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La (cyber) leyenda negra, de Karina Sainz Borgo

La (cyber) leyenda negra, de Karina Sainz Borgo

Catorce relevantes escritores se han unido en Las luces de la memoria. Relatos de España en la historia de Europa, libro gratuito de Zenda patrocinado por Iberdrola. En La (cyber) leyenda negra, Karina Sainz Borgo imagina con humor un encuentro en la actualidad o en un futuro cercano entre una estudiante de Historia y un veterano de protestas medioambientales. 

******

El holandés errante entró al bar con las manos dentro de los bolsillos. Avanzó seguro de sí mismo, guapo e infalible como un tenedor biodegradable. A la barra del Calentamiento se iba solo. Era un garito de gente curtida en la lucha verde, el reducto de los militantes más veteranos y lugar de ligoteo de la Cumbre de Compatibilidad Climática, que año tras año reúne en distintos lugares del mundo a quienes buscan su media naranja ecológicamente responsable. Él había viajado a la edición de Copenhague, Ginebra, Londres y ahora probaría suerte en Madrid.

—Una cerveza ecológica, ¡bien fría! —ordenó en un español bastante correcto.

—Sólo servimos de la normal —contestó un chico con una camiseta de AC/DC.

Se levantó del taburete y sacudió al camarero dándole tirones. Temiéndose lo peor, los parroquianos escondieron sus pajitas plásticas y se distanciaron prudentemente.

—He venido desde Ámsterdam hasta aquí para consumir responsablemente.

Habló con lentitud, masticando las consonantes. Tenía el cabello blanco y el aspecto robusto de los cuerpos amasados en piedra. Era vehemente, casi fanático. Parecía el abuelo de Greta Thunberg.

—¿Sabes con quién estás hablando?

El mozalbete negó con la cabeza.

—Soy el holandés errante —dijo, separando cada palabra con énfasis—. ¿Sabes por qué me llaman así?

El muchacho se aclaró la garganta, como si fuese a escupir un gargajo de miedo.

—Porque hundí un pesquero con ese nombre en una acción climática…

Hizo una nueva pausa, para añadir drama.

—No pienso repetirlo: quiero la cerveza ecológica más fría de toda la puta España, ¿entiendes?

Soltó al chico y se acodó en la barra. Se tocó la riñonera de estampados indígenas y barrió el local con la mirada. Buscar una media naranja ecológicamente compatible exige de un hombre toda su concentración y a esas horas del día, él se sentía el cazador más ágil de todo el Calentamiento, un sujeto dueño de sí mismo y del destino del planeta. Miró su reloj. Su cita se retrasaba. Mariposilla33 siempre acudía a tiempo en su chat de Tinder para veganos.

—¡Tengo sed! —gritó.

El camarero entró a toda prisa con una bolsa llena de botes de cerveza IPA comprada a toda prisa en un Carrefour Express.

—Aquí la tiene, bien fría.

El chico vació el contenido de la lata, temblando, en una jarra recién salida del congelador.

—Tenemos aperitivos de galletitas saladas en forma de pececito, si quiere.

—¿Crees que voy a comerme esa mierda con gluten?

Negó con la cabeza, hizo una reverencia y se marchó con el bote en la mano. El holandés errante arqueó las cejas. La fauna del Calentamiento era la misma de siempre, hombres y mujeres intercambiables unos por otros, gente idéntica, casi corporativa: activistas con ropa de montañismo; escaladores fraudulentos del Everest; funcionarios del ministerio de Ecología de algún país de altas emisiones; mujeres vestidas con ropa de patchwork y ataviadas con collares hechos con tapas de botellas de agua.

Nadie parecía excepcional, ni siquiera atractivo o distinto, hasta que entró ella. Tenía la piel bronceada y una mochila grande como una giba acoplada en su espada. Era más guapa que en su foto de perfil y bastante más joven, constatación que envolvió al holandés errante en una bolsa de amor propio, el líquido amniótico de su hombría.

Era Mariposilla33. Dio un trago a su cerveza ecológica y se dirigió a ella, cortándole el paso.

—¿Me buscas a mí?

—Busco el baño —ella lo miró de arriba a abajo.

Sus muchas profesoras de español en línea le enseñaron todo lo que debía saber de las hispanas. El holandés errante no fallaba. Ésta era la española del Tinder para veganos. Tenía que ser ella.

—¿Te pido algo de beber?

La mujer pasó de largo. La vio alejarse. Ah, mujeres duras. Guapas y brutas, como a él le gustaban. Ella salió de los baños sin mirar, directo a la puerta. El holandés dio un respingo y la alcanzó en tres zancadas.

—¿Te vas ya? ¿Así, sin más?

—Mi tren sale en diez minutos.

—Viajas en tren, por el medio ambiente.

—Lo hice porque estaban rebajados.

La cogió del brazo.

—No te vayas, marrriposilla… —le susurró al oído, marcando las erres.

Ella miró su mano sobre el hombro.

—Deja de llamarme así.

—Pero si te gustaba tanto el mote. ¿No lo recuerdas?

—Adiós —se dio la vuelta y avanzó a toda prisa.

Salió tras ella, desesperado. Corrió a través del carril bici, esquivando ciclistas enfurecidos que maldecían a su paso. Justo cuando estaba a punto de alcanzarla con su trote veloz de maratonista, la mujer giró a la izquierda y se perdió entre la multitud. Ni siquiera conocía su verdadero nombre. ¿Cómo podría encontrarla de nuevo? Frustrado, estuvo a punto de cruzar la calle y comerse un filete con patatas, pero ocurrió el milagro. La encontró en un bar peruano de Plaza Castilla al que entró dispuesto a montar una bronca a favor del reciclaje.

—¡Mariposilla33! ¡Has vuelto!

La mujer resopló.

—¿Tú otra vez?

—¿Qué ha pasado?

—He perdido el tren. Y el próximo no sale hasta dentro de dos horas.

—¿Ya has ordenado? —él miró el local con asco y estupor— ¿Qué te traigo?

—He pedido una cerveza, pero puedo beber otra.

—¿Cómo la prefieres? ¿Ecológica, orgánica?

—Fría.

Ella comenzó a mordisquear unas patatas, mientras él carraspeaba.

—Mariposilla33, ¿quieres ir a otro sitio? Aquí no hay nada que puedas comer.

Lo miró, sorprendida.

—Acabo de pedir media de croquetas.

La chica cogió el envoltorio plástico de un paquete de tabaco y lo arrojó al suelo.

—¿Qué haces? ¡Eso va en el contenedor amarillo!

La mesa estaba sucia y peguntosa, cubierta por una película de grasa. El holandés errante quiso sacar su hidrogel, pero se contuvo.

—¿Y cómo es Doñana?

Ella lo miró, sorprendida.

—¿El parque?

Asintió.

—Bonito, supongo.

—Ha de ser maravilloso trabajar ahí. He escuchado que la ultraderecha quiere secar el río, para regar campos de golf.

—Pues, la verdad, no lo sé.

—En tus mensajes parecías muy comprometida con ese trabajo nuevo.

La mujer bebió otro trago aún más largo y lo miró a los ojos.

—Mi nuevo trabajo es una mierda.

—¡Qué pena!

—Ahora que lo dices —ella se lo pensó un rato—, pues sí. Me pagan mil euros por 40 horas a la semana y la beca de doctorado no me llega.

El holandés errante del ecologismo europeo se llevó las manos a la cabeza. Ella alzó los hombros, se llevó un puñado de patatas a la boca y terminó su cerveza a fondo blanco.

—Pero si en España es barato vivir —sacó pecho—. Yo he estado en muchas partes del mundo.

—¿Ah, sí?

Él asintió.

—Recuerdo a un campesino en Guatemala. Me dio a probar tortilla, un panecillo hecho de maíz, el alimento milenario de sus dioses. ¿En España desayunan paella?

La mujer soltó, a la vez, una risotada y un eructo. Dudó de que ella fuera la mujer con la que chateó durante meses. La Mariposilla33 que él conocía sólo se alimentaba de semillas de chía.

—Y tú, ¿qué quieres de comer? ¿O es que eres vegano?

El hombre vaciló. Sus ojos pardos, tan grandes e inquietos, con su maquillaje no biodegradable le robaron el habla. El camarero trajo una fuente con algo que parecía una salchicha empanada.

—Sí, bueno uno de esos… —dudó—. ¿Tienen carne?

—Jamón —contestaron a la vez el camarero y ella.

Sacó de su bolsillo un billete de cincuenta euros.

—No hace falta… —lo interrumpió ella—. Invito yo.

Él pensaba pagar sólo lo suyo, pero no dijo nada. Sentado ante una pizarra llena de recetas de grasas saturadas, la vio dar mordiscos vigorosos y chuparse los dedos pringados de aceite.

—¿Has venido tú también a la convención?

—¿Cuál convención?

—La de compatibilidad climática.

—¿Y eso qué mierda es?

Guardó silencio, arrepentida de su zafiedad.

—Es para saber si dos personas tienen el mismo grado de compromiso ecológico antes de continuar una relación.

—Ya…

—Tú no eres Mariposa33, ¿verdad?

Negó con la cabeza.

—Soy estudiante del doctorado de Historia. He venido a la Biblioteca Nacional. Vuelvo a Aranjuez esta noche.

—¿Historiadora?

—Ajá.

Ella respondió sacándose un trozo de croqueta de entre los dientes y chupándose luego los restos.

—No sé mucho de historia —se aventuró—. Pero a los niños en el colegio en Holanda se les enseña la invasión de España.

Ella resopló, lista para una monserga.

—Felipe II errrrra un fanático rrrrreligioso —cuanto más énfasis imprimía a su discurso, más erres añadía a las palabras—. Querrrría imponerrrr a la fuerza el catolicismo.

—¿Ah sí?

Ella siguió, relamiéndose. Él parecía un predicador.

—España fue imperio, inquisición, santos a la parrilla… como ese, el del Escorial.

—San Lorenzo —y añadió, riéndose—. Justo al lado, hay un restaurante muy bueno con nombre de buey charolés.

El holandés errante esperaba más pasión en un debate que a él siempre le había funcionado para ligar. Aunque es cierto que sólo le había funcionado con mujeres americanas.

—Han pasado cinco siglos, no sé si eres consciente de ello…

Le pegó otro mordisco a la croqueta y sonrió.

—Sigue siendo igual —el holandés entró en bucle—. España oprime. Hay perseguidos y presos políticos. Hay uno asilado en Bélgica.

—¿Ah, el catalán? —volvió a reír, con malicia—. Es que vosotros no podéis ver un secesionista porque se os hace agua la boca.

El holandés errante se dio cuenta ya muy tarde de su error. Si quería algo con aquella mujer tenía que cambiar pronto de conversación. ¿Cómo alguien cuya huella de carbono sobrepasaba una hectárea podía ser tan guapa? Y para más inri, cuando se burlaba de él, se veía mucho más hermosa. Miró el móvil. Tenía cinco videollamadas perdidas de Mariposilla33. ¡La verdadera Mariposilla33! «Estoy en el Calentamiento. Me aburro. ¿Te has marchado? Está a punto de comenzar la sesión de zumba climático». Él levantó la mirada.

—¿Cuál es tu nombre? —preguntó.

—¿Te vale Carbono 89? También puedes llamarme Isabel la Católica, o María Tudor si lo prefieres.

El holandés errante rio por primera vez en toda la tarde. Probó una croqueta. No estaba tan mal, después de todo.

—¿Y el tuyo? —ella volvió a llevarse una patata a la boca.

—El holandés errante, pero puedes llamarme abuelo de Greta Thunberg.

El hombre miró el reloj y la pantalla de su móvil. Podía regresar al Calentamiento, hablar con Mariposilla33 y hacer como si nada hubiese pasado. Volvió a pasar el camarero peruano, esta vez con dos tercios fríos de cerveza y una ración de anticucho.

—Antes de que preguntes —Carbono89 se inclinó sobre la mesa y señaló el plato—, eso es corazón encebollado.

Poseído por aquellos ojos pardos y la negra melena que caía sobre sus hombros, el holandés errante sintió una intensa necesidad de contaminar, comer casquería y blasfemar. Ella perdió el tren esa noche. A él todavía le huelen las manos a cebolla.

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Autor: VV.AA. TítuloLas luces de la memoria: Relatos de España en la historia de EuropaEditorial: Zenda. Disponible enKobo y Fnac

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Raoul
Raoul
11 meses hace

Aunque imagino que, a estas alturas, todos estamos un poco hartos de los integristas medioambientales que acaban desprestigiando la causa justa y necesaria que dicen defender, considero que la autora del relato anda muy justita de sentido del humor.