Vamos a suponer la existencia de un escritor que está en total desacomodo con el mundo, diríamos que odia el mundo. Todo dio inicio cuando, años atrás, la ficción escrita y publicada por sus compañeros y compañeras de profesión no sólo dejó de gustarle sino que comenzó a parecerle lo suficientemente mala como para no prestarle atención. De modo que el primer desacuerdo no fue con el mundo al completo sino con ese pequeño subconjunto llamado literatura contemporánea. Acaso por vicio o por reflejo aprendido, su desacuerdo fue creciendo hasta alcanzar hoy un sentimiento de amenaza global; del panadero de su calle al más importante líder mundial, nadie se salva. Podemos decir por ello que este escritor es un ciudadano que está en contra de todos y cada uno de los hábitats del Planeta que no sean su propia mesa de trabajo, cree que el mundo le debe algo, algo valioso, que nunca le es restituido. Escribe muchísimo, no deja de escribir y publicar, pero la falta de concordancia con su entorno le lleva a construir ficciones que sólo pueden calificarse de monstruosas en el sentido de carentes de capacidad para influir en la sociedad en la que vive, ergo anticuadas, ajenas al estado del arte de su profesión porque, lógicamente, este escritor no lee a ningún escritor vivo que no sea él mismo.
Vamos a suponer ahora que una mañana cualquiera este escritor se halla ante su ordenador, la página en blanco, el cursor que parpadea. Está a punto de comenzar a disparar palabras cuando se percata de algo que hasta entonces le había pasado inadvertido: la intermitencia del cursor de la pantalla coincide con el latido de su corazón, cursor y corazón viajan a idénticos pulsos por minuto. Se ve entonces atravesado por un inesperado júbilo, “por primera vez en años hay algo en el mundo que coincide conmigo”, susurra para sí. Se levanta, da vueltas en la habitación, primero bebe agua, luego café, luego abre una botella de vino, regresa a la pantalla, comprueba de nuevo que el cursor y su corazón caminan juntos. En estado de shock se sirve otra copa, antes de terminarla se acerca al reloj de pared y manipula la maquinaria de tal modo que el tic-tac coincida con los beats por minuto de su corazón. Se sienta en el sofá, enciende el televisor, a los pocos minutos se da cuenta de que la cadencia con la que hace zapping es también la de su corazón, y piensa entonces que, aunque eso sea hacer un poco de trampa, muchas cosas del mundo pueden ser manipuladas con ese propósito. Se las apaña para que el técnico de la lavadora vaya a su casa y ajuste el giro del tambor a esos mismos beats por minuto —en los días sucesivos con placer observará el rodar de la colada—, y no tarda en ajustar los fotogramas por segundo de las películas que acostumbra a ver en el ordenador a los latidos de su corazón, y siente entonces que está dentro de las películas y que además los personajes están de su parte, le dan razón en todo, y decide salir a la calle —cosa que hacía años que no le reportaba interés—, y da zancadas con esa misma cadencia, y la ciudad parece tomada por una recuperada sinfonía que en algún momento había perdido, llega al puerto, cuenta las olas por minuto y comprueba que el cursor de los océanos también está de su lado, y eso ya no es una trampa, no hay manipulación, es el mismísimo Planeta quien se hace eco de su corazón, y después comprueba que un policía dirige el tráfico con un idéntico vaivén de brazos, y eso también es verdad, y de algún lugar le llega el sonido de un trabajador de la construcción, que golpea un martillo llevado por esa misma partitura, ya irremediablemente universal.
Cuando días más tarde se sienta de nuevo ante la pantalla del ordenador todo cuanto teclea le parecen frases hechas, lugares comunes, construcciones que él no le hubiera pasado ni al más novato de los escritores. Se levanta, pasea en torno a su mesa, bebe agua, después café, después abre una botella de vino, se sienta de nuevo. Nada. Es tal su sintonía con el mundo que nada puede afectarle. En el interior de su caja torácica, un cursor late ahora vacío.
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