Fabricio Dépole amaneció en la Riviera Francesa, más precisamente en un hotel cinco estrellas, sin la menor idea de cómo había llegado. El perfume era el de Gladis, la valija, la lencería abandonada sobre la alfombra. Pero… ¿cómo podía haberlo trasladado, ella sola, desde París?. Alguien debía haberla ayudado. Sintió unos extraños celos. Recordaba haber bebido absenta interminablemente. Se había desvanecido. En algún momento, un hombre o dos, ayudaron a Gladis a arrastrarlo al tren, o al barco, el transporte que fuera, y depositarlo en la habitación. ¿Por qué yacía la bombacha blanca sobre el acolchado color beige, en esa cama de dos plazas? No había olor a hombre, gracias a Dios. ¿Quizás lo habían hecho y no lo recordaba? Mejor no seguir averiguando. Gladis podría llegar a sentirse ofendida si Fabricio le preguntaba.
Gladis, la animadora cultural de su tiempo, había descubierto a Fabricio en un verano marplatense, el día en que mataron a Kennedy. La playa, hasta ese instante poblada a medias por citadinos e inusuales turistas, en un noviembre caluroso, se había vaciado. Pero Fabricio y su familia —marplatenses de clase media baja— permanecieron; también la propia Gladis y sus amigas, tomando mate y whisky. Gladis se había encaprichado con el chico, que leía inexplicablemente a Somerset Maugham. Bronceado, espigado, con una sonrisa inocultable, blanca y salvaje sin ser maligna. Los abdominales marcados involuntariamente. Aguardó a un momento en el que se alejara de sus padres y la hermana, y le ofreció viajar juntos a Europa, con todo pago por ella. El viaje había durado dos años. No habían sido malos en su transcurrir, pero Gladis había cambiado notoriamente al cumplir 51. Era una muy bella mujer. Entre los 19 y los 40, había sido deseada, reclamada, requerida. A los 50, conservaba, por separado, cada una de las partes que la definían como encantadora. A los 51, su actitud la había abandonado. Fabricio, no.
Ambos provenían de familias tradicionales católicas: eran ateos. A menudo, en momentos de intimidad, se confesaban que solo creían en Somerset Maugham y el dinero. Precisamente se hallaban en el hotel cinco estrellas porque Maugham había muerto una semana atrás. Gladis había visitado a Maugham, a fines de los 50, en la Villa Mauresque, a diez cuadras de donde ahora se alojaban, junto al jet set cultural de la época, espías, actores, y una gran cantidad de gigolós, como el propio Fabricio. Aunque los gigolós de la Villa Mauresque de fines de los 50 eran en buena medida profesionales, mientras que a Fabricio lo había inventado ella como tal. Un grupo de amigos y admiradores de Maugham, de distintas partes del mundo, habían acordado reunirse en aquel hotel, a modo de darle un último adiós. A Gladis le parecía una decisión insensata, pero le agradaba el hotel y la habían invitado.
Entre los reunidos, un escritor argentino septuagenario había concurrido con su hija, Victoria Galante (por motivos que no vienen al caso, no llevaba el apellido del padre. De hecho, se trataba de un extraño reencuentro furtivo entre padre e hija). Victoria divisó a Fabricio, a Gladis y, conocedora del contubernio entre ambos, apartó a Fabricio del resto de la troupe. La joven, de 24 años, era de una hermosura inhumana. Rubia y morena por el sol, dotada y grácil a la vez, con unas curvas demoledoras y la osadía de quienes se saben en condiciones de competir contra la naturaleza. Olía naturalmente a fragancias que los mayores perfumistas no habían sabido imitar.
Llevó a Fabricio de la mano hasta las puertas de Villa Mauresque, apenas custodiada por un policía aburrido bajo el sol pálido del invierno europeo, quince grados y un viento aleatorio. Fabricio no supo qué le dijo Victoria al guardia, pero se descuidó o adrede los dejó pasar. En el jardín, junto a la pileta vacía, Victoria le señaló a Fabricio la mansión.
—Quizás sea un exceso de imprudencia meternos —comentó el muchacho—. Ya llegamos bastante lejos.
—Pero de todos modos delicioso —insinuó Victoria.
Fabricio la entendió perfectamente. Pero lo sorprendía e intrigaba la propuesta.
—¿Qué diría Maugham de tu relación con Gladis? —le preguntó como al descuido Victoria.
Fabricio creyó entender la situación: Victoria estaba jugando una partida contra Gladis.
—Diría —improvisó Fabricio—, que es una situación lo suficientemente sórdida como para interesarle.
Victoria se rió y lo besó.
Fabricio aceptó el beso en el lugar.
—Vamos dentro de la mansión —insistió ella.
—No me puedo permitir el escándalo de ir preso —argumentó el muchacho. Estaba soberanamente excitado.
Si te vas conmigo, recorremos juntos el mundo —propuso ella.
—No hace falta ir tan lejos— replicó Fabricio.
Bajaron prudentemente a la pileta vacía.
Cuando pudieron hablar más tranquilos, Victoria insistió:
—Mañana salgo para el Himalaya. ¿No subirías conmigo?
—Soy muy perezoso —rechazó Fabricio.
—Nos acompañarán un sherpa y un monje tibetano— dijo.
Victoria, con una mezcla de entusiasmo e ironía, perfecta.
—Prefiero el llano —meditó Fabricio.
—No puedo creer que entre nosotras, te quedes con Gladis.
Fabricio se mantuvo en silencio.
—¿Cuánto dirías, si hicieras la cuenta, que te paga por mes?
Un instante después, Fabricio confesó:
—Hace dos meses que trabajo. A este hotel la invitaron. Si no fuera por mi trabajo y una renta que le queda, no tendríamos con qué vivir.
—No te creo —porfió Victoria—. ¿De qué trabajas?
—Recopilo recuerdos de Maugham por el mundo.
Anécdotas, cartas, objetos. Me pagan en libras esterlinas por cada souvenir o situación comprobable. Prácticamente, en el día a día, la estoy manteniendo. Porque la renta queda en Buenos Aires. Desde la muerte de Maugham el precio por reliquia subió exponencialmente.
Victoria se frotó las manos contra su minifalda como si tomara conciencia de haber hecho algo improcedente.
—Me habría enterado de que ella está en bancarrota —desconfió.
—Lo oculta celosamente —explicó Fabricio— Es algo que la avergonzaría profundamente, si se supiera.
—¿Y no obstante… me lo contás?— habló como una porteña despechada.
—Ya tenemos dos secretos que guardar —detalló Fabricio—.
—¿Por qué seguís con ella? —casi lagrimeó Victoria.
—Me interesa —se respondió a sí mismo Fabricio.
—¿Qué te interesa? —reclamó Victoria.
Eso, diría Maugham, es un misterio que comparte con el universo el mérito de no tener respuesta.
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Este artículo fue publicado en el diario Clarín de Argentina.
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