Yannis Ritsos era un poeta griego. Me refiero a que era como Cavafis o Safo: no existía en el tiempo. Se sentaba ante una mesa de madera, ya de un color un poco gris, en la cocina de su casa, y escribía versos como quien oye palabras en una fuente. Escribió, por ejemplo, esto: “Al claro de luna el borde del vaso brilla / como una navaja curva: ¿cómo llevarlo pues hasta mis labios?” Pertenece al poema Sonata del claro de luna. Lo escribió, también, bajo la luna. Era verano y entraba por la ventana una brisa perfumada de amapolas. Era de noche (se me dirá: “obviamente”. ¿Pero por qué obviamente? ¿Tiene que ser de noche porque hay luna? La luna es un estado de ánimo). A veces se quedaba mirando el brillo de las cosas dispersas sobre la mesa, la velita encendida, jugando a tremolar, el paraíso desvelado al otro lado de la ventana. Los árboles se mecían y tapaban las estrellas, luego las destapaban. “En esta casa me ahogo. Y es que la cocina es como el fondo del mar”. Sí, pero esa era la mujer de su poema. Ritsos no se ahogaba.
La mujer del poema es la luna. No, es Grecia. No, es una mujer, y todas las mujeres. Es la diosa que mira desde la luna. Hubo un tiempo en que el mundo estaba lleno de ellas, diosas como las que descubrió Hofmannsthal en el interior de un templo abandonado, frescas, entre las sombras, más altas (mucho más altas) que cualquier hombre y que cualquier mujer, con la mirada vacía y la nariz muy recta. Tuvo miedo de ellas, se excitó ante ellas, quiso vivir ya para siempre a su lado. Su suerte fue distinta a la de otros viajeros que las vieron: ellas, al menos, se inclinaron sobre él y le dedicaron (hay que imaginar una estatura así, un rostro semejante, una piedra labrada que se dobla sobre nosotros) el misterio de “una sonrisa indescriptible”:
En ese momento se borró todo dentro de sus caras petrificadas, se borró y desapareció; no quedó otra cosa que un desaliento con hálito de muerte. Hay estatuas en torno a mí, cinco, en ese instante fui consciente del número, están ante mí, extrañas, pesadas y pétreas, con ojos oblicuos. Son grandes, erigidas —brutales, divinas— de formas supradimensionales; de caras extrañas, labios salientes, elevadas cejas, pómulos notables, un mentón por el que discurre la vida; ¿son semblantes humanos? Nada en ellas alude al mundo en que yo respiro y me muevo. ¿No estoy acaso ante lo más extraño de lo extraño? ¿No surge de la mirada de esos cinco semblantes virginales el eterno espanto del caos? Pero, dios, ¡qué reales son!
Esas diosas pueden adoptar más de un aspecto. Pueden ser niñas (yo conocí a una, que apareció en un camino y me llevó sin decir palabra a una fuentecita en Aretusa), pueden ser jóvenes hechas para arrancarle y devorarle el corazón a todo un Keats, pueden ser semejantes a ancianas, como la del poema de Ritsos. A veces se medio esconden en los reflejos. Otras veces se vuelven obstinadas, y algunas se han vuelto verdaderamente viejas tras siglos de no ser vistas, rodeadas por la pura indiferencia.
La mujer del poema de Ritsos es la luna. Pero viste de negro. Así que quizá sea Grecia.
Deja que vaya yo contigo. ¡Qué luna la de esta noche!
Es benévola la luna: no se notará
que mis cabellos han encanecido. La luna
los hará rubios de nuevo. No te enterarás.
Deja que vaya yo contigo.
¿A quién le habla la diosa de la torre de la luna? “Le habla”, dice Ritsos, “le habla a un hombre joven”. Se llama el Joven. Que no es Ritsos. Posiblemente ni siquiera sea un joven. Es simplemente otro mundo, el mañana, cualquier luz saludable que parezca una promesa. No le veremos ni le oiremos decir una palabra. Al final bajará unas escaleras, “con una sonrisa irónica y tal vez compasiva en sus labios bien delineados, y también con una sensación de liberación”. La vieja Grecia, la joven Grecia. ¿Por qué el pasado es una antigua diosa? ¿Por qué el futuro es un muchacho joven? ¿Cuánto tiempo han pasado juntos, pasado, futuro, más allá del rapto de unos versos declamados en el interior de una habitación iluminada por la luna? “Olvidé decir —extraño recordatorio— que la Mujer de Negro ha publicado dos o tres interesantes colecciones de poesía sacra”. ¿Poesía sacra? El joven, sin embargo, prefiere una carcajada, una canción.
Lo diré una vez más, porque parece que ha pasado de puntillas y nadie lo ha escuchado: deja que vaya yo contigo. En serio, es terrible este poema. Y más terrible que todo es este verso. Es mejor que no lo oigas, seas quien seas. Una vez que lo has oído, ya no lo dejarás de oír. ¿Por qué, qué tiene para que no abandone tu cabeza este sencillo soniquete, deja que vaya yo contigo? ¿E ir adónde? No se sabe: lo dice una mujer que te persigue como un perro, hasta allí donde tuerce la calle y surge la ciudad enjalbegada y etérea, la tapia de una fábrica no sé si abandonada. Pero tiene que estar abandonada. Todo aquí ya no pertenece a nadie. Todo, a decir verdad, es etéreo. Los pasos, por ejemplo, no se oyen. Los pies dejan un polvo blanco, idéntico al que se deposita sobre la tapa del piano. Hace calor, hace frío, el tiempo está embrujado. El tiempo es inestable, y algo hay que cuidarse (así, como el que dice: one must be so careful these days). Quorum: “¿No te parece que la luna hace que crezca el frío?”
Doscientos veinticinco versos, si no he contado mal. Y este es el recuento de víctimas del poema:
1) La ciudad, que ha apagado todas las ventanas mientras habla la mujer.
2) La mujer (que es la víctima del joven, y ella lo sabe muy bien).
3) El joven (que es la víctima de la mujer, aunque no tiene ni la menor idea de que lo es.)
4) Yo (que escribo esto como si ya lo hubiera escrito antes, en otra vida.)
5) Diversos espejos, platos de porcelana, una partitura, algunas de las paredes de la casa. Un trocito de pan. Un piano.
6) La casa, naturalmente.
7) Los que “aquí se sentaron, hombres que soñaban grandes sueños, como tú y como yo.”
8) La traductora, maravillosa traductora: ella más que nadie.
9) Otra vez la casa. Y un oso.
10) El lector.
Otro quorum: ¿sabes dónde están ahora esos hombres, los hombres que soñaban grandes sueños? Sí: “ahora descansan bajo tierra sin que la lluvia ni la luna les afecte”. Pero si miramos bien, ya está apagándose la lluvia. Y la luna. Me refiero más bien a como si alguien hubiera alargado un brazo y hubiera desenroscado ligeramente esa bombilla medio desportillada en el cielo.
No sé adónde nos lleva todo esto.
(Recuerdo aquella noche que pasé en Perú. Me recogió un camión en medio de la nada, era un desierto. Guaqueros que desenterraban momias en antiguos yacimientos, y las tiraban desdeñosamente sobre los montículos de arena porque no eran porcelanas, como a muñecos viejos. Algunos se quedaban sus vestidos).
Este poema podría no tener fin. De hecho no lo tiene. Cuánto hemos avanzado, más allá del comienzo de lo terrible. Me preocupa especialmente esa sombra que repta entre las líneas y que ya no puede desdeñarnos. Esto de aquí, por cierto, podría no tener fin tampoco, este sueño de un cuento que habla de un poema. Es verano, oigo el río pasar bajo mi ventana y, por una vez, no veo las estrellas. Ritsos escribía con la ventana abierta, incluso en invierno. Alguna vez abría el grifo de la pila y se ponía a escuchar. El agua hablaba en griego de vez en cuando. Decía: “La luna es un agujero en el cráneo del universo.” O también: “Oigan lo que les digo, caerán dentro”. O también: “Mira, es el ocaso de una época”.
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Autor: Yannis Ritsos. Traductora: Selma Ancira. Título: Sonata del claro de luna. Editorial: Acantilado. Venta: Todostuslibros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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