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La danza exánime de las imágenes

La danza exánime de las imágenes

Walter Benjamin planteaba en su libro de los Pasajes la necesidad de hablar de imágenes que tuviesen una carga semántica que fuese más allá de lo meramente mostrativo. Imágenes que latiesen, que reflejasen la contradicción que les es consubstancial, que se erigiesen en espacios dialécticos con los que no meramente refractar miméticamente la realidad, sino transformarla hasta sus raíces más abismales. De esta manera, con su noción de las imágenes-dialécticas Benjamin quería incidir, en definitiva, en el componente revolucionario que podían tener las imágenes.

Sin embargo, esta forma de concebir las imágenes parece alejarse de la actual tendencia audiovisual más comercial, donde la imagen es vaciada de cualquier carga simbólica, narrativa o dialéctica. De esta manera, la imagen es concebida como un cuadro majestuoso en el que todo lo relacionado con el misterio o el enigma, la abstracción o la alegoría, la heterogeneidad y la complejidad, es amputado de raíz. Tendencia, por cierto, que simplifica la mirada del espectador y lo sumerge en una pasividad reflexiva y cognitiva desesperanzadora. Por desgracia, algo de esta dinámica simplificadora se trasluce en la propuesta del último Eggers, sobre todo a raíz de The Northman, y que en Nosferatu lleva hasta las últimas consecuencias.

"Eggers ofrece una reproducción en serie de imágenes saturadas de objetos muertos, de materiales que cumplen la función de ser naturalezas exánimes alojadas en la escena para embellecer el plano"

Dejando de lado todas las versiones previas del mito, sin entrar en comparaciones con otras propuestas del universo Nosferatu que son verdaderas joyas de la historia del cine, considerándola así pues en su mismisidad, el Nosferatu de Eggers no deja de ser una colección preciosista de imágenes sin ninguna carga dialéctica, carente de metáforas o metonimias, sin ningún misterio subyacente. Eggers, con la maestría del artesano que trabaja hasta la desesperación el plano que compone con su cámara, construye un imaginario abrumador, avasallador, nutriéndose casi en la totalidad de su propuesta de buena parte del imaginario pictórico romántico (las referencias a Friedrich, Füssli, Constable, Turner, Géricault, Martin o Blake son más que evidentes) pero, por desgracia, carentes de un sentido narrativo interno.

Y es que Eggers ofrece una reproducción en serie de imágenes saturadas de objetos muertos, de materiales que cumplen la función de ser naturalezas exánimes alojadas en la escena para embellecer el plano. Son objetos que no dialogan con los personajes, que no interactúan con el espectador, que no metaforizan nada, que se ven desprovistas de cualquier carga metonímica que les otorgue un determinado papel narrativo en la historia. Escenarios majestuosos que carecen de dialéctica y valor simbólico. Asimismo, en ningún momento se abisma o se pierde en sus imágenes, construyendo un cuadro lineal, homogéneo y narcotizante (y eso que dice tomar varias obras de Żuławski como Diabel o Possession como referencia para forjar su propuesta…).

"Y ya no digamos la construcción que hace Eggers de Orlok: un personaje sin contradicciones, plano, representación del capitalista despiadado que no necesita de la seducción ni del misterio del enigma para relacionarse con los otros"

En este sentido, fiándolo todo al poder de la imagen, la dirección de actores queda suspendida en un limbo. Sobreactuación por momentos, divagaciones en otros, descompensaciones en las que se evidencia que la construcción de los personajes cuenta muy poco, ya que estos ni presentan contradicciones, ni ambivalencias ni evolucionan de ninguna manera. Son personajes unidimensionales y cargados con todos los clichés (por ejemplo, el retrato del sujeto histérico que realiza Eggers con el personaje de Ellen Hutter cae en todos los tópicos, siendo una lectura bastante superficial de los casos de Charcot o de los acaecidos en la Salpêtrière; más allá de ser una reproducción que roza el plagio en determinados parámetros de las posesiones de The Exorcist o, sobre todo, de los raptos de Isabel Adjani en Possession).

Y ya no digamos la construcción que hace Eggers de Orlok: un personaje sin contradicciones, plano, representación del capitalista despiadado que no necesita de la seducción ni del misterio del enigma para relacionarse con los otros. Es un personaje, además, impertérrito, que nada le atormenta: ni el peso de la eternidad ni el amor que presuntamente le debería dividir en tanto que fenómeno que le condena y al mismo tiempo le redime del peso de su inmortalidad.

Asimismo, muchas alabanzas que recibe la obra es por su marcado espíritu romántico. Sin embargo, dejando de lado la ambientación, los temas que aborda propios del movimiento (relación del individuo con la naturaleza, condición trágica, escisión razón/sentimiento, división ciencia/poesía…) lo son de forma parca, con dificultades para plasmar la tensión que representan en el paisaje teórico romántico. Por ejemplo, toda la cuestión de la división del personaje de Ellen y su rapto como manera de simbolizar el combate corporal entre lo sexual y la razón (Orlok es la metáfora de sus instintos mientras que su matrimonio lo es de su racionalidad), contradicción típicamente romántica, es abordada de manera esquemática, explícita, tosca por momentos, efectista en otros, sin introducir matices, ni complejizar la tesitura.

"Tal vez, tal y como apuntan Diego Salgado y Elisa McCausland, sea un Eggers que se esté aburguesando, pero lo que está claro es que la decisión que ha tomado es más que evidente: primar forma antes que contenido"

Y es una lástima porque Eggers era uno de los autores que apuntaba alto (alto no, altísimo) con sus dos primeras propuestas. Ya con The Northman se percibe un más que evidente cambio en sus intereses dentro del panorama audiovisual y todo parecía indicar, tras su fracaso y siguiendo sus propias palabras, que jamás volvería a trabajar para una major y que centraría su carrera en volver a proyectos más minoritarios como fueron sus dos primeras obras, The Witch (2015) y The Lighthouse (2018). Pero no ha sido así, contradiciendo sus palabras. Tal vez, tal y como apuntan Diego Salgado y Elisa McCausland, sea un Eggers que se esté aburguesando, pero lo que está claro es que la decisión que ha tomado es más que evidente: primar forma antes que contenido, no arriesgarse en ofrecer una visión personal y autoral del mito y centrarse en una colección de imágenes sin dialéctica, apelar por un terror que cada vez tiene menos de elevado y mucho de soufflé, apostar por una imaginería que lejos de fascinar, avasalla por su constante reiteración de vacuidad.

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