De entre mis muchas limitaciones, debo señalar la incapacidad para apreciar una escultura. No una en particular, sino cualquiera; del mismo modo que soy involuntariamente insensible al jazz, a la ópera, a la música clásica. Desde niño, hubiera preferido conmoverme con las bellas artes; ya solo me resta confesar mi cortedad. Me habían invitado a una isla caribeña, cuya existencia misma ignoraba hasta recibir la invitación.
Recibí como alojamiento una estupenda cabaña, con techo de paja pero frigobar y perfecto aire acondicionado; en un resort desierto, con el personal solo presente cuando lo necesitaba. La ventana daba a un mar inmóvil, en el que de vez en cuando emergía algún animal gigantesco, manso, indiferente e ignoto. Varios días después advertí que los isleños lo cazaban y era parte de mi desayuno. El único punto de referencia inteligible era la heladería, una marca naturista, de capitales norteamericanos, cuyos empleados, o dueños de la franquicia, no lo sé, intercambiaban palabras conmigo en inglés (que yo pudiera intercambiar unas palabras en inglés era de por sí un milagro Guinness). De hecho, solo me pedía helado —de achicoria, de sorgo, de mijo—, para conversar. Mac y Koky, los dos heladeros, no eran isleños, habían llegado desde Puerto Rico; e incluso para ellos el calor era abrumador. El delivery funcionaba con una suerte de ambulancia refrigerada: no más de 25 minutos de traslado; de otro modo el helado llegaba sopa.
La noche de mi presentación, descubrí que nadie sabía quién era yo. No era la primera vez. Un hechicero se divierte con mi destino como en un Juego de la Oca, cambiándome de casillero según los dados.
Hice lo que pude, relaté cuentos, respondí preguntas sin relación con mi persona ni mis circunstancias. Mi libro, a diferencia de lo anunciado, no se había traducido al idioma de la isla, ni estaba disponible en cualquier otro.
El intérprete sonreía como si compartiéramos un doble sentido inaccesible al público. En algún momento llegué a asustarme. Para finalizar, me regalaron una escultura de un metro y medio, de vidrio. Era una mujer, de rasgos africanos pero color transparente, con una mano extendida hacia adelante, soplando un beso desde la palma.
Cuando el público se retiró en silencio, le expliqué al intérprete que me resultaría imposible trasladar esa escultura a Buenos Aires. Objetos mucho menos frágiles que aquel se me habían roto sin moverlos de mi casa: la mera idea de abordar el avión con aquella mujer de vidrio era un despropósito.
Lamentablemente el regalo era una muestra de respeto bilateral: tanto el destinatario de aquel honor de vidrio —un servidor—, como su creadora, la escultora más ponderada de la isla, Margaret Vulcungo, debían aceptar la gravedad del intercambio (sic, en el castellano del intérprete). Si yo dejaba la escultura en tierra, lo considerarían un incidente diplomático. Margaret, y los organizadores de consuno, entenderían mi rechazo como un desprecio. En 132 años de independencia de la isla, nunca había ocurrido. Me escuché preguntar, sin ningún interés real en saberlo, de quién se habían independizado. Murmuró una palabra que descifré como “Liberia”; pero no me pareció coherente. Tampoco repregunté.
A lo largo de mis visitas inútiles a sitios improbables yo había recibido toda clase de obsequios que no ameritaban el concepto: agendas de años anteriores, guías de productores de canastos, yuyos no bebibles, insectos muertos, señaladores con insultos personales. Incluso en esos casos, en alguna ocasión me había resultado problemático abandonar el falso obsequio en el hotel, en el aeropuerto o en el barco. Pero nunca como en la isla de los creoles blancos la Providencia me había plantado una emboscada de aquellas proporciones. Mi principal temor era que no me permitieran abordar con la escultura hecha añicos dentro de su bolsa de lona ceremonial membretada.
Ocultar un obsequio no deseado en un espacio rodeado de los anfitriones que lo han dispensado, es como para el asesino desprenderse de la evidencia.
Un libro de mil páginas autografiado, una caja de metal de dos kilos con reliquias de una ciudad, un rompecabezas de cemento que reproduce el rostro del prócer de un país. Cada uno de esos supuestos activos, verdaderos calvarios para el viajero invitado, requieren de un olvido efectivo para no quedar como un ingrato. La escultura de vidrio era un cadáver inocultable. Ni Jack el Destripador hubiera sabido cómo deshacerse de aquel flagelo. Si lo dejaba en la habitación, el conserje me denunciaría. Si lo abandonaba en la calle, la fuerza pública me retendría (había visto a los escasos pero temibles policías; muy similares a los siniestros Tonton Macoutes de Papa Duvalier, pero blancos). Carecía de los suficientes conocimientos catastrales como para esconderlo en algún sitio de la urbe. La jungla, anunciada en las esquinas, apenas a metros del centro, no garantizaba un retorno a salvo del forastero.
Literalmente, me habían adosado a la costilla una pareja de vidrio, permanente e indeseada.
Como si mi cuerpo decidiera por mí, me encontré repentinamente en la heladería Vegado, sorbiendo una crema de almizcle, con el solo propósito de consultar a Koky y Mac cuánto tardaría en llegar una escultura idéntica de hielo al aeropuerto, si podían esconder la de vidrio en uno de los tachos de helado, y el costo del chiste. Ambos deseaban abandonar la isla desde hacía algunos años; pero con el precio de un pasaje podíamos arreglar. Me dejaron el helado de almizcle de cortesía (en cualquier caso apenas si lo había probado, sabía a jarabe de maple).
Mi plan genial era subir con la escultura de hielo a la nave y que se deshiciera en el maletero, envuelta en su ceremonial bolsa de lona. Recordaba un capítulo de Columbo en el que el señor Spock (Leonard Nimoy), villano invitado, evaporaba la prueba del crimen con la misma estratagema.
La escultura llegó indemne al aeropuerto, la subí sin inconvenientes a bordo (a otros pasajeros los obligaban a deshacerse de objetos mucho más pequeños e inocuos), y solo debía rogar a los hados del vudú que el goteo desde el portaequipaje no fuera una catarata insoslayable. Pero nunca hubiera imaginado que Margaret Vulcungo, invitada por un colectivo femenino de artistas porteñas, viajara conmigo a la Argentina, incluyendo la escala en Panamá. ¿Por qué viajaba en avión, si la invitaba un colectivo? Como si Papa Duvalier, un dictador patriarcal, como su apodo lo indicaba, tomara inusitadamente mi causa, Margaret Vulcungo, símil del rostro que yo hubiera imaginado en Jean Austen o Emily Dickinson, ojos celestes, mirada entre melancólica, perdida e inteligente, caballera platinada como la mía, edad indefinida, no tenía la menor idea de quién era yo, ni reparó en que guardaba el occiso encubierto en lona en el portamaletas. Aparentemente, el goteo profuso ocurrió durante la escala, mientras los pasajeros atendían cada uno a la retirada de su propio equipaje. Aterricé en Buenos Aires en paz, en todos los sentidos de la palabra. De hecho, Margaret Vulcungo, que viajaba a mi lado, desconociendo mi identidad, me despidió en esa noche de viernes con un enigmático “Shabat shalom”.
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