En La edad de la luz (Salamandra), Whitney Scharer recorre las múltiples facetas de la vida de Lee Miller, fotógrafa extraordinaria, para otorgarle el merecido reconocimiento que su época le negó. Modelo de portada, musa de Man Ray y reportera gráfica durante la Segunda Guerra Mundial, Lee Miller fue una artista casi desconocida por el público no iniciado. Además de un delicioso paseo por el París bohemio, con sus legendarios cafés, sus cabarets cargados de humo y sus fiestas surrealistas, La edad de la luz es también un viaje por las fotografías más emblemáticas de Miller como reportera, a través de escenas intercaladas en la narración. Pero, sobre todo, es el retrato de una mujer presa de enormes contradicciones e inseguridades, dotada de un talento y una valentía fuera de lo común que la han convertido en un icono del siglo XX.
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Prólogo
Farley Farm, Sussex, Inglaterra, 1966
Calor de julio. Las lomas verdean tras las lluvias de la semana pasada y se elevan hacia el cielo como senos cubiertos de musgo. Desde las ventanas de su cocina, Lee Miller ve colinas en todas direcciones, un camino de grava recto… Muros de piedra construidos mucho antes de que ella llegase allí dividen el paisaje y mantienen las ovejas donde deben estar, paciendo reposadamente. Su marido, Roland, avanza con su bastón por el sendero de herradura. Lo acompañan dos de sus huéspedes y se detiene para señalarles una madriguera de topo donde podrían romperse un tobillo o una boñiga de vaca que para algunas visitas podría resultar demasiado rústica.
El parterre de hierbas aromáticas se halla junto a la cocina, a la máxima distancia que Lee está dispuesta a recorrer. Roland dejó de pedirle que se sumara a sus paseos cotidianos años atrás, cuando ella le dijo que no pensaba perder el tiempo triscando por las cuestas hasta que pusieran una acera en las colinas y la llenaran de cafés. Ha llegado a la conclusión de que Roland disfruta de ese rato que no pasa en su compañía, y lo mismo le ocurre a ella: cada vez que lo ve marcharse se afloja un poco la mano que le atenaza el cuello.
La cocina es la estancia de Farley Farm donde se siente más contenta. Feliz no, pero sí contenta. Allí no entra nadie sin que esté ella, y quien entrase no podría encontrar lo que estuviera buscando: los tarros de especias se sostienen precariamente en torres desiguales; hay ollas con diversos grados de suciedad que atestan la encimera y abarrotan el fregadero, hay aceiteras y vinagreras abiertas en los estantes. Pero Lee sabe dónde está cada cosa en cada momento, como lo sabía en su estudio; el desorden confunde a todos menos a ella. Cuando entraba en su cuarto del hotel Scribe, Dave Scherman, su compañero fotógrafo durante la guerra, siempre llevaba preparada una observación arrogante («Así que estás creando una instalación artística con latas de gasolina usadas, ¿eh, Lee?»). En su cocina se acuerda de él y se pregunta qué le diría ahora. Dave es uno de los pocos amigos de la época de la guerra que no han hecho el esfuerzo de venir a visitarla, y ella se alegra. La última vez que lo vio, cuando todos vivían aún en Londres, lo oyó decirle a Paul Éluard que ella había engordado, que ya no tenía la figura de antes y que no ser guapa la tenía irritada. Lo cual es falso, naturalmente: otras muchas cosas la irritan más que esa desconocida que la saluda cada mañana en el espejo con una cara regordeta sembrada de venitas reventadas.
Lee se formó en el Cordon Bleu hace unos años y casi todos los fines de semana cocina cenas de varios platos que después comenta en Vogue. Es la especialista en temas domésticos de esa revista. Antes de eso fue corresponsal de guerra, y antes, crítica de moda, y antes, modelo de portada. En 1927, un busto suyo, dibujado en estilo art déco, con un gorro de punto calado hasta los ojos como si fuera un casco, marcó el arranque de una nueva era modernista en la moda femenina. «Una carrera notable», dice siempre todo el mundo; Lee nunca habla de esa época.
Piensa en la revista Vogue porque esta noche acude a cenar Audrey Withers, su directora. Lo más probable es que vaya a despedirla y haya querido ir a Farley para hacerlo personalmente. Ella misma se habría despedido ya hace mucho, tras el vigésimo incumplimiento de un plazo o el enésimo artículo sobre cómo se debe agasajar a los invitados en una casa de campo. Audrey, no obstante, es una persona leal y también la única periodista de moda que intenta hablar a las mujeres de algo más importante que las últimas tendencias en trajes de noche. Otros invitados harán de parapetos: Bettina, amiga del matrimonio, y Seamus, conservador del Instituto de Artes Contemporáneas y mano derecha de Roland. Lee opina que Audrey no será capaz de despedirla delante de los amigos de Roland. A lo mejor se percata de cómo sería tenerla fuera de la revista, da la vuelta a la tortilla y encuentra la manera de conservarla dentro.
El menú de esta noche es una variante de otro que Lee ya sirvió anteriormente. Consta de diez platos: espárragos croûtes con salsa holandesa, brochetas de vieira con salsa bearnesa, chupitos de vichyssoise, penroses, quiche de salchichitas, pollo verde de Muddles Green, gorgonzola con nueces, faisán braseado a la cerveza, helado de jengibre y una bombe Alaska que se servirá flambeada tras atenuar las luces. Ya que no puede continuar trabajando para Audrey, la matará a base de mantequilla, nata y merengue impregnado de ron.
Cuando Lee informaba desde Leipzig y Normandía durante la guerra, Audrey era a menudo la única persona con quien establecía contacto. Le había enviado aquellas primeras fotos de Buchenwald y Audrey las había publicado con el texto que ella había aporreado en su pequeña Hermes Baby estimulada por la benzedrina, el brandy y la rabia. Gracias a Audrey, había aparecido exactamente como ella lo había escrito, con el encabezado «Créanlo» y las fotos a toda página, gigantescas, en todo su horrible esplendor. Le daba igual que un ama de casa de Sheffield pudiera encontrarse un anuncio de los últimos guantes de Schiaparelli y enseguida a un guardia de las ss lleno de golpes y hematomas, con la nariz rota y su cara de cerdo cubierta por grumos de sangre negruzca.
Es mediodía y Lee empieza a preparar los penroses, un plato inventado por ella y consistente en gruesos champiñones rellenos de foie gras y espolvoreados con pimentón para que parezcan las rosas que crecen en el margen del parterre. No es fácil hacerlos y el proceso lleva varias horas. Roland suele enfadarse porque ella dice que la cena va a ser a las ocho y en realidad se sirve a las nueve, las diez o las once, y cuando sale el primer plato todos los invitados están ya cansados y borrachos. Lee se encoge de hombros. Una vez cocinó una corvina como homenaje a un cuadro de Miró y hasta el propio Roland tuvo que admitir que había merecido la pena esperar.
Esta noche, sin embargo, Lee será puntual. Saldrá de la cocina serena y majestuosa y todos los platos irán llegando a la mesa como los artistas de una coreografía perfectamente ejecutada. Una comida de muchos platos tiene algo mágico y, cuando todo va bien, a Lee le recuerda cómo se sentía en el cuarto oscuro, moviéndose exactamente al ritmo preciso, sin malgastar esfuerzos.
Termina los penroses y los deja encima de la nevera. Después hace la salsa holandesa, más cantidad de la que van a necesitar: bate las yemas con el zumo de limón en un cazo de cobre produciendo un rápido tintineo metálico. Fuera, Roland y los primeros invitados están coronando una loma en fila india, como una familia de patos; luego bajan hacia una hondonada y se pierden de vista.
¿Qué va a decirle a Audrey? Tiene ideas para varios artículos, pero ninguna buena. También tiene disculpas; éstas le parecen mejores, más auténticas. Estos últimos años han sido difíciles: la mudanza, ir a Londres sólo unas pocas veces al mes, vivir apartada de todo. Pero sabe que sigue escribiendo bien, que sus fotos siguen siendo buenas. O que lo serían si pudiera hacerlas, si pudiera sacudirse la asfixiante tristeza que arrastra consigo a todas partes como una pesada losa. Le dirá a Audrey que por fin se siente preparada, le dirá que ha vaciado de trastos uno de los dormitorios y ha instalado allí su máquina de escribir, que ha puesto el escritorio junto a una ventanita cuadrada desde la que se ve el camino que serpentea alejándose de la granja. Incluso ha tomado una foto, la primera en varios meses, encuadrando la ventana en el marco del visor, una vista dentro de otra, y la ha colgado en la pared junto al escritorio. A Audrey le gustará saber que ha hecho una foto, que se ha sentado allí y ha acariciado la abollada máquina de escribir mientras contemplaba las gallinas que picoteaban por el camino. Cuando Audrey se lo pregunte, le ofrecerá crónicas agudas e incisivas sobre la vida en el campo. Le contará todo lo que ella quiera de la vida que lleva ahora, y lo hará puntualmente, si es posible con fotografías.
A las cuatro, Lee ya ha preparado casi todo y ha organizado su mis en place: los pequeños cuencos llenos de orégano picado, sal marina, anchoas, pimentón y las demás especias que va a necesitar para la cena. Echa un cubito de hielo en su vaso y va al comedor, donde hay una mesa de caballete alargada y cubierta de cicatrices, lo bastante grande para veinticuatro comensales. La chimenea que hay al fondo evoca la época de Enrique VIII, lechones asados y jarras de vino. Encima cuelga un retrato de Lee hecho por Picasso que siempre ha sido la imagen de sí misma que más le gusta por el modo como el pintor supo capturar su sonrisa (los dientes ligeramente separados). Alrededor se agolpan varias de las obras que más aprecia en la colección personal de Roland: un Ernst junto a un Miró pegado a un Turnbull. Con los años se han ido incorporando algunas piezas anónimas de carácter surrealista: un pájaro disecado colocado en un marco como si volara en picado, una traviesa de ferrocarril que lleva pintada una boca gigante, un garabato que recuerda a una mujer con el cabello enmarañado acomodado en uno de los marcos más ostentosos que pudieron encontrar. Lee se sienta a la mesa. Se le están empezando a hinchar los pies. Agita un poco el vaso y los cubitos bailan dentro del whisky.
Roland regresa de su paseo al tiempo que un Morris deportivo llega por el camino anunciando su presencia con un ruidoso gruñido del motor. Roland se detiene un momento en la puerta de la cocina: a menudo se planta allí, en el umbral, como si no quisiera entrar en los dominios de su esposa.
—Ha sido un paseo estupendo— dice, frotándose la nariz con sus finos dedos de escultor—. Hemos visto una serpiente toro en el sendero; debía de medir metro y medio o casi dos.
Lee asiente con la cabeza sin mirarlo mientras remueve con un cucharón la olla donde está cociendo patatas.
—Huele bien aquí dentro— afirma Roland olfateando—: a ajo.
—Será el pollo. Roland olfatea otra vez.
—¿A qué hora llega Audrey?
—Creo que acaba de llegar— le contesta Lee con calma, como si no se hubiera puesto nerviosa nada más oír la grava crujiendo bajo los neumáticos.
—¿Sales a recibirla o prefieres que lo haga yo?
—Mejor tú— responde Lee—. Querrá acomodarse.— Señala el caos de la cocina—. Estoy con un montón de cosas.
Roland la mira largamente antes de irse.
El agua hierve a borbotones, el vapor le envuelve el rostro cuando se inclina sobre ella. Norma para las patatas: ponerles agua fría del grifo, más de la que uno calcularía que va a necesitar, hasta que queden completamente sumergidas; cerciorarse de que tienen espacio para menearse porque si se tocan se quedan harinosas. Lee las cuece enteras y las corta mientras todavía humean. La mayoría de la gente no reflexiona lo suficiente sobre las patatas.
Desde la fachada de la casa se oye retumbar la voz de Roland:
—¡Audrey! ¿No sabes que en Sussex los amigos entran por la puerta de atrás?
A continuación responde la aguda y refinada voz de Audrey. Lee se apresura a rellenar el vaso con la botella que tiene escondida detrás de los tarros. De nuevo oye las pisadas de ambos sobre la grava en dirección al coche y, momentos después, cuando vuelven, el rechinar y el golpe de la puerta trasera, tan fuerte como un disparo. Nota un calambre que le sube por la columna vertebral y de improviso la invade el pánico, una negrura como boca de lobo. Huele a chamusquina y teme que algo se esté quemando, pero es incapaz de moverse para mirar el horno. Su visión se oscurece en los bordes como siempre que le sucede eso, y aunque tiene los ojos abiertos se ve allí de nuevo, esta vez en Saint-Malo, con la camisa empapada de sudor, acuclillada en el sótano, los músculos de los muslos agarrotados esperando a que se disipe el eco de las bombas.
No puede evitar que le vengan estos recuerdos: los tiene alojados en el cerebro como trozos de metralla y nunca sabe cuándo va a aflorar uno a la superficie. En esta ocasión, cuando vuelve al presente, se sorprende acurrucada en un rincón de la cocina con las rodillas encogidas contra el pecho. Se levanta con pie inseguro y siente alivio sabiendo que nadie la ha visto en ese estado.
Busca el vaso. Lo coge y se lo aprieta contra la frente para sentir el frío, luego bebe un sorbo tembloroso y después otro. Suena el temporizador. De nuevo se sobresalta, procura dominarse, saca una patata de la olla y prueba a morderla, pero está tan caliente que la suelta de golpe, se le cae y se estrella contra las baldosas del suelo con un ruido sordo. Otro sorbo. El pánico va en aumento, la habitación empieza a dar vueltas y a distorsionarse, igual que su cara reflejada en el cobre de la olla. Le entran ganas de abandonar la cena y subir al estudio, donde podrá contemplar de nuevo las ovejas, donde todo está limpio y ordenado como durante cientos de años antes de que ellos se mudaran allí.
Se encamina hacia la escalera del fondo, ya casi ha salido de la cocina cuando le llega la voz de Audrey:
—¡Lee!— Audrey cruza la puerta de la cocina con los brazos extendidos y una sonrisa en la cara—. Es aquí donde se obra el milagro. He visto tus fotos, pero es mucho más divertido verlo en la realidad.
Audrey está igual que siempre: diminuta, inmaculada, con un pañuelo de seda anudado con un lazo al cuello. Tiene el pelo teñido de rubio peinado aún con ondas al agua, una dentadura perfectamente aceptable que le da un poco la apariencia de un tejón y la costumbre de ponerse, para ir a trabajar, esas pulseras de flores que suelen usarse en las bodas. Ahora lleva una. Pulseras aparte, Audrey es la persona menos vanidosa que Lee ha conocido en su vida, y eso ya es mucho para alguien que lleva más de treinta años trabajando en el mundo de la moda. Lee deja el vaso, se seca las manos en el paño que lleva doblado en el cinto del delantal y le tiende los brazos. Se abrazan. Lee siente como si alguien le inflara un globo dentro del pecho para desalojar el pánico y volver a hacer hueco. Había olvidado lo mucho que quiere a Audrey.
Se separan. Lee advierte que Audrey examina la cocina: se fija en el desorden, se fija en el vaso que ha dejado sobre la encimera, se fija (deprisa, procurando que ella no se dé cuenta) en la bata que lleva puesta, en su pelo revuelto, en su cuerpo deformado. Lee se ve a sí misma a través de los ojos de Audrey y no se encuentra atractiva, pero Audrey tiene suficiente tacto para desviar la mirada.
—¿Ésos son los famosos champiñones Penrose?— pregunta señalando la nevera—. Noviembre de 1961. Recibimos muchas cartas interesándose por ellos.
—Ahí los tienes en carne y hueso— contesta Lee.
Ha escondido el vaso detrás de un cuenco con lechuga, pero no deja de lanzarle miradas. El pánico ha vuelto, denso y sofocante. Cierra los ojos para expulsarlo.
—Audrey— dice por fin indicando una silla—, siéntate, por favor. Ponte cómoda. ¿Quieres algo de beber?
—¡Ay, seguro que estás demasiado ocupada para atenderme mientras cocinas! Roland se ha ofrecido a enseñarme los alrededores, pero he querido entrar a saludarte nada más llegar.
Mira con afecto a Lee, se acerca y le da otro abrazo, más breve.
Lee se siente reconfortada y no intenta impedir que Audrey salga de la cocina. Con manos vacilantes coge el vaso y lo apura de un gran trago que le humedece los ojos. Cuando le brotan las lágrimas, las deja correr.
Las nueve en punto y Lee no ha terminado de cocinar. Los invitados están en la salita: oye sus voces, sus risas, el tintineo de las copas de vino. Roland ha entrado varias veces en la cocina y le ha susurrado: «Están esperando, tienen hambre; ¿sabes cuándo estará lista la cena?» Lee le ha respondido que no. Pueden esperar, incluso Audrey, y habrá merecido la pena.
Parte del problema es que no ha parado de beber; la botella extra oculta tras los tarros ya está vacía y ha sido sustituida por otra guardada al fondo de la despensa. Ha bebido tanto que por una vez lo nota: tiene la nariz insensible y los dedos tan resbaladizos como barritas de mantequilla. No cuesta nada seguir llenando el vaso y no hay forma de saber cuántas veces lo ha hecho. La bebida le permite olvidar que Audrey es su salvavidas para todo lo que antes la preocupaba en la vida: la fotografía, escribir, su antigua belleza. Cuando consigue dominar el impulso de acurrucarse en la cama y dormir para siempre, quiere ser la persona de antes, viva y ávida, pero cada vez que oye la voz de Audrey en la otra habitación, con ese estirado acento de Londres, vuelve a llevarse el vaso a los labios y bebe un sorbo más.
A las nueve y media, los espárragos están ya en la fuente, sobre un fondo de lechuga y bañados con salsa holandesa. Lee los coge y empuja la puerta de vaivén que da paso al comedor. El grupo reunido en la sala contigua guarda silencio al verla. Alguien, tal vez Seamus, del Instituto, exclama:
—¡Magnífico! Me muero de hambre.
Todos pasan luego al comedor. Roland les muestra dónde deben sentarse (uno de sus talentos es juntar a las personas adecuadas en torno a una mesa); después coge la fuente que lleva Lee y la deposita en el aparador. Janie, la asistenta, está allí: Lee le hace la vida imposible permitiéndole muy rara vez la entrada en la cocina. Janie sirve los espárragos y todos miran a Lee, que continúa de pie junto a la puerta.
—Ven con nosotros, querida— le dice Roland, indicándole su sitio en el extremo de la mesa más próximo a la cocina.
—Aún tengo cosas que hacer— replica ella mientras retrocede hacia la puerta, y se pregunta si está arrastrando las palabras antes de llegar a la conclusión de que le da igual.
—Lee, siéntate— le dice Audrey—. ¡Llevas todo el día de pie!
Audrey tiene razón: a Lee le duelen los pies. Se quita el delantal y busca su asiento. Alguien que no es Roland le llena la copa y la conversación se reanuda, aunque interrumpiéndose por momentos mientras los comensales se llevan a la boca los jugosos espárragos y elogian su sabor con sonoras exclamaciones.
Comen y beben; no es demasiado abrumador. Audrey está enfrascada en una larga conversación con Bettina sobre un desfile de una moda primaveral que acaba de ver. La novedad son los cortes geométricos, las chaquetas cortas y los trajes entallados. Al cabo de un rato, Bettina se vuelve hacia Lee y le dice:
—Tú siempre has tenido muy buen ojo, ¿qué opinas de lo nuevo de Yves Saint Laurent?
Lee suelta una carcajada.
—Betts, como sabes, yo dejé todo eso cuando comprendí lo práctico que era el uniforme del ejército. Ahora sólo me pongo pantalones y batas. Roland la mira.
Él, al igual que Audrey, la conoció cuando era modelo, cuando veía un vestido al fondo de una habitación y era capaz de adivinar el diseñador, el tejido y la temporada. Eso también lo ha dejado atrás, y menos mal. Todas las mujeres llevarían pantalones del ejército si supieran lo prácticos que son. Durante su última visita a Vogue, Lee acorraló a unas cuantas modelos en el ascensor y les contó lo liberador que era usar pantalones de hombre y no recluir los pies en unos zapatos equivalentes a los atrapadedos chinos. Una de ellas la reconoció.
—Usted es Lee Miller, ¿verdad? Era mucho más alta que Lee (las modelos, por lo visto, iban creciendo cada año) y en su pregunta hubo algo que la molestó. Se notaba el consejo de Audrey: «Sé amable con Lee, no es la misma desde… las cosas que vio. Estuvo en Alemania cuando abrieron los campos de concentración. La verdad es que fue horrible: no deberíamos haberla enviado allí.» De modo que le salió el diablo que llevaba dentro cuando aquella chica la reconoció.
—¿Lee Miller?— contestó acercándose mucho a ella, tanto que podía distinguir los poros de su piel y el sarro adherido a sus blancos dientes—. Me han dicho que murió.
La chica puso cara de asombro, entonces se abrieron las puertas del ascensor y Lee se marchó por el pasillo con los cordones sueltos de las botas azotando el suelo.
Lee también lleva botas en esta cena, y la camisa antes oculta por el delantal remetida de cualquier manera en el pantalón. Audrey, Bettina y Roland la miran incómodos: la conversación sobre moda se ha interrumpido.
A fin de romper el silencio, Lee lleva la vichyssoise y la sirve en unos cuenquitos de loza que Roland y ella compraron en Bath hace años. Janie ayuda a servir. Lee le enseña lo que debe hacer con los platos siguientes, que ya están listos para cuando los comensales quieran consumirlos. Pero cada visita a la cocina es una excusa para beber otro trago de whisky, así que Lee prefiere que Janie no haga gran cosa.
Por fin, después de las vieiras, el pollo y el faisán (todo ello tan perfecto, aunque no tan puntual, como Lee lo había imaginado), la conversación gira hacia el trabajo de Roland, los cotilleos del Instituto y los recientes problemas con las exposiciones. La voz de Seamus pontifica por encima de las demás. ¿Por qué a los hombres gordos les encanta el sonido de su propia voz? Lee y Audrey son las únicas personas de la mesa que no tienen relación con el museo, de manera que pronto dejan de escuchar. Audrey se vuelve en su silla y dice:
—Lee…
Lee está preparada desde hace un rato.
—Tengo muchas ideas, Audrey, de verdad. Voy a volver a escribir. Se acabó lo de perder el tiempo haciendo el tonto.
Audrey se reclina en su asiento con cara de sorpresa.
—¡Eso es maravilloso!
—He estado pensando en esa cena a base de pescado que di, ¿recuerdas que te hablé de ella? ¿La de la corvina? Y se me ha ocurrido que podría escribir un artículo sobre arte y cocina. O sobre alimentos raros. La gente me trae cosas, cosas que seguramente no sabías que se podían comer, como hojas de helecho o diferentes clases de setas: podría hacer un artículo entero sobre ese tema, con fotografías.
Ahora claramente está arrastrando las palabras: nota que le salen de la boca como piezas de rompecabezas que fueran desparramándose. Audrey levanta la copa, su anillo de boda centellea a la luz de las velas. Lee ve en sus ojos los sentimientos que esperaba ver: compasión y vergüenza. Desvía la mirada como si en realidad no quisiera verla.
—Lee— le dice Audrey—, hay una cosa que quiero pedirte.
Lee hace ademán de levantarse.
—Tengo que… debo servir el siguiente plato.
Audrey le pone una mano en la muñeca.
—Eso puede esperar. Esta tarde, durante la visita guiada que me ha hecho Roland, he tenido una larga conversación con él acerca de un tema que lleva varios meses dándome vueltas por la cabeza: quiero que escribas un artículo sobre los años que pasaste con Man Ray. Un reportaje. Tres mil quinientas palabras. Con fotos de esa época. Pensamos que te vendría bien tener un proyecto importante en el que centrarte. Puede salir en el número de febrero. Si te apetece, podrías hacerle una entrevista o simplemente escribir tu punto de vista, basándote en tus recuerdos. A nuestras lectoras les encantará: el toque femenino. Te adoran después de todos estos años escribiendo artículos sobre cocina.
Lee mira a Roland, que evita cuidadosamente encontrarse con sus ojos. Tiene los hombros encogidos hasta la altura de las orejas y luce la expresión de chucho penitente que pone cuando ella le grita.
«Te adoran después de todos estos años escribiendo artículos sobre cocina.» Las banalidades que le ha ido suministrando a Audrey a lo largo de los últimos años, el retrato que le hicieron en su huerto vestida con un ridículo delantal a cuadros…, ¡y la adoran! Le escriben cartas: «Querida señora Penrose, soy un ama de casa de Shropfordshire y anoche probé a hacer su tarta. ¡Fue todo un éxito! Mis invitados no paran de elogiarla.»
Cuando Lee estaba en la cocina midiendo las cantidades de fenogreco, Roland y Audrey debían de estar hablando sobre ella, urdiendo un plan para que se reenganchara a la vida, para que volviera a ser ella misma, a hacer algo que valiera la pena.
—No quiero— contesta finalmente Lee en un tono irritante incluso para ella.
—¿Por qué no?— replica Audrey con gesto comprensivo. Lee coge su copa y el rostro de Audrey se endurece; sin dejar que responda, añade— : Te hará mucho bien, Lee. Será una historia con mucha sustancia, una historia que sólo puedes contar tú.
—No quiero, Audrey.
—Lee…, no sé cómo decirlo…, pero o haces eso o tendremos que renegociar tu contrato.
Sabía que esto iba a llegar, pero no por ello resulta menos doloroso.
—Voy a escribir otra vez, Audrey, en serio.
—Pues escribe eso: eso es lo que necesitamos. No podemos seguir con… Lo cierto es que vamos a eliminar la sección doméstica.
Justo en ese momento llega Janie y le susurra a Lee en el oído:
—¿Sirvo ya el postre, señora?
—No, no… Ya me encargo yo, Janie— responde Lee.
Cuando la puerta de la cocina se cierra tras ella, Lee agarra el primer recipiente limpio que ve: una de las tazas de té de su madre adornada con un delicado dibujo de rosas, y se va derecha a los tarros de cristal. La tacita repiquetea contra su plato mientras la va llenando, así que deja el plato y, sosteniendo la taza con ambas manos, se traga el whisky con tanta prisa que los vapores le producen un fuerte hormigueo en la nariz.
Así que un artículo con fotos sobre la época que pasó con Man Ray. Podría contar de nuevo esa historia tal como lo ha hecho siempre: «Conocí a Man Ray en un bar; al día siguiente se iba a Biarritz. Le pregunté si podía ser su alumna y él me contestó que no aceptaba aprendices. Entonces le dije que me iba con él y antes de que el tren llegara a Biarritz ya nos habíamos enamorado.» De ese modo resulta romántica: un cuento de hadas, y si uno cuenta cualquier cosa suficientes veces termina por ser verídica, de igual modo que una fotografía puede hacernos creer que es un recuerdo. ¿Y por qué no iba a ser verídica? Lee era lo bastante guapa para conseguir lo que quisiera exactamente cuando lo quisiera, y hay fotos de ella en Biarritz (la cabeza inclinada hacia atrás para recibir los rayos del sol, el cutis tan blanco y sedoso como el interior de una concha) acompañada de Man. Podría construir un relato a partir de las fotos y contar la versión que se le antojase, pero en aquel tiempo, durante aquel primer verano en París, aún desconocía el poder de las imágenes, cómo un cuadro crea la realidad, cómo una foto se transforma en memoria y se hace verdadera.
También podría contar la historia auténtica: que amó a un hombre y ese hombre la amó a ella, pero que al final se lo arrebataron todo mutuamente hasta el punto de no saber cuál de los dos había acabado más destruido. Ésa es la historia que guarda encerrada a cal y canto dentro de sí misma, la historia en la que estaba pensando cuando escondió sus fotografías y negativos en el desván, la historia que provoca el temblor de esa primorosa tacita entre sus manos.
Lee bebe el último trago y coloca la taza vacía sobre los demás cacharros del fregadero. Luego llama a Janie. Entre las dos trasladan la bombe Alaska a la mesa y la dejan en medio de los comensales. Acto seguido, con un teatral floreo, Lee vierte el ron, coge una cerilla alargada y le prende fuego al pastel. Las llamas surgen al instante, azules e intensas, y se elevan casi hasta la araña del techo. Hay exclamaciones y aplausos ruidosos. Lee olvida durante un momento la tristeza que le ha causado Audrey y permanece inmóvil, de pie, contemplando cómo se va quemando el alcohol.
Cuando ya se ha cortado la tarta y todo el mundo está servido, Lee vuelve a ocupar su asiento al lado de Audrey.
—¿Para cuándo lo necesitarías?— le pregunta, y observa que el semblante de Audrey pasa de la sorpresa a la dicha.
—Quisiera ver un primer borrador en octubre.
Lee asiente con la cabeza.
—De acuerdo —contesta—, pero no irá con sus fotos, sino con las mías.
Audrey acaricia el tallo de su copa.
—Eso no puedo prometértelo: es una historia acerca de Man Ray.
«No, no lo es», piensa Lee para sus adentros. «Y ése ha sido el problema desde el principio.»
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Autora: Whitney Scharer. Traductora: María Cristina Martín Sanz. Título: La edad de la luz. Editorial: Salamandra. Venta: Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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