1- “Yo no opero una imagen.”
Fue el médico Thomas Sydenham quien, a mediados del siglo XVII por primera vez trató las enfermedades como especies sujetas a una clasificación natural, tal como los botánicos lo hacían y hacen con las plantas o los zoólogos con las bestias. Sería exagerado decir que la medicina moderna nace en ese momento, pero sí es cierto que el afán clasificatorio de Sydenham, y según podemos leer en Ensayo sobre anatomía (Thomas Sydenham, John Locke, KRK Ediciones), responde a un espíritu típicamente moderno: cartografiar el mundo de las dolencias corporales no según unos supuestos caracteres recogidos en las esencias de las mismas, ni mucho menos guiado por criterios espirituales o metafísicos, sino ordenar las cosas de acuerdo a características empíricas y observables.
Tal revolución, que por obvia hoy nos puede causar extrañeza, responde a un motivo: hasta entonces, y desde la Grecia clásica, las enfermedades eran consideradas fenómenos que caían fuera de la Naturaleza, las enfermedades no estaban sujetas a los procesos estrictamente normales del desarrollo de los humanos. El motivo de tal idea tiene un origen religioso: según los antiguos, la Naturaleza conservaba atributos sagrados, los mismos atributos de las divinales de las que procedía: belleza, bondad, eternidad, salud y un orden inmutable, características que las enfermedades, obviamente, no cumplían. Por lo tanto, la enfermedad —y de modo paradójico—, era algo que pertenecía al mundo y habitaba en la cotidianidad de la gente, sí, pero al mismo tiempo estaba fuera del mundo, o por lo menos del así llamado mundo Natural. Sólo en la edad moderna se llegó a pensar que las enfermedades eran fenómenos observables, y tan naturales como lo es la buena salud. El propio Sydenham dice:
“Creo que hemos vivido hasta aquí sin una exacta historia de las enfermedades por esta especial razón; a saber, la mayoría ha considerado que la enfermedad no es más que el esfuerzo confuso y desordenado de una naturaleza apartada de su estado propio”
“Naturaleza apartada de su estadio propio”, tal es la clave, como si los procesos degenerativos no fueran inherentes a la propia vida. Aún hoy la enfermedad se asocia a lo feo desde un punto de vista estético, pero si vemos su desarrollo al microscopio observamos formas geométricas que cualquiera no dudaría de calificar de bellas según los estándares de belleza, e incluso en ocasiones aparecen formas de ecos fractales, que vistas así, sin aviso de lo que son, en nada informan de la fealdad de la enfermedad o de malignos procesos corporales. A tal punto llegaba aquella manera de ver las enfermedades y conceptualizarlas —al fin y al cabo metaforizarlas—, que en el siglo XVII había teorías que incluso imaginaban una diferencia insalvable entre un organismo vivo y un organismo muerto, y como consecuencia de esta diferencia insalvable se pensaba que el examen de los cadáveres no podía revelar nada de lo que sucedió en vida, y por lo tanto nada de la enfermedad que ocasionó la muerte. Esto nos indica dos cosas: la primera es que ni la Naturaleza ni mucho menos tópicos como «Madre Naturaleza» existen por sí mismos: lo así llamado natural es una metáfora que se va modificando según tiempos y sociedades. Y en segundo lugar, que la metáfora como construcción misma de la realidad está en el núcleo de toda realidad humana.
Me desvío un instante para contar una anécdota: en el año 2004, tras permanecer ocho meses convaleciente de una rotura de cadera por atropello de una moto, en una de las revisiones rutinarias la prueba de resonancia magnético-nuclear reveló una mancha de no más de 1 cm2 en la cabeza de mi fémur derecho. Asistí a la discusión entre el radiólogo —humano que interpreta imágenes, digamos esas “caras de Belmez” que todos llevamos en el interior de nuestros cuerpos— y el traumatólogo —humano que opera, abre la carne y llega hasta el hueso, así que su reino último es el de la materia, no el de las representaciones—. El caso es que el radiólogo interpretaba esa mancha en mi fémur como un principio de un proceso de necrosis, que debía ser inmediatamente operado, pero el traumatólogo interpretaba la mancha como algo que no tenia ninguna importancia. Tras asistir al ping pong de argumentaciones por ambas partes, cada vez más acaloradas, el traumatólogo concluyo con un grito que debió de oírse en todo hospital: “¡Yo no opero una imagen!”
Repitámosla: “Yo no opero una imagen”. Ahí está en el asunto el núcleo de todo esto: ¿es la enfermedad, revelada por métodos no directos, como lo son los rayos X o las resonancias magnéticas, la “verdadera realidad”?, ¿o por el contrario son esos métodos de diagnóstico una representación de la realidad, y, en ese caso, como la fotografía o el cine o las novelas, están sujetas a las interpretaciones propias de los relatos?
Dicho de otro modo: la enfermedad, además de, por supuesto, su razón empírica y verificable —ahuyentemos aquí toda esa plaga de ridículas pseudociencias que nos asolan—, siempre ha arrastrado consigo un carácter de narración, es decir, de relato, y, como sabemos, todo relato posee una parte de construcción social. De ahí que las enfermedades sean no sólo objetos susceptibles de ser objetivados bajo la ciencia de un modo fidedigno, sino que también sean un objeto cultural, armado por una sociedad en un momento dado. De hecho, las enfermedades llevan con nosotros desde siempre, pero desde un punto de vista cultural han sido interpretadas de diferentes modos; algunas que habían sido calificadas de enfermedad han dejado de serlo —recordemos qué se pensaba hasta hace pocos años del síndrome de Down o de la homosexualidad—, y por el contrario, dolencias del día a día, casi inherentes al propio acto de estar vivo, se definen hoy y tratan como enfermedades —piénsese, por ejemplo, en el síndrome de fatiga crónica, la hernia discal, antes “dolor de espalda”, las depresiones leves o el mal del celíaco—, y nada indica que en un futuro, y bajo otra configuración social, todo eso pueda cambiar. En cualquier caso, que una de las dimensiones de la medicina tiene que ver con la construcción de un discurso social y de metáfora, es un hecho.
(En el próximo artículo, abordaremos la importante contribución de Susan Sontag a la recepción que de la enfermedad ha hecho la literatura universal)
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