Eduard Márquez es uno de los secretos mejor guardados de la literatura catalana. Un autor de culto del que, sin embargo, no se ha traducido al castellano toda su obra narrativa. Por suerte, ahora llega La elocuencia del francotirador, un compendio de 30 de sus mejores cuentos, en muchos casos historias mínimas, que muestran los temas recurrentes en el imaginario del autor: la soledad, el desamor, la incomunicación, la muerte, la otredad…
En Zenda reproducimos cinco piezas de La elocuencia del francotirador (Firmamento), de Eduard Márquez.
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MISTIFICACIÓN
Cuando Grette Bürnsten me dijo su nombre, no reaccioné. De hecho, mientras la seguía por el pasillo, fui incapaz de entender por qué había dejado que me apartase de la puerta con un gesto tan seguro. Casi prepotente. Como si creyera que la había estado esperando. Pero, tras escucharla un rato, su historia emergió igual que una cefalea. Incisiva. Resplandeciente. Inevitable. Y una mezcla de miedo y desconcierto enturbió el aire de la habitación. Porque Grette Bürnsten no existía. No, al menos, hasta que inventé su biografía mientras redactaba entradas para un diccionario enciclopédico (una manera como cualquier otra de compensar el aburrimiento característico de los trabajos editoriales con los que tenía que ganarme la vida). Entonces no pensé en ella en términos físicos (pese a que me habría gustado ilustrar el artículo con una fotografía anónima de una contorsionista cualquiera), y de repente me sorprendía su cuerpo deshilachado, del que me atrajeron, desde el primer momento, los ojos, verdes como un acantilado de musgo, y la voz, de una tesitura similar a la del atardecer. «Me has condenado a la más triste de las existencias: la que depende del azar de los otros. Porque nunca nadie buscará mi nombre». Su mirada me envolvió con un silencio sin fisuras. No vi la pistola. Y lo último que recuerdo es un escozor insoportable entre la tercera y la cuarta costilla.
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VOYEURISMO
1
Desde que lo ha leído en una novela, le atrae la idea de hacerse vigilar por un detective. No sabe qué esperar. Pero está convencida de que contar con un inventario semanal de su rutina tiene que ser útil para algo. Como si la topografía de su existencia, plasmada con la objetividad de un extraño, pudiera ayudarla a sentirse mejor. A encontrar una clave de bóveda bajo el hollín. Elige al azar una agencia y da por teléfono los datos necesarios para empezar. Pero los primeros informes, puntuales cada viernes en la estafeta de correos, la decepcionan. No es capaz de descubrir la lógica oculta de los hechos insustanciales que se le detallan con la minuciosidad de un memorialista. Una sucesión de momentos sujetos a la mecánica del tedio. Inertes como un sedimento de escombros. Sin ninguna señal de alto voltaje. Ninguna utilidad. Las fotografías, tampoco. Nada que no pueda decirle el espejo. Fragmentos mal encuadrados de una monotonía apelmazada. Siempre vestida igual. Entrando o saliendo de los mismos sitios. Sola.
2
El detective, aunque está acostumbrado, no tarda en aburrirse. Los informes se parecen tanto que podría enviar el de una semana por el de otra. Para distraerse durante los largos ratos de espera, toma notas con la intención de introducir algunos cambios. Pese a que ignora qué quiere leer la mujer del encargo, la conoce lo suficiente para rehacerle la rutina. Con la coherencia necesaria para no correr ningún riesgo.
3
La mujer percibe la alteración de pequeños detalles. Al principio sin apenas peso específico. Como si se tratase de un simple tanteo. Un cálculo de fuerzas, una toma de posiciones. Una prenda de ropa, el menú de una comida, un trayecto en metro, la hora de una cita, una charla con alguien a quien no conoce. Pero, poco a poco, se amplía el alcance de los cambios. Hasta que tramos enteros de su vida empiezan a ceder bajo el efecto de una distorsión placentera. Le gusta disponer de una existencia que transcurre sin necesidad de su implicación. Un desmantelamiento de encrucijadas. Un flujo de hechos desvinculados de la retórica del miedo y de la pesadumbre. Sin consecuencias. Habilitados para servir de tregua. Para arrinconar el abismo. Ansiosa por intensificar la eficacia de los informes, acorta el intervalo de espera. Se le hace demasiado largo el espacio que separa los viernes.
4
El detective ya no sale de casa. Desde que la mujer quiere un informe diario, escribe con el televisor y la radio encendidos y aprovecha anotaciones de casos anteriores, episodios de telenovelas, argumentos de películas, reportajes y entrevistas. Estrategias para mentir. Pero, a medida que avanza, pierde el control de lo que explica. Le cuesta mantener la cohesión. Cada elemento nuevo comporta giros imprevisibles. Las prisas lo traicionan. Y, al repasar lo que ha escrito hasta entonces, detecta errores que no sabe cómo enmendar sin delatarse. Pero no parece que la mujer los note. Eso lo tranquiliza. Hasta que, dos meses más tarde, lo llama para imponer nuevas condiciones. Exige el informe por teléfono y en directo. Noche y día. El detective, arrepentido de haberla dejado llegar tan lejos, se siente atrapado dentro de una esclusa abandonada. Con las horas reblandecidas como una caja de cartón bajo la lluvia. El sudor del auricular en la oreja. El brazo entumecido. La desidia extendiéndose como una emanación de láudano. A menudo, cuando no sabe cómo llenar la oscuridad de la línea telefónica, repite informes enteros de meses anteriores o, perturbado por el agotamiento o la duermevela, masculla palabras inconexas, hitos de un trazado próximo al colapso.
5
Nunca se ha sentido tan indefensa. El tiempo vivido pendiente del teléfono la ha recluido dentro de una nebulosa. Y el último informe la deja más sola que nunca. «La mujer sujeta a vigilancia se ha suicidado. No he podido hacer nada para impedirlo. Lo siento». Sin ningún matiz especial. Quizá solo un tono de alivio. Casi imperceptible. Cuando cuelga el teléfono, con los ojos empañados por la desolación, la mujer, frente a la ventana abierta, observa una negrura mate. Con la sensación de saberse muy cerca de un epílogo que no leerá nadie.
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EDUCACIÓN SENTIMENTAL
Narcosis
El sótano tiene únicamente una puerta de madera, reforzada con una plancha metálica; una ventana tapiada y sin enyesar, con las costras de mortero rebosando por las juntas de los ladrillos; un colchón de espuma, y una bombilla salpicada de pintura, que ilumina, sin apenas convicción, la imposibilidad de escaparse. Pero hace días que Enzo Biber ha dejado de intentarlo. Ya no se siente con ánimo. No ha visto a nadie. Solo recuerda una sombra antes del golpe. Cuando se despierta de los lapsos de sueño, con astillas de dolor repartidas por todo el cuerpo, no puede incorporarse. Los sentidos, recubiertos por un fieltro pegajoso, han perdido la mayor parte de su eficacia. Las horas, enturbiadas por empatía, se amontonan como los restos de una poda.
Proteísmo
A Anne Boissel nunca le había satisfecho la ortodoxia de su cuerpo. Tener las cosas como todo el mundo y en el mismo sitio que todo el mundo no se avenía con su carácter sedicioso. Siempre se había imaginado maleable como un lepidóptero, en una metamorfosis inagotable de formas y de volúmenes. Como si solo pudiera ser ella misma siguiendo los parámetros de una mutación constante. Convirtiendo el cambio y la diferencia en el alma irreductible de su lugar en el mundo. Con la primera tanda de operaciones, neutralizó la apariencia simétrica de la morfología corporal: se hizo achinar el ojo derecho, agrandar la fosa nasal izquierda, pigmentar la mitad derecha de los labios, aumentar abundantemente el seno derecho y la nalga izquierda, amputar el dedo anular izquierdo y acortar la pierna derecha. Lejos de desanimarla, la dolorosa recuperación de estas intervenciones se convirtió en una especie de ascesis purificadora. Cada vez se sentía mejor. Más a gusto. Instalada en un punto sin retorno desde el que contemplar la mediocridad de los demás. Poco después, Anne Boissel inauguró una nueva fase herética, centrada en la remodelación: añadió un tercer pecho bajo el seno izquierdo, unos pómulos en la frente y una joroba en la espalda.
Persistencia
Consciente de la incomprensión que despertaba su propósito, Anne Boissel nunca se había interesado por nada que no fuera ella misma. Los años de tenaz egolatría la habían aislado dentro de un reducto de arrogancia y desprecio. Hasta que se enamoró de Enzo Biber. Con una contundencia enfermiza, como si las fibras de su organismo lo hubiesen estado esperando para estallar en cadena. Pero Enzo Biber, con una aversión creciente, rehuía a la mujer de cuerpo desfigurado, grotesco como una gárgola, que le había desbaratado las frágiles coordenadas de la rutina con su terquedad egoísta. Pero Anne Boissel, incapaz de resignarse, suplicó, exigió, impuso. Hasta hacerse ineludible.
Transformación
Una tarde cualquiera, Anne Boissel entra en el sótano y aspira con avidez el olor de Enzo Biber. Un silencio opaco absorbe la claridad macilenta de la bombilla salpicada de pintura. Anne Boissel mira el cuerpo dormido, liberado de las trabas del recelo. Le gusta el brillo de la piel sudorosa, perlada como un estanque bajo la lluvia. Se arrodilla a su lado y desvenda el muñón del brazo izquierdo. Para limpiar la herida. Sabe que no será fácil, pero se imagina el futuro que les aguarda y sonríe con los ojos desenfocados por las lágrimas.
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IDOLATRÍA
El vigilante está enamorado de la Venus de la trenza. Al principio, intimidado por las imprevisibles consecuencias de una relación tan atípica, intentó refrenar sus sentimientos, pero ha acabado por rendirse a la evidencia: desde que la han trasladado a su sala, los días tienen un aspecto menos amenazador y se dejan transitar con una placidez desconocida. El vigilante, eludiendo otras obligaciones, pasa la mayor parte del turno pendiente de la Venus de la trenza y, con la esperanza de una encarnación, vive al acecho de cualquier indicio de movimiento. Sabe de otros casos. Pero la Venus de la trenza, con la mirada perdida en los cuadros de enfrente, no parece darse cuenta de su paciente espera. El vigilante arde en deseos de acariciar el cuerpo desnudo de la Venus de la trenza y, empujado por unos celos indómitos, aprovecha cualquier nimiedad para llamar la atención de los curiosos que la contemplan demasiado rato. La poca gente con quien ha compartido su decisión no se la ha tomado en serio, pero esto no lo desanima. Muy al contrario. El vigilante deja la ropa doblada en una silla, se encarama al cuadro con la ayuda de una escalera y se tumba al lado de la Venus de la trenza. Con la punta de una sábana tapándole los genitales. Y, feliz como nunca, un efluvio rancio lo acoge como una niebla embriagadora.
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TEDIO CREATIVO
Eunomi Vilert, harto de repetir el mismo papel durante 1.164 representaciones, ha cambiado la pistola del cajón por una de verdad.
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Autor: Eduard Márquez. Título: La elocuencia del francotirador. Traducción: Cristian Crusat. Editorial: Firmamento. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
BIO
EDUARD MÁRQUEZ (Barcelona, 1960) es autor de libros de poesía (La travesía innecesaria y Antes de la nieve), narraciones para niños (Hoax, La maledicció del cavaller Nomormai, Los sueños de Aurelia, Aurelia y el robasombras, Las ranas de Rita, L’Oriol i el ratolí Pérez, Andrés y el espejo de las muecas, Una mala idea y los seis episodios de Las increíbles y superheroicas aventuras de XXL), recopilaciones de cuentos (Zugzwang, L’eloqüència del franctirador y Vint-i-nou contes menys) y novelas (Cinco noches de febrero, El silencio de los árboles —finalista del Premio Llibreter 2004—, La decisión de Brandes —Premio Octavi Pellissa 2005, Premio de la Crítica Catalana 2006 y Premio Qwerty 2007—, El último día antes de mañana —finalista del Premio Crexells 2012— y 1969). Sus libros han sido traducidos al alemán, inglés, francés, italiano, portugués y turco.
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