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La escritura alucinada

La escritura alucinada

Fiel al espíritu de Dante, escribiendo desde la mitad del camino de la vida, Matías Miguel Clemente propone en este poemario reflexionar sobre lo que nos ha marcado, sobre lo que hemos conseguido y lo que nos escapó, y festejarlo. Sus versos piensan sobre el milagro creativo en todas sus facetas, sobre el descubrimiento total del propio sentido de existencia… 

En este making of, Matías Miguel Clemente desvela el proceso creativo de su poemario Una arena tan sensible (La Bella Varsovia).

***

Este cuadro [foto de portada] de Giacomo Rosso pertenece a la exposición permanente de la Galería de Arte Moderno de Turín, la GAM. Su título, La celda de las locas, no deja nada a la libre interpretación, es absolutamente fiel a lo mostrado en la tela. Se trata de lo que vemos: una celda con un buen número de monjas y novicias que intentan sostener a una de ellas que parece haber perdido la cabeza. El gesto de la loca es desesperado, pero al mismo tiempo es ausente, como la mirada de cualquier loco. No está allí, aunque algo la empuja a forzar el físico para permanecer, y así cerciorarse de cualquier cosa que no sabemos. Está alucinada. Sin embargo, una figura ata su mundo al nuestro: otra monja que mira hacia el mismo sitio que ella, validando la dialéctica de la locura, y lo que es más inquietante, una serie de siluetas informes y oscuras al fondo, que nos hacen partícipes de esa demencia. Al igual que ella, también nosotros estamos locos porque vemos esas sombras flotantes, esas presencias que inauguran un mundo solo apto para alucinados.

Les traigo este cuadro porque el primer poema de Una arena tan sensible tiene el mismo título que la pintura y habla, además, de piedras:

Cómo llega una piedra a un lugar nuevo
sin que las demás piedras no se alteren.
Donde nada hay nada es alterable
pero una piedra avanza y eso es algo.

Seguramente podamos establecer un centenar de concomitancias entre la figura de la piedra y la locura. Empezando por esa Extracción de la piedra de la locura del Bosco, en la que el enfermo expresa: Maestro, quítame pronto esta piedra; y desde ahí, hasta el celebrado libro de Alejandra Pizarnik, nos inundan las imágenes en las que lo inerte, aquello que choca en su dureza, o el carácter disforme de la piedra, nos conducen a la imagen del tarado. Estas piedras del poema actúan como una comunidad entera de pequeñas locuras ante las que surge una nueva, una visita desconocida que viene a quedarse; una más, una manía más, una chaladura más, otra chifladura (léase en el libro de Lola Nieto, La isla desnuda, la etimología de chiflado: quien está loco tiene un silbo en el cerebro). En este caso y en este poema, o quizá en todo el libro, la locura no es esa patología que hace del artista un ser privado de juicio, sino un estado de alucinación ante lo que nos rodea, una ebriedad, un entusiasmo que nos hace recogernos en nosotros mismos y cantar. Eloy Sánchez Rosillo dice en un poema excepcional, titulado La luz, aquello de “entonces cantas, cantas” al intuir esa fiebre del entusiasmo, de la alucinación.

"Lumbre viene del latín luminen, que es luz; por lo tanto, lumbre y alumbrar serían, tanto dar luz, como fuego, y eso es fundamental para la forma"

Y creo poder confesaros que del choque de unas piedras, precisamente, nace este libro. Pensemos en una mañana de instituto, en la observación detenida de una exhibición lítica para alumnos de la ESO. Ahí encuentro un motivo claro, el punto de fusión que necesitaba con los poemas que estaba escribiendo, un encaje adecuado a todo aquello que llevaba años macerando y que empezaba a tener un tono. Ver crear fuego con unas piedras y con un hongo seco, con el mismo material con el que se hiciera hace miles de años, con los mismos golpes, y con la misma técnica… Ese sonido, ese golpeteo rítmico, atemperado, ese crepitar de las chispas se metió dentro y creó la hoguera necesaria. ¡Oh, Dios mío! —me dije— ¡Es el mismo sonido que oirían los ancestros! Lo estamos oyendo como se oye una tormenta que se acerca! ¡Estamos escuchando un directo de hace 1.400.000 años! ¡El concierto originario! Y juro que los golpes, creedme, tenían, en su contacto, el misterio de un silencio ya perdido. Tuve durante unos segundos metido en los huesos el dolor de la intemperie, la crecida remota del despojo, el silencio que precede al fuego, el silencio, sí, que precede al poema.

Y de ahí, de ese fuego, alumbrar. Lumbre viene del latín luminen, que es luz; por lo tanto, lumbre y alumbrar serían, tanto dar luz, como fuego, y eso es fundamental para la forma. Todo lo que nos rodea tiene una forma y esta, si nos trasciende, lo hace a través de la luz. Pienso en la caverna de Platón y en la necesidad de alcanzar, con un rapto, la luz después de ver las sombras, o en la física cuántica al imaginar que todas ellas nos contienen en tiempos y espacios remotos, o sencillamente en un alumbramiento como algo que está naciendo. La luz determina la fluctuación de los colores, y en Una arena tan sensible el color es también un punto de referencia: el blanco, el cárdeno, la negrura, el ocre del óxido o el de la piel de un zorro. Así la luz y el espacio nos dan la trascendencia, decía el bueno de Claudio Rodríguez, en su caso sobre la tierra castellana. Un ser, alucinado ante el objeto, su espacio y la luz, podría quedarse un rato observando durante minutos un sencillo croissant o un tenedor.

A mí me pasa.

Estos poemas están continuamente llamando al metal, al hierro. Podríamos decir que el metal es la forma domesticada de la piedra, la forma viva, quemada y moldeada, como símbolo de la potencialidad de lo inerte en un proceso vivo como es la creación. De ahí la cantidad de metal, de óxido, de ferrallas, de robín, que a veces aparece en el libro. El hierro, decía, su sonoridad estática, me empuja a pensar en el poema como un elemento que sufre el mismo proceso: la deformación del lenguaje, la torsión y la reducción de la palabra bajo el calor del golpe en la fragua. Y tras la concatenación de los impactos aparece el elemento básico de cualquier poema o de cualquier obra de arte: la forma.

"Criar y crear comparten la misma raíz, que tiene como significado producir algo de la nada. En este libro me ha sobresaltado y conmovido esa idea, que es mágica en esencia: la creación parte de la nada"

De la importancia de esta última se entiende una de las citas con la que se abre el libro: La experiencia solo ocurre a partir de la forma. Se trata de una cita de Richard Serra, que la trabajó sobre el metal de una manera magistral y mágica. No hay ningún tipo de experiencia artística, ya sea desde el punto de vista del creador como del espectador-lector, que no esté determinada por la forma del objeto artístico, pero ¡ojo! el objeto no tiene por qué ser algo tangible, puede ser un objeto interior, una intuición que proviene de las miles de formas que tenemos ya aprehendidas. Un recuerdo es una forma, una imagen mental también lo es. Ahí está contenido el poema, en el negativo que resulta de poner la palma de la mano en la arena. Tenemos ya una terna completa para la vivencia del arte: objeto, luz y ser alucinado.

En Dreno, el anterior libro, la forma era algo que determinaba tanto la apariencia del poema como su sintaxis, dura, tensa, picuda, como la propia caja de los poemas —objetos rectángulos perfectos—. En este libro, sin embargo, está —tanto en la propia composición del verso, como en el contenido— en los objetos que aparecen y que determinan el estado y el fulgor del poeta: así, las ya mencionadas piedras, la quietud de los objetos, las cerraduras, la forma del agua, muñecas romanas, libélulas, zorros, pájaros, abejas, caballos, iglesias (La Consolata de Turín), etc. En definitiva, objetos que van a provocar a la mirada del que piensa en las creaturas alumbradas.

"¡Qué intriga! Qué luz se desprende sólo de esa palabra, criaturas. ¡Qué misteriosas! ¡Quiénes son! ¡Qué son! ¡Quién las ha alumbrado! ¡Qué idioma puede contener tanto misterio!"

Criar y crear comparten la misma raíz —creare—, que tiene como significado producir algo de la nada. En este libro me ha sobresaltado y conmovido esa idea, que es mágica en esencia: la creación parte de la nada. Su génesis viene de la blancura más absoluta, sin fluctuaciones ni alteraciones. Sin embargo, deriva en algo vivo, latente, algo que tiene una vitalidad propia, una identidad, un riego interno, como es el sanguíneo en su enigmática corporeidad. De esa nada que hay entre las piedras, de la unión y la fricción de las mismas, de ahí el fuego. Y del fuego aunque destructor, generador del movimiento. Pero es un movimiento devastador, dar lumbre de nuevo, dar luz, calor que abrasa. San Juan de la Cruz dice en el Cantar del alma que se huelga de conocer a Dios: “Aquí se está llamando a las criaturas y de esta agua se hartan”. ¡Qué intriga! Qué luz se desprende sólo de esa palabra, criaturas. ¡Qué misteriosas! ¡Quiénes son! ¡Qué son! ¡Quién las ha alumbrado! ¡Qué idioma puede contener tanto misterio!

¿La palabra de quién te ha contenido?
¿Y la lengua de quién te ha comprendido?
¿Acaso habrá corazón que te haya alcanzado
y ojo que te haya divisado?

Esto lo dice Yehuda Halevi, poeta sefardí que se pregunta por esa palabra y esa lengua que haya podido encerrar al canto imposible por enorme y bello, ese canto que no tiene origen. Pues la palabra tiene esa posibilidad de ser creatura y de hartarse de beber de esta realidad que los alucinados advierten, con esa máscara que nos tuerce la visión, como esos recolectores de Pieter Brueghel el viejo, en los que siempre pienso cuando trato de dar forma al alucinado trabajando la existencia. Pero ¡ojo! como dice Antonio Cabrera: el que busca secretos no sabe ver las cosas, nada está oculto. Todo está al descubierto.

Y, así, con estos trabajadores os cito para el último poema del libro, Aleación, en el que llamo a los oficios del metal. Los convoco a que la labor de la palabra no nos abandone, a que cuiden de ese sonido de golpeteo que se produce en la fragua, donde la música, el alumbre, la deformación de la piedra y de la palabra dé como resultado el poema. Que cada poema nos ofrezca a un poeta distinto, diferente. Que el mismo oficio: herrero-poeta, tenga la fluctuación de luz necesaria para que todos sean imprescindibles. Son los poetas los cronistas de nuestro paso trémulo y cadencioso, aquellos que nos desvelan la realidad atendiendo a lo que tienen a mano, los que son capaces de ver la forma de las cosas descansando de sus aristas en una arena sensible, tan sensible.

Debemos obediencia a las aleaciones
porque de ellas viene este furor,
este fundirse todo en un aullido.

Herreros, sopladores, escultores
del vértigo enlatado
en un único golpe de relámpago […]

[…] tenéis en vuestro aliento un paradigma:
el de cuidar de todas nuestras voces

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Autor: Matías Miguel Clemente. Título: Una arena tan sensible. Editorial: La Bella Varsovia. Venta: Todos tus libros.

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Maria Sonia Quevedo Hoyos
Maria Sonia Quevedo Hoyos
1 día hace

“Cómo llega una piedra a un lugar nuevo
sin que las demás piedras no se alteren.
Donde nada hay nada es alterable
pero una piedra avanza y eso es algo“

Fascinante! Gracias