¿Qué convergencias astrológicas del mundo poético y del universo hacen falta para que un autor tenga relevancia? Y ¿quiénes deciden su trascendencia? A veces ocurre que la biografía del creador es tan luminosa que vela la lectura de su obra. Y si se trata de una poeta indomesticable de la alta sociedad castrante del Chile de principios del siglo XX, la ceguera se agrava. Es el caso de la escritora Teresa Wills Montt, cuyas Obras completas han transitado intermitentemente a la sombra de sus periplos más rocambolescos y traumáticos. Gracias a la editorial Renacimiento y a la labor de rescate de las responsables de su edición, María Ángeles Pérez López y Mayte Martín Ramiro, podemos constatar, ya curados de espantos biográficos, que su obra es lo que prevalece.
El volumen es un collage que reúne sus libros de poesía, relatos y diarios, además de una entrevista relatada por la periodista y escritora Sara Hübner. Todos ellos confluyen en la poética de la pérdida de lo amado —sus hijas, su amante clandestino y su enamorado suicida— y en el anhelo de su propia muerte. O al menos de su desaparición mimetizada con la naturaleza, quizás inspirada en la idea de unidad con la natura que tanto promulgaron Humboldt y Thoreau. Lo cierto es que, en cualquier caso, en su obra subyace un deseo de estar siempre en otro lugar, ya sea por hastío o amenazas. Y aunque pasó su corta vida cambiando de país y residencia, canalizaba su necesidad de desaparecer creando un refugio imaginario habitado por seres mágicos; unas veces aterradores, otras balsámicos. Y no es de extrañar esta tendencia al escapismo siniestro teniendo en cuenta la frialdad marmórea con la que fue criada, la violencia sentimental que vivió en su matrimonio, su ingreso en un convento por infidelidad, la pérdida de sus hijas, el suicidio en su presencia de un pretendiente rechazado, Anuarí, al que dedicará la mayor parte de su obra, sus destierros, sus duelos, su desarraigo. El carácter caprichoso y subversivo de Teresa Wills Montt potenció su libre albedrío tanto en su vida personal como en la literaria. Y se lo podía permitir. Su belleza, posición social, inteligencia y talento fueron el mejor pasaporte para cruzar fronteras geográficas y atravesar lindes intelectuales masculinos de primer orden. Huidobro, Valle Inclán o Juan Ramón Jiménez fueron parte de un apoyo que, sin embargo, no logró encumbrarla como merecía.
De sus Obras completas vale la pena destacar su poesía en prosa de corte trascendental. Inquietudes sentimentales, Los tres cantos, En la quietud del mármol y Anuarí recrean los paisajes fantasmagóricos del romanticismo oscuro de Poe o de la literatura gótica de Byron y Mary Shelley para implorar su redención y reunirla con su amado muerto —del que confiesa haberse enamorado una vez fallecido–. Cementerios, templos, crepúsculo, sombras furtivas, tempestades, hadas maléficas o faunos antófagos en un inframundo evocado mediante el uso de un lenguaje simbólico que nada tiene que envidiarle a Baudelaire. Un pulso de sensualidad entre Eros y Tánatos con un claro vencedor. La paradoja de morir deseando y desear muriendo que la condujo a un histrionismo exacerbado repleto de signos de exclamación estremecedores. Su elegancia fue tan exquisita como el tejido de sus versos confeccionado con los hilos de las últimas vanguardias. Escribía con una emoción y conmoción a veces obsesiva, sobre todo en sus Diarios —dedicados a su amante proscrito—, redactados durante su clausura en el convento. Y lo hacía desde el vacío atroz de un corazón extirpado por los vampiros famélicos de su época, como si pretendiera restaurar las terribles ausencias con conjuros lingüísticos. Creer en la magia de las palabras para retornar a la infancia de la fantasía y la fabulación y encontrarse con la emperatriz de dedos de flauta, la bribona espantadora o con árboles que son hombres dioses, personajes aparentemente inspirados en los cuentos de los hermanos Grimm o Hoffmann, seres más amables que los de su tiempo. De ahí que no falten, a modo de epílogo, los Cuentos para los hombres que son todavía niños, su última obra, donde trasciende su carácter itinerante e insurrecto, tendente a la ensoñación amarga, melancólico, confesional y místico, con un sutil trasfondo de desidia que la desbordaba. No resulta extraño imaginar que cambiara de vida a muerte suicidándose, tal vez, por aburrimiento. Así era ella, devoradla.
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Autora: Teresa Willms Montt. Título: Obras completas. Editorial: Renacimiento. Venta: Todostuslibros.
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