A sus cuarenta y tantos años, Leonor había pasado por casi todas las secciones del periódico: noticias locales, regionales, economía, cultura. Sobre lo único que no había escrito era sobre deportes, y deseaba hacerlo; no porque le interesaran el fútbol ni el baloncesto, sino porque la colectividad se reflejaba en ellos. Deseaba ser la periodista total: retratar a la sociedad en su conjunto, por simples o anodinos que fueran los textos que le encargasen. En el fondo, todavía soñaba, como tantos, con escribir el gran reportaje que se publicaría en forma de libro cual si fuera una novela. Pero ¿sobre qué escribir…? Lo pensaba a menudo al viajar en el autobús, al comprar en el súper, al caminar por las calles… Mas, cuando creía tener el tema, éste se desvanecía unas jornadas después: no era demasiado brillante, ni demasiado original, ni demasiado actual…
En esos momentos, le entraba ansiedad y se decía a sí misma: «Pero ¿soy tonta? ¿Qué hago pensando en mí como si los demás no existieran?». Y entonces, como aquella tarde de domingo, iba al despacho de Jaime, que redactaba una demanda, lo besaba en la sien y le preguntaba: «¿Cariño, te queda mucho?». Y cuando él le respondía que sí, decidía llevarse a los niños y sacar a pasear a su padre viudo, que se sentía muy solo desde el comienzo del confinamiento.
Lástima que aquella tarde de junio el cielo amenazara lluvia y soplara un vientecillo de tormenta. Habían quedado con el abuelo bajo los porches de la avenida de la Democracia, y a los pocos minutos de comenzar el paseo cayeron las primeras gotas. «¡Metámonos en el Gran Café!», propuso el abuelo.
El Gran Café del Comercio bullía de gente. Menos mal que justo al entrar ellos se levantó una familia de la mejor mesa, junto al ventanal modernista. Leonor y el abuelo se acomodaron frente al cristal, mientras los niños saltaban sobre sus sillas de espaldas a la calle, con las chuches que acababan de comprarles. A los pocos minutos la lluvia arreciaba en la vía del Progreso y las aceras se habían quedado vacías. Estallaban en el cristal los gotarrones, y un vaho fino comenzaba a empañarlos.
El anciano levantó el bastón señalando al otro lado de la calle. ¿Veis ese hotel, niños? Es el Continental. Allí, cuando yo era joven, se alojaban los grandes toreros, las actrices de Hollywood y hasta famosos escritores… Al oír a su padre, Leonor recordó sus lecturas juveniles de las crónicas de Hemingway, reunidas en Enviado especial.
—Pero también sucedió algo terrible… —prosiguió el abuelo—. Vuestra madre era pequeña, el tío Nicolás aún no había nacido. Lo recuerdo muy bien: el verano comenzaba, brillaba el sol, hacía calor —Leonor escuchaba a su padre y dedujo que sólo podía tratarse de 1974—. Yo paseaba con Mamá de la mano frente al Continental cuando, cuatro metros por delante de nosotros, cayó un cuerpo —los niños se habían quedado helados. Mascaban lentamente las chuches, atisbaban al abuelo en silencio—. Me acuerdo que la cabeza, al romperse, sonó como una sandía que se partía por la mitad. A continuación, vi el cadáver con un charco de sangre alrededor; entonces, cogí a vuestra madre en brazos y eché a correr en dirección contraria para que no lo viera…
—¡Ostras!, creo que me lo contaste, Papá —exclamó Leonor—, pero no me acordaba… ¿Quién fue el suicida…?
—Solo recuerdo que al día siguiente miré el periódico y venía una pequeña noticia: “Se arroja desde la azotea del Continental un joven de veintitrés años”. A continuación ponía unas iniciales, pero poco más… —respondió el abuelo.
Había parado de llover, se desempañaron los cristales. La vía del Progreso se llenó de gente una vez más, como si la lluvia hubiera sido un ensueño del pasado, de aquel verano olvidado de 1974. La mente de Leonor imaginó las calles con adoquines, los raíles del viejo tranvía, los viandantes vestidos al estilo de los años setenta. Ella llevaba un vestido de nido de abeja con enagua, unas merceditas de charol y dos coletas a los lados. Su padre vestía aquel elegante traje marengo y su corbata de grandes rayas.
De pronto, el cuerpo cae frente a ella. Es un chico joven con camisa de manga corta ajustada y pantalones acampanados, con el pelo largo y moreno que le cubre las orejas, de las que, ahora mismo, sale sangre a borbotones. Su padre la levanta del suelo y, ¡sí!, se la lleva, se la lleva a toda prisa mientras la gente se arremolina en torno al cadáver. Al poco tiempo suena la sirena de los grises…
—¡Jaime, ya lo tengo, ya lo tengo!
—¿Qué tienes? —replica a Leonor su marido—.
—¿Pues qué va a ser, hijo mío? ¡El libro, el gran reportaje!
—¿Otra vez andamos con las mismas, Leonor…?
—¡No, esta vez creo que es la definitiva, ya verás…!
Jaime está cansado, acaba de terminar de corregir su demanda. En el pasillo, los niños gritan y ríen mientras se ponen los pijamas.
—Pues eso, que mi idea es documentarme al máximo y contar la historia, la verdadera historia de un joven cualquiera, de un joven sin historia que vivió en la dictadura pero que nos representa a todos: podría haber sido abogado como tú, o periodista como yo. Ahora estaría a punto de jubilarse. Sin embargo, decidió desaparecer… Irse de este mundo… Voy a averiguar en la hemeroteca del periódico quién fue. Buscaré a sus padres, si todavía viven… a sus hermanos, a sus amigos del colegio o de la universidad, a sus profesores, a la última persona que habló con él… ¡Ya verás, además será entretenidísimo! Igual encuentro a un comisario de los grises que lo acosaba, o a una exnovia por la cual se quitó la vida, ¡quién sabe! Sin darme cuenta, al contar la historia de ese pobre chico, ¡me saldrá una novela sobre la sociedad tardofranquista en su conjunto!
Conforme Leonor hablaba, la expresión de Jaime se iba agriando.
—¡Para, por favor, no sigas! ¿Me estás diciendo que solo para escribir tu gran reportaje vas a desenterrar la desgracia de una familia? ¿Quieres decir que vas a recordarles la tragedia a sus padres, hermanos y amigos? ¿Que vas a destapar el motivo oculto del suicidio? Pues solo te digo una cosa: ¡serás una escritora carroñera que te alimentarás del cadáver de ese pobre chico!
—¡No estoy en absoluto de acuerdo! —respondió Leonor enojada—. ¡Ah!, y si soy una carroñera imagino que no querrás dormir conmigo, no sea que te pique… ¡Te ruego que duermas en el cuarto de invitados. Si no, seré yo quien lo haga! —salió del despacho de Jaime dando un portazo.
De madrugada, en la soledad del dormitorio, escuchando los sonidos quedos de la noche, seguía dando vueltas al gran reportaje. ¿Realmente era inmoral recordar, destapar la muerte de aquel joven olvidado, de aquella sombra del pasado? ¿Era una carroñera por aprovecharse de él para crear literatura? ¿Dañaría en exceso a su familia y amigos? «¡Seguro que no, seguro que lo tendrían más que asumido…!», se dijo con seguridad; pero, a continuación, notó ese ligero malestar, ese dolor de cabeza, esa taquicardia que había sentido otras veces. En medio del silencio, ladró un perro.
Durante los días siguientes continuaría dándole vueltas a la cabeza mientras viajara en autobús, cuando comprara en el súper, mientras caminara por las calles… ¿Habría encontrado al fin el gran reportaje…?
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