¿Sabe usted cuánto vale el miedo? O, mejor dicho, ¿cuánto vale nuestro miedo? ¿Se ha cuestionado alguna vez cuánto estaría dispuesto a pagar a cambio de un manto de estabilidad y protección? Dicha pregunta subyace en los demasiado frecuentes anuncios de las compañías de seguridad privadas, donde una vecina cualquiera —que podría ser usted o yo— declara la tranquilidad que siente al haber contratado una alarma. Este modelo de negocio basado en el miedo permite a Isaac Rosa concebir una novela en la que lleva el argumento un poco más allá —lo suficiente para tomar distancia de la realidad, no tanto como para que suene remoto e improbable—: ¿y si por un módico precio tuviera usted a su alcance la posibilidad de construir un búnker anti-todo en el sótano de su casa?
A pesar del potencial narrativo de esta trama familiar, en verdad Lugar seguro no versa sobre esta estirpe de arribistas disfrazados de empresarios con nombre calderoniano. Rosa no pretende desentrañar la psicología de unos personajes sin escrúpulos que le permita, después, extrapolar el retrato de una sociedad en decadencia, en la estela de lo que hizo Chirbes con el Bertomeu de Crematorio (o el modelo sobre el que se basó éste, el usurero galdosiano Torquemada). Y no lo hace porque, suponemos, su objetivo es otro: ofrecer en su novela un escenario sociopolítico alternativo y optimista para la configuración del imaginario colectivo. La novela parte de un cierto enclave distópico: familias humildes que han visto las orejas al lobo tras una «semana caliente» cuasi-apocalíptica (si bien ficticio, enseguida podemos imaginar un suceso así, como consecuencia de la pasividad actual ante el desastre ecológico) y que intentan protegerse de un futuro tenebroso. Sin embargo, el texto escapa de la lectura catastrofista gracias a la utopía —aún incipiente y brumosa— que representan los ecocomunales. Este colectivo propugna una acción ciudadana directa asentada en movimientos vecinales autogestionados que dejan atrás la política de partidos para implementar unos cambios sociales de carácter sostenible, solidario y ecologista. Dicho movimiento social se introduce en la narración a través de los ojos de Segismundo quien, acorde a su ideología liberal, desprecia a los ecocomunales, a quienes denomina despectivamente los «botijeros». Los acusa de ingenuos y se burla de sus iniciativas porque, según él entiende, el éxito de su proyecto exigiría una sociedad no materialista, capaz de controlar el deseo o incluso renunciar a él. Se oponen así dos maneras de concebir el mundo: el egoísta-capitalista del narrador y el solidario-anticonsumista de los botijeros. El autor (que se alinea claramente con el segundo grupo) se enfrenta, pues, al reto de ensalzar aquello que su narrador desprecia. Así, cuando Segismundo critica a los botijeros, la voz de Rosa se cuela para defenderlos empleando concesiones argumentativas que, tras las críticas, esconden no muy sutiles alabanzas. El escritor moldea a su protagonista, el liberal Segismundo, sin terminar de entender sus motivos, y eso hace que su voz, a la postre, resuene hueca, plana y poco creíble. Como norma general, no suele funcionar muy bien que un autor no se crea —ni entienda— a su criatura ficcional; pero el problema puede convertirse en obstáculo casi imposible de salvar si ese mismo personaje es el encargado de vehicular con sus palabras el relato. En última instancia, esto pone al descubierto una agitprop que chirría por demasiado evidente y hace temblar los cimientos de la novela.
A pesar de ello, el libro no carece de aciertos. Como es habitual en Rosa, su prosa trota ágil y certera, con una carga irónica bien asentada que incluye hallazgos expresivos (como los «botijeros», esos hippies dispuestos a cambiar el mundo a golpe de botijo) propios de quien conoce bien su oficio. También atina con el modo en que se plantea la imposibilidad comunicativa que esconde el relato del narrador: ese monólogo que alberga un anhelo desesperado por convertirse en diálogo. Diálogo no con el lector, sino con un narratario cuya sombra acecha constante. Ese tú al que se dirige no es otro que su padre, figurón trágico a la par que vil, vendido por su socio y víctima, en última instancia, de sus propias ambiciones. El empresario que nació en la pobreza y quiso aspirar a lo más alto —sin importarle traicionar a su clase— es ahora un anciano demente que aparece en toda su vulnerabilidad, incapaz, frágil, perdido, deambulante, casi tierno. Segismón queda retratado con las complejas aristas que corresponden a todo buen personaje; y hasta podemos imaginarlo, encerrado en la infranqueable cueva del Alzheimer, oyendo aquello de que «y en el mundo, en conclusión, / todos sueñan lo que son, / aunque ninguno lo entiende».
En un sistema capitalista en el que la vida las más de las veces no es sueño sino pesadilla, que alguien ponga sobre la mesa el papel que juega el miedo como instrumento para subyugarnos constituye un desafío valiente y necesario. Desafío al que, conviene recordarlo, Rosa ha decidido enfrentarse en repetidas ocasiones a lo largo de su carrera. De hecho, el temor como materia narrativa ya protagonizó de manera sobresaliente su ficción El país del miedo (Seix Barral, 2008), un texto menos obvio, mucho más incisivo y cuya lectura no dudamos en recomendar. A diferencia de su obra más reciente, El país del miedo plantea muchas preguntas y se abstiene de servir en bandeja las correspondientes respuestas. Lanza debates que obligan al lector a enfrentarse consigo mismo, con sus prejuicios, sus contradicciones y sus temores. De Lugar seguro nos quedamos aún así con mucho pero, sobre todo, con ese motivo del que arranca, la cuestión que, cuanto más se piensa, más temible resulta: ¿qué precio tiene nuestro miedo?
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Autor: Isaac Rosa. Título: Lugar seguro. Editorial: Seix Barral. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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