Elizabeth Taylor creía que su primer Oscar, por Una mujer marcada (1961), se lo dieron por pena, aseguraba que sus ojos no eran color violeta y reconocía sin rodeos su obsesión por Richard Burton. Todo ello en un documental estrenado en Max, basado en una larga y perdida entrevista de 1964.
A lo largo de la charla, Taylor desgrana su vida desde su llegada a California procedente de su Inglaterra natal y su descubrimiento del mundo del cine hasta ese 1964 en el que tenía 32 años, ya había ganado un Oscar y estaba recién casada con Richard Burton, su quinto marido. Son unas cintas de audio que permanecieron perdidas durante décadas y un material que Meryman pretendía utilizar para escribir un libro sobre la actriz, que nunca llegó a hacer.
Elizabeth Taylor: Las cintas perdidas, que cuenta con J. J. Abrams entre los productores, traza un retrato de Taylor muy alejado de la imagen pública que proyectaba por su estatuto de estrella mundial y por una vida personal jalonada de maridos. «Tal vez por mi vida personal sugiero una imagen ilícita, pero no soy ilícita, tampoco inmoral. He cometido errores y he pagado por ellos, aunque nunca es suficiente. Sé que nunca seré capaz de saldar esa deuda«, comienza la actriz. En ese momento atravesaba un momento de felicidad junto a Richard Burton, al que había conocido durante el segundo rodaje de Cleopatra (1963), que se había interrumpido dos años antes debido a que ella cayó enferma de neumonía y hasta tuvieron que hacerle una traqueotomía para salvarle la vida y que pudiera respirar.
Precisamente, Taylor estaba convencida de que su primer Oscar se lo dieron por la pena que produjeron en Hollywood sus problemas de salud y la cicatriz que desde entonces adornó su cuello. Porque, en sus propias palabras, Una mujer marcada era una cinta «horrible». «Debieron de sentir pena por mí, porque creo que la película es vergonzosa».
No se mostraba nada condescendiente consigo misma la actriz, que relata desde sus inicios en películas como La cadena invisible (1943), en la que conoció a uno de sus grandes amigos, Roddy McDowall, cuando ambos eran solo unos adolescentes. McDowall y James Dean fueron los amigos que la ayudaron a superar sus diferentes fracasos matrimoniales, y a partir de Gigante (1956) Rock Hudson se convirtió en otro de sus grandes apoyos. Con ellos olvidaba sus temores por que no la tomaran en serio como actriz —señala especialmente los problemas que tuvo con George Stevens durante el rodaje de Gigante— y su inestabilidad personal, que se solucionó con su tercer marido, Mike Todd, aunque la felicidad le duró apenas un par de años, ya que el productor falleció en un accidente aéreo.
Superó su muerte con Eddie Fisher, su siguiente marido, que era el marido de una de sus mejores amigas, Debbie Reynolds, —»nunca le quise», reconoce la actriz— aunque la verdadera pasión la encontró con Richard Burton, con el que se casó dos veces, una relación vivida de cerca por el gran público.
Y más allá de sus maridos, la actriz habla de sus sentimientos, de sus frustraciones, de su relación con sus hijos o de lo poco valorada que se sentía en Hollywood. Criticaban sus elecciones, como cuando todos la aconsejaron no participar en De repente, el último verano (1960) por tratar sobre la homosexualidad. «Si hubiera sido mas ambiciosa con mi carrera habría hecho Ben-Hur«, asegura. Pese a todo, consiguió un segundo Oscar por ¿Quién teme a Virginia Woolf? (1966).
También cuenta curiosidades como que sus ojos nunca fueron violetas —»fue una licencia poética de un periodista»— sino azul oscuro, que le gustaba el sexo aunque no se consideraba un símbolo sexual, y que pese a que lo intentó porque era un hombre casado no pudo «evitar» amar a Richard Burton.
El documental se completa con unas imágenes de los últimos años de vida de la actriz y de cómo se volcó en recaudar dinero para investigar el sida tras la muerte de su amigo Rock Hudson.
Puedes descansar en paz, Eli, has sido y serás una de las grandes, sin duda.