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La epifanía

Los versos de «Fairytale of New York», aquellos que dicen en su segunda estrofa “tengo la sensación de que este año es para nosotros, / puedo ver tiempos mejores / donde nuestros sueños se hagan realidad”, son tan tristes porque sabemos que no son verdad. Quien los canta acaba de salir de la celda de los borrachos y se viene arriba tras un golpe de suerte.

The Pogues, el grupo que demostró que se podía seguir siendo punk debiéndole mucho a la música tradicional irlandesa, nos dejó en 1988 el himno de las navidades menos convencionales, un cuento sobre enamorarse, odiarse, decepcionarse y, a pesar de todo, no arrepentirse por entregarte hasta el final.

En la canción colaboró la malograda Kirsty MacColl, acompañando al vocalista de la banda, Shane MacGowan, excesivo y casi siempre roto, pero a pesar de ello incisivo y digno, el mejor letrista de su generación, según Bobby Gillespie. La palabra emoción se hizo patente cuando el tema fue interpretado por los amigos de MacGowan en su funeral.

Fue hace apenas un año, fue como el momento cumbre de una de las primeras películas de Stephen Frears. «Fairytale» nos habla sobre esos planes destinados a fracasar que surgen por la esperanza de un ligero claro entre demasiados días de tormenta: ojos vidriosos recuperando el norte por unos instantes para acabar de perderse de nuevo en la niebla. Una enmienda que conmueve porque es completamente sincera hasta que se olvida.

"La Navidad es ese tiempo donde nos quedamos a solas ante el espejo y nos permitimos la valentía de observar nuestras faltas pero también de enunciar sus cambios"

Tener defectos no significa no dejar de luchar, incluso sabiendo que se va a perder. La Navidad también va un poco de esto. Más allá de su naturaleza religiosa o sus facetas sociales y comerciales, la Navidad es ese tiempo donde nos quedamos a solas ante el espejo y nos permitimos la valentía de observar nuestras faltas pero también de enunciar sus cambios.

En una vida lineal, trágicamente lineal al conocer no el cómo ni el cuándo, pero sí la certeza de un punto final al que nos dirigimos sin descanso, la circularidad nos resulta grata. Que cada año se sucedan las estaciones, que existan hitos, muchos de ellos relacionados con los antiguos ciclos de la cosecha, nos marca un sendero conocido, un asidero al que agarrarnos.

De todas esas ocasiones, la Navidad es la más patente, la que tiene una singularidad más propia o al menos la que ha conseguido sobrevivir al deslinde de nuestra dependencia de lo agrario. Cada vez que llega nos rememora la calidez del hogar frente a la inclemencia o la virtud de lo compartido con la familia, la biológica, o aquella construida mediante la amistad. Es un buen lugar para poder detenernos un par de semanas y sentirnos a salvo.

"Recurrimos a los buenos propósitos no porque en el fondo nos importe tanto perder peso o aprender un idioma, sino porque necesitamos sentir que aún tenemos tiempo por delante"

Si la vida al principio transcurre con lentitud y hasta su cúspide al menos con holgura, pasada la primera mitad todo empieza a tomar una velocidad terrorífica. Los meses, que en la infancia parecían llanuras inexpugnables, se suceden a un ritmo vertiginoso. Es entonces cuando la parada navideña se hace, a pesar incluso del escepticismo, desde la necesidad.

Y en ese lapso es cuando nos damos cuenta de que quien va perdiendo hojas no es el calendario, sino que somos nosotros los que las vamos dejando por el camino. Recurrimos a los buenos propósitos no porque en el fondo nos importe tanto perder peso o aprender un idioma, sino porque necesitamos sentir que aún tenemos tiempo por delante, que el porvenir es más amplio que la nostalgia.

Gabriel Conroy, el protagonista de Los muertos, es tan irlandés como MacGowan y cree estar enamorado de su mujer, Gretta, de una forma tan sincera como quien canta «Fairytale of New York». Es, eso sí, mucho más cabal que el líder de un grupo punk, entre otras cosas porque es un crítico literario de clase media del Dublín de principios del siglo XX.

"Los muertos sigue conmoviendo cien años después de ser escrito porque nos sitúa ante el disruptivo poder de las revelaciones"

Conroy, personaje principal de la última historia de Dublineses, el libro de relatos de James Joyce, acude, como saben, a la velada que sus tías, las hermanas Morkan, dan el 6 de enero, día conocido en la tradición cristiana como la Epifanía de los Reyes Magos. La cita transcurre sin otro particular que el baile, la cena y el discurso de agradecimiento de Conroy a los que allí se han reunido.

Al acabar la fiesta, cuando casi todos los invitados se han marchado, un tenor interpreta una canción que congela a Gretta en mitad de las escaleras, en ese trayecto previo a tomar el abrigo. La escena, que sucede, como el resto de acontecimientos, con la ligereza del imprevisto, acaba desencadenando una confesión que afectará profundamente a Conroy, en un pasaje final que es justo leer en las palabras de Joyce o ver traducido a imágenes en la película rodada por John Huston al final de sus días.

Los muertos sigue conmoviendo cien años después de ser escrito porque nos sitúa ante el disruptivo poder de las revelaciones, destellos inesperados que son capaces de alterar no sólo cualquier propósito, sino la percepción que tenemos de nosotros mismos y de nuestro periplo, si este ha merecido tanto la pena tanto como pensábamos. Mirarse al espejo en estas fechas, mirar por la ventana de un hotel en noche cerrada, devuelve imágenes que no todo el mundo está dispuesto a enfrentar.

"Estos días, la Navidad, deberían acabar siempre con una epifanía"

El amor, los vínculos, la ideología, el éxito profesional, la seguridad en uno mismo se tambalean en este relato al verse sacudidas por lo insospechado. No es lo que cuenta Gretta, es cómo le hace sentir a Gabriel y, por tanto, a nosotros mismos que le acompañamos desde el otro lado de la página. Todo lo que pensaba que había construido, todo lo que pensaba que era, palidece ante la larga sombra de un recuerdo.

Entonces surgen los celos, la duda, una patente inseguridad, una incertidumbre que se resuelve en dos párrafos y una sensación: “el aire de la habitación le heló los hombros”. A partir de ahí, Gabriel es otro, menos encerrado en sí mismo, más generoso ante lo que siente, más consciente de lo que iguala a todas las existencias. Y esto, tan complicado de describir, Joyce lo resume en una sola frase, ya adelantada imperceptiblemente en el texto: “los periódicos tenían razón: nevaba de igual modo sobre toda Irlanda”.

Estos días, la Navidad, deberían acabar siempre con una epifanía. Una, al menos, que nos aclaré un poco mejor quiénes somos nosotros y quiénes son los demás, los que permanecen y los que se fueron, los que somos y los que serán.

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