A la izquierda, Kenneth Koch. A la derecha y de espaldas, John Ashbery; a su lado, Frank O’Hara. La imagen la completan Patsy Southgate y Bill Berkson.
«Tal vez no existan días mejores para hablar de la amistad que estos sábados fríos de principios de invierno». Con esa frase abre su epílogo Juan F. Rivero, uno de los cinco traductores que han sacado adelante la extensa antología que el sello editorial Alba ha preparado sobre la obra de los cinco poetas centrales de lo que conocemos como la Escuela poética de Nueva York: Frank O’Hara, John Ashbery, Barbara Guest, Kenneth Koch y James Schuyler. Recojo esta frase con vocación poco caprichosa: más allá de la voluntad de traer a la lengua española a poetas apenas traducidos como Guest, Koch o Schuyler, en el germen de este proyecto late la intención de emular, como si de un espejo se tratase, lo azaroso que vinculó a aquellos cinco poetas en un mismo tiempo y un mismo espacio. Tanto el prólogo del libro, firmado por Gonzalo Torné —coordinador, asimismo, de la antología— como el citado epílogo de Juan F. Rivero apuntan en la misma dirección: la de subrayar la amistad que unía a aquellos poetas y que, del mismo modo, une a sus traductores. De este modo, a la de Juan se unen las miradas de Leonor Saro, Mónica Ojeda, Carlos Recamán y Alejandro Morellón. Como sucedió en Nueva York en los años 50 y 60, este no es más que el punto de partida. Desde aquí se disparan las búsquedas.
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De paseo con Frank O'Hara, por Leonor Saro
Cuando Juan me habló del proyecto de traducir a los poetas de la Escuela de Nueva York, me volví loca de contenta. Tenía un retrato de O’Hara que le compré a un amigo mío artista colgado en la pared. Me había topado con su poema Meditaciones en una emergencia algunos años atrás y había pasado algunos meses obsesionada con su manera aparentemente fácil, acelerada y a veces un poco coqueta de escribir. Incluso había llegado a traducir algunos poemas suyos por placer. Cuando discutimos qué poeta traduciría cada uno de nosotros me abalancé sobre el nombre de O’Hara. Me sentía muy identificada con esa sensación de epifanía que surge en los momentos de transición: yendo a comer un sándwich al salir del trabajo, despertando con resaca en casa de una amiga tras una noche de juerga, detenida en el instante en que un semáforo cambia de ámbar a rojo. Casi siempre, estas revelaciones fortuitas, esta vaguísima sensación de haber descubierto algo sobre el mundo o sobre una misma se desvanecen, o a veces las dejamos marchar porque resultan sencillamente inoportunas. La poesía de O’Hara materializa esos instantes efímeros de conocimiento, pero lo hace con ligereza, como si fuera fácil, riéndose de su propia afectación e incluso fingiendo desinterés. O’Hara pasea por Nueva York “con el corazón en el bolsillo”, pensando en si alguien, entre tantos transeúntes extraños, pensará un poco en él, contaminando la ciudad con su mirada y dejando que la ciudad le contamine. Sus poemas oscilan entre la nostalgia, que se gesta sobre el espacio de la ausencia, y el estímulo constante de las cosas que se imponen con una presencia a veces estridente. Llaman la atención las constantes referencias a todos los detalles más concretos de su vida: rincones de la ciudad, poetas, películas, músicos… pero también pequeños —y a veces desternillantes— detalles avistados en un paseo. Y ese ha sido seguramente uno de los grandes retos de traducir sus poemas. Porque todas estas menciones no son anecdóticas, ni son sustituibles por otros lugares ni otros espacios amados. Revelan una peculiarísima lealtad a las cosas mismas, con su presencia corpórea real, porque, “aunque las cosas puedan ponerse irritantes y aburridas y superfluas / (en la imaginación) / aunque a una manzana de distancia te sientas ausente la mera presencia / lo cambia todo como un químico verde sobre un papel / y todos los pensamientos desaparecen en una excitación extrañamente serena”.
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Leonor Saro (Madrid, 1994) es autora del poemario Babilonia, publicará su segundo poemario en 2021 y ha traducido la correspondencia navideña entre Rainer Maria Rilke y su madre Phia Rilke (Cartas a mi madre por Navidad, Encuentro, 2018).
Traducir a John Ashbery, por Juan F. Rivero
Traducir a John Ashbery es por definición un reto. Se trata de un poeta radicalmente libre en su manera de escribir, y sin embargo capaz de un rigor absoluto en el trabajo de la lengua. Cuando uno llega a él como lector, accede a una poesía en la que todo es trampantojo y desafío, como si las palabras se encargaran de hacernos notar la ilusión que el poema genera a partir ellas mismas. Reproducir ese difícil juego de cristales requiere paciencia y tesón, pero también inventiva y el suficiente arrojo como para despegarse cuando la situación lo requiere en beneficio del sentido o la sonoridad. De hecho, creo que la principal dificultad con la que me he encontrado al traducir ha sido la de preservar el equilibrio entre la audacia lingüística e imaginaria de Ashbery y su extremada precisión para el sentido, a menudo puesta en práctica por medio de anfibologías complicadas de verter al español.
Otro asunto muy interesante ha sido el rítmico, ya que he tratado de reproducir lo más fielmente posible el amplio repertorio de recursos que Ashbery utiliza a la hora de escribir poemas, y que era imprescindible para lograr que el texto emocionase en mi versión. Creo que el uso de un ritmo cuidadosamente elaborado es un rasgo que mi poesía y la suya tienen en común, y de hecho me he sentido muy cercano a Ashbery cuando trabajaba en este aspecto. Ha sido muy divertido, a pesar de la dificultad, traducir a un maestro de la prosodia, capaz de escribir un poema en prosa impresionante como «Para John Claire», jugar al verso contenido en «Una bendición inadvertida» o hacer magia con el versículo en «Grand Galop».
En general, toda traducción me parece una oportunidad privilegiada de lectura. Uno puede —y debe— leer un pasaje dedicándole el tiempo que haga falta, así como documentarse con respecto a fragmentos especialmente ricos u oscuros, a fin de desenredar y extender el rizoma lingüístico de los poemas. Para mí, que además solo traduzco cuando verdaderamente me apetece, como en este caso, se trata de una actividad muy provechosa, no solo como lector diletante, sino como lector-escritor.
Por último, y en relación también con lo anterior, me ha interesado y divertido mucho la oportunidad de traducir en equipo, y más aún con amigos escritores como Alejandro, Mónica, Leonor y Carlos. Me parece que, en cierto modo, ahora les entiendo mejor como lectores, y en ese hecho anodino en apariencia —el de entender alguien mejor como lector—, hay algo enormemente íntimo y hermoso.
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Juan F. Rivero (Sevilla, 1991). Es autor de los poemarios Canícula (2019) y Las hogueras azules (Candaya, 2020).
Las abstracciones de Barbara Guest, por Mónica Ojeda
Apenas había leído a Barbara Guest cuando me encargaron la traducción. Partiendo de este lugar, para mí significó un reto; no solo porque no conocía en profundidad su obra, sino también porque el acercamiento a unos cuantos poemas sueltos que me servía para entender que se daban una serie de implicaciones rítmicas, simbólicas o metafóricas que yo sabía que se iban a escapar, a priori, de mi mano. De entre todos los poetas de Nueva York, quería traducir a Barbara Guest porque hacerlo también suponía una oportunidad para acercarme en profundidad a la obra de esta poeta abstracta. Sus poemas son fabulosos en un sentido amplio del término, también por lo desconcertantes que pueden llegar a ser. Con frecuencia rompe la gramática o la sintaxis, salta entre espacios disímiles, de prados a elementos arquitectónicos; todos esos elementos resultaban estimulantes. Asumí, pues, la traducción con la complejidad que ella implicaba. Comencé a leerla despacio, en un primer término para asimilarla fonéticamente, a un nivel puramente sensible. Más tarde, en la relectura, ya empecé a tomar notas acerca de sus imágenes y de aquello que los poemas provocaban en mí: fue entonces que empecé a jugar con la traducción.
En el caso de Barbara Guest es muy importante el sonido pero también lo es poder captar su agramaticalidad en el sentido que ella trataba de establecer dentro del poema: su objetivo era particularmente sensitivo y a través del empleo de esa agramaticalidad buscaba transmitir una cosa muy específica. El reto era que estos elementos, trasladados al español, mantuviesen el sentido de lo que Barbara Guest quería hacer con el lector. Como es obvio, no es lo mismo traducir a poetas de índole más conversacional que hacerlo con la poeta abstracta. El proceso, intelectualmente, fue gratificante y retador.
Por otra parte, veo la traducción como una forma de creación. Con esto no quiero decir que los traductores seamos los autores, dado que eso no es cierto, pero sí que jugamos a llevar la creación de un autor o autora a una lengua que no trabajaba, y que en ese paso de una lengua a otra hay que tomar decisiones creativas. De hecho, antes me he llamado traductora, pero lo cierto es que no lo soy: he ejercido la traducción para este libro. Sin embargo, creo que el conocimiento de la creación literaria y de la lengua han sido puentes facilitantes que me han permitido acercarme a Barbara Guest de una forma seria y respetuosa con su trabajo. Todas las decisiones creativas que pude tomar, pues, no estaban supeditadas a lo que yo quería hacer con los poemas, sino a lo que Barbara Guest quiso hacer entonces con ellos, en el momento de su escritura.
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Mónica Ojeda (Guayaquil, 1988). Es autora de las novelas La desfiguración Silva (2014), Nefando (Candaya, 2016) y Mandíbula (2018); los libros de poemas El ciclo de las piedras (Rastro de la Iguana, 2015) e Historia de la leche (Candaya, 2020) y el libro de relatos Las voladoras (Páginas de Espuma, 2020).
El arte de la traducción, por Carlos Recamán
Para traducir un poema de Koch es deseable tener
un perfecto estado físico, aunque no es fundamental. Ignoro si Keats tradujo algo,
pero en tal caso lo haría lastrado por una salud débil; y todo traductor millennial
debe afrontar el dolor de espalda que causa un mobiliario inadecuado en el espacio de trabajo.
La salud mental no es necesaria para traducir la belleza poética, y desde luego
aceptar un proyecto tan disparatado como una traducción grupal denotaría,
para el escritor veterano, una cierta ausencia de ella.
Los intentos de trabajo en grupo, si no se tiene cuidado, pueden convertir al escritor en un soberbio,
sordo a las sugerencias ajenas, carente de todo talento. Tal vez Yeats lo demostrase, o tal vez escribiera siempre a solas; ¿acaso alguien lo sabe a estas alturas de la Historia? Tal vez
Sófocles compusiera sus terribles dramas épicos denostando a sus conciudadanos en el ágora de Atenas, pero esto solo es una teoría y, sea verídica o no,
lo cierto es que gustaba de beber vino y bailar durante noches enteras. Está bien beber alcohol durante una traducción,
siempre que no se haga en exceso, y es posible que te beneficie a la hora de confraternizar con el resto de tu grupo. En cuanto a la marihuana,
hay quien asegura traducir bien bajo su influjo,
pero es preferible reservarla para mantener a raya la ansiedad. Por lo que se refiere al sexo y el resto de placeres de la carne,
tendrás que averiguarlo por tu cuenta.
Se diría que existe un modo concreto en que uno debe traducir, mantenerse
próximo a la intención original de los autores (no mediante la literalidad, no mediante un estudio concienzudo de la obra: traduciendo
con el corazón). Y por eso es buena idea tener
amigas que traduzcan a tu lado, que sufran lo que estás sufriendo y que te apoyen cuando entiendas de repente que habías malinterpretado los últimos siete versos.
Deberían tener habilidades que tú no tendrás nunca,
que te inciten a seguir subiendo esa montaña interminable que es la poesía psicoanalítica de un obsesivo escritor de Cincinnati que fue a vivir a Nueva York.
Y ya que hablamos de esfuerzos, ¿por qué traducir un solo poema al día? ¿Por qué no muchos más? ¿Por qué no uno cada hora, de ocho a diez horas diarias?
No hay razón para evitarlo, cuando se encuentra próximo el deadline.
¡Oh, traducir un poema épico, como The Art of Poetry! ¡Qué placer y qué agonía,
aunque completar la traducción sea el más dulce de los logros! Algunos se preguntarán:
“¿Cómo se puede traducir un poema épico en este mundo moderno?” Uno podría responder:
“Mira lo pertinentes que resultan sus ideas, ¡explícame cómo puede no traducirse!”, que es algo totalmente distinto a lo que Juvenal dijo de la sátira; y no olvidemos que la épica
es la forma por la que parece suspirar nuestro espacio-tiempo global.
La lírica también forma parte de los poemas de Koch, aunque escondida entre los intersticios del sarcasmo y la distancia emocional, como las flores que nacen
en las grietas de la Gran Muralla China a su paso por la Tierra. Serás un traductor afortunado
si logras dominar sus trucos, y especialmente habilidoso. Deberías leer mucho y no dejar de pensar en la poesía.
Permitir que te absorba la poesía es uno de los grandes placeres de la existencia,
y no deberías sentirte culpable por ello. Todo el mundo se ve absorto por algo.
El marinero está absorto por el mar. El traductor por ese neologismo que no entiende
y no encuentra siquiera en una búsqueda de Google.
Es cierto: no resulta fácil escribir una buena traducción.
La poesía de Koch es juguetona y permite evadirse de la realidad, pero también
puede ser profundamente introspectiva, y no es fácil conjugar estos matices en un texto coherente mientras se mantiene, al mismo tiempo,
un descoyuntado estilo coloquial cuya gramática no debe parecer inglesa ni española sino propia de alguna lengua intermedia, acaso de una inexistente.
En conjunto, a pesar de la dificultad y de las inseguridades, vale la pena.
Resulta tentador ponerse vago o filosófico al reflexionar sobre un poema traducido,
pontificar súbitamente sobre la Universalidad de la Poesía o sobre la Imposibilidad de la Perfecta Sinonimia; pero es mejor evitarlo si es posible, porque si no
cualquier cosa que se diga sonará igual que las demás;
y ni las traducciones ni la vida son así. Y ahora sí: ya he dicho lo suficiente.
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Carlos Recamán (A Coruña, 1991) es autor del poemario La luz de los dormidos (Origami, 2015) y la novela La niebla (Libros.com, 2016).
Breve nota sobre James Schuyler, por Alejandro Morellón
Traducir a Schuyler es asomarse a una realidad que es, al mismo tiempo, familiar y ajena, conocida y exótica, su mirada es próxima pero es oblicua. Su poesía es la de un regreso casi infantil al asombro de la vida, al intento de su explicación cotidiana, ojos que se maravillan pero a la vez ahondan en el misterio de las cosas. En este sentido, traducir a Schuyler ha sido intensificar y vivificar la experiencia cercana y volverla propia, contemplar los paisajes extrañamente comunes y, como escribe en ese magistral poema que es El cristal de litio, comprobar que existe un orden esplendoroso, «un lugar para todo y todo en su lugar».
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Alejandro Morellón (Madrid, 1985) es autor de los libros de relatos La noche en que caemos (2013) y El estado natural de las cosas (Caballo de Troya, 2017), y de la novela Caballo sea la noche (Candaya, 2019).
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Autores: John Ashbery, Frank O’Hara, Kenneth Koch, Barbara Guest y James Schuyler. Traductores: Juan F. Rivero, Leonor Saro, Carlos Recamán, Mónica Ojeda y Alejandro Morellón. Título: La escuela poética de Nueva York. Antología. Editorial: Alba. Venta: Todos tus libros, Amazon y Fnac.
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