En Madrid el cine cuesta unos diez euros. Las cuatro últimas veces que he pagado diez euros por ver una película me he salido de la sala antes del tercer acto. Fue con Todo a la vez en todas partes, Mantícora, Scream 6 y Una buena persona. No dirán que no lo he intentado de todas las formas posibles: con la ganadora de los oscar, con una indie, con una comercial y con un melodrama. El único motivo por el que voy al cine es por obligarme a ver entera una película, como se hacía antes. Pero luego no la veo entera, veo hora y diez, hora y veinte minutos, y me salgo.
Hay aquí muchas paradojas, que luego se complican. Una paradoja es que, con tanta oferta en las plataformas, uno prefiere estar decidiendo qué película ver, y no ver ninguna, mucho antes que viendo entera una película. A algunas chicas les pasa lo mismo con Tinder: quizá el siguiente chico sea mejor, quizá la siguiente película.
Otra paradoja es que ir al cine me parezca muy caro y, sin embargo, la idea de dejar la película a la mitad e irme a la calle resulte más lógica en mi cabeza que aguantar hasta el final. He pagado diez euros por estar aquí, de modo que mi tiempo vale diez euros, y la película mucho menos.
Entonces últimamente he empezado a ir los lunes a los cines Renoir. Los lunes es día del espectador y la película cuesta cinco euros. Pagando cinco euros por una película, no me salgo nunca. Me parece una cosa rarísima.
Por cinco euros, además, estoy dispuesto a ver cualquier película, incluso a voleo. He visto enteras El maestro jardinero y Upon entry cuando, si costaran diez euros, no hubiera entrado a verlas, y, si hubiera entrado a verlas, me hubiera ido a la mitad, muy cabreado. Es el hecho de que cueste poco perder el tiempo lo que hace que perder el tiempo me parezca bien.
Esto abre hipótesis algo enrevesadas respecto a ese territorio donde la cultura, el tiempo y el dinero concurren. Hay propuestas culturales cuyo atractivo no depende del precio. Si Oppenheimer se estrena a veinte euros la entrada, iremos a verla, y pensaremos que es un precio excesivo pero razonable. Si la entrada cuesta dos euros, también iremos a verla, y no pensaremos que es un producto menor que sólo puede atraernos pidiéndonos poco a cambio. El cine es popular y necesario y entretenido. Tiene luz, nos hace sociales, se puede hablar de él con otros padres a la puerta del colegio.
Los libros, sin embargo, son oscuros. Los libros no pueden ponerse a mitad de precio porque los comprarían la mitad de gente y nadie los leería. El gran dilema del libro es por qué nadie quiere un libro ni regalado. Seguramente ya he escrito cien veces que es más difícil librarse de un montón de libros que de un cadáver. Llevo media vida deshaciéndome del cadáver de los libros, incluidos los míos.
Si una novela que cuesta veinte euros, sale a la venta por diez, vende menos, porque debe de ser muy mala una novela con tan poca dignidad. Respétate a ti misma, novela. El Día del Espectador, y el Día del Cine, consisten en rebajar los precios sabiendo que la gente acudirá en masa a las salas, como así sucede en efecto. Un Día del Libro que hiciera lo mismo (una temeraria rebaja de precios) no conseguiría nada. Un 10% es todo lo que puede rebajarse el precio de un libro sin cruzar la línea que separa la literatura de los saldos culturales. Comprar libros le gusta a mucha gente, no porque le guste leer, sino porque le gusta comprar libros. Si son baratos, no hay placer alguno en el desembolso.
Cuando uno paga por la cultura está poniendo sin saberlo un precio a su tiempo de ocio. Es tiempo de ocio lo que nos vendemos a nosotros mismos, con la excusa de que le estamos comprando algo a alguien.
Por eso me resulta fascinante no salirme del cine si cuesta cinco euros, y salirme siempre si cuesta el doble. Debería ser al revés. Como he pagado mucho por ver esta película, irme a la mitad supone tirar el dinero. Como he pagado poco, irme a la mitad no supone mayor despilfarro.
Ahora que lo pienso, me pasa lo mismo en un concierto. Los conciertos son carísimos todos ellos, y abandonar a los músicos a mitad de show es algo que va en el precio. Cuando consigo entradas gratis para las Noches del Botánico, me quedo hasta el final del concierto. Cuando pago 30 o 40 euros por ver a Counting Crows, me salgo antes de los bises.
Esto no sucede con los bienes materiales, con la ropa o la comida, salvo en clases sociales elevadas. Si uno se gasta inopinadamente cien euros en una botella de vino, se la bebe entera aunque le sepa mal. De hecho, es muy improbable que una botella de vino de cien euros sepa mal, no sólo porque suele saber bien, sino porque tu cerebro no va a dejar que tu paladar diga lo contrario. Si uno se compra un jersey de cien euros, se lo pone aunque de pronto le parezca horrible.
Es verdad que los jerséis de cien euros suelen ser horribles, como costumbre.
El Kun Agüero, un futbolista, se compró un coche de un millón de euros, no sé si un Lamborghini. Contaba en una entrevista que lo condujo una única vez, y luego lo dejó en el garaje cogiendo polvo y riéndose de los pobres del mundo.
Esta anécdota nos da una pista quizá definitiva: la cultura es lujo. Y no hay mayor lujo que tirar el dinero. Pagar doscientos euros por una entrada para la ópera y abandonar el Teatro Real a la media hora no se diferencia demasiado (pensando kantianamente) de ese coche de un millón de euros que no movemos del garaje. El lujo es ponerse uno mismo por encima del precio de las cosas. Cuando la cultura tiene precio, nos invita a despreciarla.
Ya son ganas, pagar diez euros y meterte en un cine a ver Scream 6. Y ya son ganas, pagar una suscripción a Netflix para ver media hora de película: todo este rollo te lo podías haber ahorrado de saber que en YouTube hay unos cuantos canales en los que ver un montón de películas de los grandes de toda la vida (Ozu, Bergman, Rossellini, Walsh, Mizoguchi, Lang, Naruse, etc.), con subtítulos en varios idiomas y una calidad de imagen buenísima. Hoy en día, pudiendo además conectar Internet a un televisor, el que no ve cine gratis es porque no quiere.