Es inevitable recordar la obra de Mohamed Chukri durante la lectura de estas memorias. El Río, de Alfredo Gómez Morel (Santiago de Chile, 1917 – 1984) comparte con El pan a secas (antes traducido como El pan desnudo) el ambiente desoxigenado de las calles, la vida al límite, el aprendizaje a través de la supervivencia. Si utilizamos el verbo «sobrevivir» nos estamos refiriendo a una situación llevada al extremo en su sentido más físico: el cuerpo está siempre a punto de dejar de aguantar, la pobreza es extrema y los recursos para llevarse un bocado al estómago no son nobles a los ojos, por ejemplo, de un aristócrata. Gómez Morel, como antes hizo Chukri, nos recuerda que estamos bailando sobre la armonía de los números y que desconocer la existencia de la pobreza nos convierte en mortales estúpidos. Existen los niños para los cuales la infancia no es la búsqueda de un tesoro. Pablo Neruda calificó El Río como un clásico de la miseria, que es algo que bien podría aplicarse también a la obra del autor tangerino. Cualquier otro planteamiento vital que no sea un cobijo para dormir y un mendrugo en la boca es un lujo: el amor, la felicidad, la autonomía, la amistad. La vida del niño Gómez Morel es tan miserable que cree encontrar libertad en el río Mapocho, entre otros muchachos de la calle, huyendo así de la vida que le ofrece su madre.
Esta obra es una alerta para explicarnos que todavía es necesario reclamar dignificación y solidaridad, que lo primero que debemos hacer es comprender: «La misión del Escritor —el verdadero— consiste en indicar, con coraje y claridad, cuándo el Hombre se equivoca y cuándo acierta, cuándo la convención debe ser remplazada por la autenticidad». Así lo expone el propio autor en el prólogo. Luego comenzaremos una lectura en la que ha de regresar a la infancia y juventud, volviendo a convertirse en quien fue, en el niño que no entiende y se somete a un aprendizaje cruel. El mérito de esta voz es que no narra como si todo aquello hubiera quedado atrás, sino como si lo estuviera reviviendo. Es así como nos enfrentamos al tema del valor de vivir, teniendo en cuenta aquí toda la polisemia del sustantivo «valor»: utilidad, aptitud y cualidad. Y para ello nos lleva de la mano del crío a un camino que no cesará de cuestionarnos si no estamos hablando de autodestrucción: «No dábamos ninguna importancia al peligro», confiesa. Así bregan él y sus compañeros del río, que como él pasarán muchas temporadas en la cárcel: del Puente hacia arriba, empezaba nuestra lucha, y era sin cuartel. «Del Puente hacia abajo, empezaba nuestra libertad, y era sin medida».
«”¿Qué diría el Río…?”. En esta pregunta estaba encerrada toda una manera de ver la vida, la filosofía del hampa». Pero la del autor no se limita a la exposición de hechos, de sucesos, de atrevimientos, entre los cuales no podría faltar la hambruna sexual, pues lo que también consigue transmitir son las sensaciones. Da reparo hablar de educación sentimental, que es de lo que se trata, porque la expresión queda demasiado afectada y, en consecuencia, incómoda. Gómez Morel va mucho más allá, al territorio que ya exploró Chukri, y lo hace con una tensión demoledora, sin esconder nada, como nos advierte al principio de la obra: «Mis dudas, la poca solidez de mis propósitos, mi amor a la vida fácil, la pereza en que viví por más de treinta años, mi inclinación a la bebida, la desesperante fiebre erótica que me corroe, el desprecio que por mucho tiempo sentí hacia todos los valores, mi afán de huirle a la verdad —o de aprovecharla con fines ocultos— y el violento líder que llevo en el alma desde que fuera aceptado definitivamente por el grupo delictual son mi batalla de cada día y creo que poco a poco voy venciéndolos». Estamos frente a uno de los grandes libros del año, una recuperación necesaria que nos vuelve a cuestionar cuál es mejor fin de la literatura.
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Autor: Alfredo Gómez Morel. Título: El Río. Editorial: Cabaret Voltaire. Venta: Todos tus libros.
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