Cuenta la leyenda que un todavía treintañero Valle-Inclán, agobiado en su reciente manquedad, poseído por la bohemia y el fracaso, se hallaba desesperado ante la falta de recursos económicos que le brindaba su inquebrantable labor literaria. Así que una mañana de 1901, quijotescamente armado, con Ricardo Baroja como escudero, se aupó a un caballo con la intención de encontrar los yacimientos de plata que, según las crónicas, se escondían en algún punto de la mina de Almadén. Volvió, como el valeroso hidalgo, quebrantado y molido. Al cargar una escopeta se había disparado en un pie, episodio que trajo consigo la risa de los manchegos y el fracaso de la empresa. Años más tarde, en una entrevista para El Liberal se le preguntó por tamaño suceso: «En este país, el dinero de la cultura o se inventa o se destruye», fue su ceceante respuesta. Al menos, en la convalecencia que exigía la herida, Valle escribió su Sonata de otoño. Bien está lo que bien acaba.
Efectivamente, como bien indicaba el manco de Arosa, el dinero que reporta la cultura en este país sólo tiene dos caminos: o lo inventamos o lo destruimos. Tras una pandemia atroz, que ha cerrado museos y teatros, que ha liquidado librerías y detonado conciertos, que no deja titiritero con cabeza, lo cierto es que no se ve nada al otro lado de la crisis. Las ayudas prometidas en mayo no llegan, los protagonistas del cotarro se asfixian, y el mundo de las artes escénicas, el cine, el arte contemporáneo y el sector del libro notan ya el tacto de la soga en el pescuezo. No hay promociones, no hay escaparate. Se pierden los eventos que vertebran la industria. Y a esto hay que sumar la incertidumbre del futuro, pues nadie garantiza que en algún momento los conciertos vuelvan a ser conciertos, las obras dramáticas recuperen el público, y las salas de cine acojan de nuevo a sus fieles.
Este plano, el del dinero inventado, que diría el barbudo, al menos tiene un pase. Pero la última estocada ya va directa al segundo sintagma de su sentencia, a la destrucción del peculio. Se filtra que el gobierno piensa subir el IVA del libro y de la prensa, que pasaría del 4% al 21, una acción que daría un tinte corpóreo a lo que ya sabemos: que para la clase política estas áreas no son de primera necesidad. También se dice que el ministro de Cultura se negará a llevar a cabo la subida, pero ya sabemos lo que ocurre cuando este ministerio se opone a cualquier otro. Me gustaría que quien llevase a cabo este crimen fuese consciente de lo que un aumento del 17% en el gravamen supondría para libreros, autores, correctores, maquetadores, editores, traductores y demás profesiones ya de por sí precarias. Aunque mucho me temo que las plegarias no serán oídas, y que nos tocará, como a Valle-Inclán, subir al caballo y buscar plata en cualquier yacimiento.
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