2- El legado de Susan Sontag
Susan Sontag, una de las mentes más brillantes de la segunda mitad del siglo 20, sabedora de la existencia intrínseca del relato metafórico aplicado al cuerpo, escribe en 1977 La enfermedad y sus metáforas —que tendría su secuela de 1988 con El sida y sus metáforas—, libro que no tardaría en convertirse en un clásico de la literatura pero también de la antropología cultural. El caso es conocido: en 1976 a Sontag le es diagnosticado un cáncer de mama, y, como toda persona creativa, utiliza su enfermedad para reflexionar acerca de la representación literaria del cáncer, e investiga las fuentes de la novela para alumbrar no sólo que las enfermedades tienen su parte metafórica, sino que también la sociedad ha hablado, y mucho, de las enfermedades a través de la literatura, y casi siempre o bien para estigmatizar al enfermo o bien santificarlo, extremos ambos que a Sontag, pragmática en estos planteamientos, le parecen igualmente perniciosos.
Nos hace notar que, clásicamente, hay dos enfermedades que conllevan la carga de no poder ser curadas: en su día la tuberculosis y hoy el cáncer. Y se da cuenta de que son las más tratadas en la literatura, y por ello son las enfermedades más sujetas a interpretaciones culturales. Argumenta que tal proliferación viene por el aparente carácter caprichoso e intratable de ambas. A lo largo del libro no sólo nos va mostrando decenas de ejemplos en los que la literatura hace metáfora con la tuberculosis y con los cánceres de los personajes, sino que, tanto en su condición de paciente como de persona de acción social que era, desea intervenir en la realidad, baja al terreno de lo factual y se muestra favor de no ocultar la enfermedad al paciente con metáforas que no hacen sino magnificarla, y nos dice, “el modo más sano de estar enfermo es huyendo de la metáfora”.
Sontag nos descubre tantos ejemplos de la enfermedad como metáfora, que resulta imposible citarlos aquí, haremos un mero salpicado: en 1924, cuando tener tuberculosis era sinónimo de muerte, Kafka, en referencia a cómo su entorno familiar y médico le ocultaban la verdad, le escribía a un amigo: “Verbalmente no me entero de nada”, dos meses más tarde moriría. La Ley Sobre la Libertad de Información de los Estados Unidos, tiene una cláusula en la que se cita el cáncer como una enfermedad cuya revelación a terceros es una inexcusable invasión en la vida privada del paciente. Lo extraño no es eso, sino que la única enfermedad que se cita en esa ley es el cáncer. De modo que, si tanta gente oculta información a los pacientes de cáncer, y si los pacientes de cáncer, a su vez, por vergüenza, ocultan su enfermedad a la gente, necesariamente el modo de aludir a ella será a través del vehículo del lenguaje metafórico. Nos dice que si a los pacientes de cáncer se les habla de su enfermedad con circunloquios, no es por el hecho de que tengan ciertas probabilidades de morir, porque también las tiene un convaleciente de un ataque cardíaco y sin embargo a éste no se le oculta ese riesgo de muerte, sino porque el cáncer tiene aún un carácter obsceno para la sociedad, en el sentido original de obsceno: de mal augurio, abominable, repugnante para los sentidos.
Los casos en los que la tuberculosis se muestra en la literatura son muchos y conocidos, de La montaña mágica a los citados Diarios de Kafka, y aparece siempre como una enfermedad unida a la pobreza o las privaciones, y no obstante, con un prestigio social: pensemos en el desván de Mimí en La Bohème, o en la tuberculosa Margarita Gautier de La dama de las camelias, que vive en el lujo pero espiritualmente es una paria. La tuberculosis es una enfermedad que la literatura ha retratado unida o bien a las clases más bajas o bien a las muy altas, preferentemente a la aristocracia. Cuando Borges decía algo que a algunos y a algunas escandalizaba, “la pobreza tiene un prestigio asociado”, se refería precisamente a esto, a la pobreza tal como ha sido metaforizada en la literatura, prestigio del que la tuberculosis sólo es un componente más en la ecuación. O pensemos en la pequeña Eva de La cabaña del tío Tom, o Smike en Las aventuras de Nicholas Nickleby, donde Charles Dickens describe la tuberculosis como “la aterradora enfermedad que refina la muerte quitándole sus aspectos más groseros”. O cómo Henry Thoreau, que tenía tuberculosis, estetiza su futura muerte, y dice: “la muerte y la enfermedad suelen ser hermosas, como la fiebre tísica de la consunción”. Estetización y prestigio de la de la delgadez tísica que, como resulta evidente, llega hasta nuestros días en la moda, tanto de importantes como de populares marcas de ropa.
El cáncer, por el contrario, es una enfermedad sin glamour, tanto en la literatura como en el imaginario popular asociada a las clases medias y a su vulgaridad estandarizada, o a nuevos ricos que nadan en la opulencia sin saber usar su dinero y que, por lo tanto, toman hábitos alimenticios indeseables o llevan una “vida poco sana” —tu enfermedad como pecado, como producto de una falla moral—. Compárense aquellas palabras de Dickens acerca de la refinada muerte por tuberculosis con las atormentadas escenas de cáncer en Del tiempo y el río, de Thomas Wolf, o de la hermana de Gritos y susurros en la película de Bergman. Aunque en ningún momento se dice —y quizá por eso mismo—, parece claro que la muerte del Ivan Ilich de Tolstoi es por cáncer abdominal, ocultación de la enfermedad que es metáfora de la mentira que es su vida entera. O el funcionario sexagenario de la película Ikiru, de Kurosawa, que avergonzado, presenta su renuncia en el trabajo al saber del cáncer de estómago que padece —no se siente digno de seguir sirviendo a la sociedad—.
Observemos que metafóricamente la tuberculosis es una enfermedad asociada al tiempo, una enfermedad que espiritualiza al que la padece y sobre la que el paciente levita o galopa. Sin embargo la alegoría del cáncer es bien otra: patología asociada no al tiempo sino al espacio, a células que colonizan tejidos, sus metáforas principales hablan de conceptos territoriales: se dice que el cáncer “se extiende” o que “prolifera”, y su consecuencia más temida, aparte de la muerte, es la mutilación o la amputación de una parte del cuerpo. Sin embargo, y sobre todo a través de la literatura, la tuberculosis ha sido asociada a las partes superiores del cuerpo, a los pulmones, al aire, a las zonas que supuestamente están espiritualizadas, mientras que el imaginario popular y la literatura asocian el cáncer a las partes interiores, más oscuras y bajas del cuerpo (colon, vejiga, recto, próstata); eso por no hablar, en el caso de la mujeres, del cáncer de mama o útero, unido a toda clase de incongruencias que tiene que ver con incapacidades de orden sexual o de crianza de niños, y en los varones el cáncer de testículo, asociado a mitos acerca de la virilidad. Esto, nos dice Sontag, es porque metafóricamente los pulmones siempre han representado las alas del alma, son lo que hace que el alma flote y no se hunda en al océano de las bajas pasiones de la vida, y sin embargo los órganos a los que suele atracar el cáncer pertenecen a escondidas, confusas, sanguinolientas e innobles vísceras.
Así, hacer lírica de la tuberculosis, propiciarle muertes decorativas, fue tarea de los románticos; por el contrario, pocos autores se atreverían incluso hoy a hacer del cáncer materia de decoración, estetizarlo, sus metáforas se hallan asociadas con la pura degradación, no en vano se dice que el enfermo entabla una “lucha”, una “batalla” contra el cáncer como quien se enfrenta a una verdadera invasión alienígena, a algo que no nos pertenece, a algo que viene desde fuera de nuestra supuesta naturaleza. En ambos casos, el modo de sentimentalizar la muerte es el mismo que ya estaba en los textos clásicos, tanto en la Iliada y en la Odisea como en la Biblia: al enfermedad como castigo sobrenatural, como algo irreparable. Destino fatal que, en sí mismo, ya es de por sí otra metáfora.
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