeres en los caballos,
roja la sangre en las sienes,
galopan con Federico
huyendo de los jinetes,
llevando sobre los hombros
estrellas, lunas, claveles.
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