Amores torcidos pretende, ante todo, ser una buena novela. Ni más ni menos. Que cuando el lector la termine haya modificado su percepción sobre los vínculos que nos unen a todos, aunque ese cambio apenas dure unas horas. Si la lectura ayuda al lector a entender mejor su propia vida y las repercusiones que el pasado tiene en su presente el éxito será completo. Para conseguir tan difícil pretensión es imprescindible, lógicamente, que el lector termine la novela y que, además, lo haga con interés, sin esfuerzo. Por lo tanto, una de mis prioridades durante los siete años que he tardado en escribir Amores torcidos ha sido que la incertidumbre se mantenga durante todas las páginas del libro, sin descanso y también sin agotamiento. Es decir, que el lector busque en cada párrafo la respuesta a las preguntas que el texto le va planteando y cuyas respuestas abren nuevas cuestiones. Por supuesto las preguntas (¿Quiénes son? ¿Qué ha pasado? ¿Por qué ha ocurrido?) no pueden apoyarse en el aire, deben estar inscritas en un marco que suministre la información adecuada para que el lector se sienta cómodo e inquieto al mismo tiempo.
Siempre me ha interesado, con una mezcla de temor y morbo, el regreso del pasado. Es uno de los temas universales de la narrativa desde los griegos y muestra lo limitado de nuestro poder. El pasado vuelve de maneras inesperadas y cuando menos se lo espera, rompiendo el supuesto control que tenemos sobre nuestras vidas, alterando nuestra percepción de lo ocurrido y nuestra idea de cómo ha sido la vida de quienes, años o décadas atrás, estuvieron a nuestro lado. Escribí sobre ello en el último relato de Actos imperdonables (Bartleby, 2013), titulado “La maldición”, aunque la perspectiva fuera la del acosador. Ahí se encuentra la semilla de Amores torcidos. No recuerdo cuándo decidí seguir por ese camino, porque las ideas se encienden y apagan cada segundo y depende de la decisión de cada uno que crezcan o se desvanezcan entre las neuronas. Esta ganó la batalla. Y tanto: me he pasado siete años con ella a la espalda.
Amores torcidos es solo el título definitivo. Durante el proceso se ha titulado La cándida adolescencia, El reencuentro y, durante años, Doble vínculo, en referencia a una teoría psicológica, elaborada por Gregory Bateson, que explica los orígenes de la comunicación viciada —tal vez desquiciada sea una definición más correcta—. Esa comunicación ambivalente, en la que el amor y el odio, el bien y el mal, se mezclan sin salida posible. El cambio de título también supuso el abandono de la pretensión de escribir una novela de tesis. Incrementé la importancia del personaje de Alicia, y del propio sentimiento amoroso, y añadí luces y sombras a los de Antonio y Martín, creando una relación especular en la que ambos son víctimas y verdugos, verdugos y víctimas, abandonando así ese maniqueísmo que tanto nos gusta en la sociedad actual. Por supuesto, cualquier cambio en una obra con tantas subtramas, y tan implicadas unas con otras, suponía modificar el resto de la novela para que no hubiera fallos de continuidad. También añadí elementos de otros géneros, como el terror, que por ejemplo aparece en las llamadas nocturnas que recibe Martín.
En las primeras versiones era un libro escueto, desnudo, que, además, terminaba rotundamente mal. Era duro, incluso tremendista, pero le faltaban matices y un mayor desarrollo de las escenas. Necesitaba energía expresiva. En verano de 2019 pasé seis horas solo en el aeropuerto de Palma esperando la salida de mi vuelo. Tomé conciencia de que debía leer a escritores modernistas y a sus discípulos: a Faulkner, a Joyce, a Benet, incluso a Marías… Ellos me darían la tonalidad que buscaba. La novela, tras meses de reescritura, pasó al otro extremo y hubo que pulir, hallar el punto intermedio entre la sequedad y el despliegue. Encontrar, en suma, la voz y la distancia que precisaba.
Aún faltaba trabajo. Hace poco más de un año, durante un fin de semana en una Valencia que se debatía si cerrar o no las Fallas, además de contagiarme de covid entre las multitudes, incorporé el epílogo, al menos en bruto. Una de las labores más difíciles ha sido igualar el estilo de lo nuevo a todo lo anterior porque ni mi manera de escribir era la misma, ni lo era mi mirada.
El trabajo de reescritura debe terminar en algún momento. Si no ocurre, puede eternizarse y con él arruinarse tanto la novela como la carrera del autor. Si no llega a ser por Tres Hermanas y por la determinación de su editora aún seguiría dando vueltas.
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Autor: Recaredo Veredas. Título: Amores torcidos. Editorial: Tres Hermanas. Venta: Todostuslibros y Amazon
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