El juglar (Harper Collins) es ante todo una novela, la más novela de las últimas que he escrito, donde los personajes de ficción son los grandes protagonistas, quienes sustentan la trama y le dan vida al relato, aunque enmarcados con hechos, escenarios y grandes personajes históricos. Pero es, antes que nada, ficción. Es aventura, drama y risa, amor y pasión, y desamor y rencor, batallas, victorias, derrotas, ambición, desesperación y traición.
La voz que la cuenta es la de los juglares y la de uno que las funde a todas en un cantar. Pero la novela, siendo ficción, incuba una probabilidad y hace una apuesta de quién pudo ser el gran y desconocido autor, dónde nació y dónde escribió. Y por qué y por quiénes se escribió el más famoso y recitado cantar, el de Mio Cid.
El juglar son tres voces de tres personajes en tiempos históricos concatenados de muy diferentes estatus y situaciones, desde la del humilde cazurro de plazas y mercados a tener entrada en castillos y hasta llegar a la corte del rey. Abuelo, padre e hijo inician cada cual su andadura, saliendo el uno de Cardeña con la mesnada cidiana hacia el destierro, llegando el otro a la corte occitana de Alfonso del Jordán y terminando el tercero siendo monje y fundiendo todas las voces y acabando por dar a luz al gran poema con el que las huestes castellanas armaban su corazón para acudir a la más crucial batalla contra el infiel: la de Las Navas de Tolosa.
Hay historia también. Los hechos, los personajes y los acontecimientos trascendentales de un tiempo que para España lo fue. Y algunos me salieron al encuentro y me sorprendieron. Hasta me he atrevido a escudriñar en el linaje del Cid, y he podido concluir que dos tataranietos suyos fueron protagonistas de Las Navas de Tolosa: Alfonso VIII de Castilla y Sancho VII el Fuerte de Navarra. Hay más: el que una biznieta de Rodrigo y Jimena, doña Sancha Garcés, casada con Pedro Manrique de Lara, cabeza de la casa nobiliaria más poderosa de entonces, tuviera que ver mucho en la promoción del Cantar, y que no es casualidad que su primera lectura completa, el año 1199, en el centenario de la muerte del Campeador, tuviera lugar en presencia del rey castellano en el monasterio de Santa María de Huerta (Soria), al que la pareja tanto benefició y donde ambos se hicieron enterrar.
Pero ante todo, esta es una novela de juglares, de la juglaresca, de quienes la componían, desde pobres de pedir a señores que podían dar. Los hubo, muchos, anónimos, pero algunos los hubo de renombre, y nos han llegado sus nombres incluso. Y habrá que decir que las cortes de la España cristiana no solo no desmerecieron de otras, sino que fueron foco de atención para los más famosos, y que reyes leoneses y castellanos como Alfonso VII el Emperador, Alfonso VIII el de Las Navas o el aragonés Alfonso II, apodado el Trovador, acogieron en ellas a los más reconocidos, venidos de todos los lados, y no pocos de la Occitania francesa (en buena parte bajo soberanía hispana) como Marcabrú y Alegret. No en balde el primo hermano de Alfonso VII, el conde de Toulouse Alfonso Jordán, así llamado por haber nacido a las orillas del río santo en la cruzada, fue considerado un gran benefactor de los juglares, y no pocos de los aquitanos y gascones que vinieron en la comitiva de la que iba a convertirse en reina Leonor de Castilla se quedaron largos años en tierras hispanas.
No faltaban las juglaresas, mucho más frecuentes de lo que se podía pensar. Mujeres del pueblo y damas de la nobleza sabían tocar y bailar. Fue famosa la escena de Berenguela, esposa del Emperador, saliendo a la más alta torre del alcázar toledano rodeada de sus doncellas haciendo enmudecer al ejército musulmán que los cercaba cuando se pusieron todas a cantar, acompañadas de salterios y cítaras, diciéndoles a los invasores que no fueran cobardes y que si querían combatir fueran a encontrarse con sus hombres que estaban unas leguas más allá, aguas arriba del Tajo.
Hubo también juglares moros, y durante el periodo de las taifas no era nada infrecuente encontrar dúos formados por cristiano y musulmán ofreciendo su arte y su música, el uno con la vihuela y el otro con el rabel, en castillos o palacios de la media luna y de la cruz.
La juglaresca respondía al origen y condición de unos y otros. En el escalón más humilde estaban los llamados cazurros, que acompañados de bufones, saltimbanquis, danzaderas y soldaderas, iban por plazas, ferias, mercados o bodas de grandes señores para así ganarse la vida, alguna moneda, un pan o un vaso de “bon vino” que, como dejó escrito Gonzalo de Berceo, no se podía negar. Iban por los caminos, las más de las veces a pie o todo lo más con un pollino, pero los había que lograron ir a caballo y tener abierta la puerta de los castillos y hasta de la corte real.
Los juglares españoles tocaban sus instrumentos y algunos componían versos y romances, aunque muchos otros se limitaban a decir y cantar los que ya eran famosos y a los que añadían de su cosecha lo que entendían que les iba mejor para complacer a las gentes del lugar donde se hallasen.
Los trovadores occitanos, por su parte, consideraban innoble el tocar ellos mismos instrumentos o ponerse a cantar. Eran por lo general señores con título y posición que entregaban sus poemas a juglares a su servicio para que fueran estos quienes los popularizaran, haciendo constar su firma y entendiéndose por encima de la juglaresca. No deja de ser tan curioso como aleccionador que hayan sido, ante todo, aquellos romances anónimos los que han traspasado los siglos y se han convertido en joyas de la literatura universal, sean el uno la Chanson de Roland y el otro el Cantar de Mio Cid, por poner dos ejemplos esclarecedores.
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EL CORTEJO DE LOS JUGLARES
Precedidos por un abrecalles con un gorro inmenso tocando una campanilla, dando saltos y haciendo cabriolas, venían por delante dos, vestidos con sus galas mejores, a cuál de ellas más chillonas de color, subidos en sendos pollinos, muy bien enjaezados, tocando el uno un doble tambor mientras el otro hacia sonar a todo pulmón un ronco albogue de cuerno de vaca con boquilla de caña. Cuando se cansaban de oírse, cambiaban, y el uno echaba mano a un carracón y el otro a una chifla para que el ruido no cesara ni un momento.
Un poco detrás, para no espantar a los asnos, venía un grupo con un oso sujeto por la nariz con una argolla, que bailaba al son de una dulzaina, una vihuela y un tamboril que tocaban cada uno de los miembros de la familia que vivía a costa del animal. A ratos la hija mayor, de muy esbelto cuerpo y aun mejores piernas, enlazaba sus manos con las garras de plantígrado, erguido sobre sus patas, y danzaban los dos.
A lo largo del cortejo corriendo de atrás adelante o de delante para atrás y metiéndose entre la multitud, venían personajes estrambóticos con disfraces, caperuzas de las que colgaban cascabeles, enormes mangas que les caían desde los codos hasta los tobillos, dando gritos, profiriendo burlas, haciendo risas y asustando niños, que se dejaban asustar poco, amenazándolos con vejigas de cerdo infladas y prendidas en palos. Dos de ellos, los de mayor altura y corpulencia, portaban cada cual un largo bastón de cencerros como símbolo de orden y autoridad e intervenían, no para calmar el estruendo, sino para cuando este bajaba algo y era preciso volverlo a aumentar.
El grueso del desfile ya no tenía tanta organización, pues cada cual venia un poco a su aire y gusto, juntándose unos con otros. Formaban juglares de todo tipo, edad y condición. Quienes tocaban instrumentos de viento, que iban por delante con añafiles, trompetas y bocinas, seguidos de quienes llevaban flautas de hueso y madera, zampoñas, dulzainas, chirimías y gaitas gallegas y astures.
Los de cuerda se habían retrasado un poco, tal vez para poderse hacer oír algo mejor, e iban con trajes un poco más cuidados, a cuadros unos, jugando con los colores y todos los tonos del azul, rojo, amarillo y verde, pero con predilección por los más vivos y alegres.
Había quien tañía una lira, quien una pequeña arpa, también fídulas y salterios, algún cedrero y muchas citaras y vihuelas y otros tantos rabeles, laudes, bandurrias y guitarras. En ocasiones varios se ponían de acuerdo, juntos iniciaban unos acordes comunes y una voz se elevaba por encima iniciando un cantar.
No había un juglar en el reino, habían llegado hasta del lejano Toledo, que pudiendo acudir hubiera dejado de ir ese día a León en el día de la coronación de Alfonso VII como emperador. Si no faltaban reyes, duques, condes, magnates y caballeros no podían dejar de venir ellos. La capital hervía de gentes y ellos la hicieron bullir, reír y cantar. Era un día grande para los grandes y no estaba de más que lo fuera para los humildes y que los juglares consiguieran algo para sus bolsillos también. El oso tenía que comer.
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Autor: Antonio Pérez Henares. Título: El Juglar. Editorial: Harper Collins. Venta: Todostuslibros
Imprescindible leerla. El mito existe. Y los héroes. Y los juglares son sus testigos. Y el mito somos nosotros, que de ellos está compuesta nuestra identidad. Porque, para algunos, cuando todos los pueblos, todas las culturas tienen sus héroes, sus mitos, nos quieren negar, justo a nosotros, esa identidad, esa existencia, nos quieren despojar de nuestra memoria. El pueblo canta, rìe, cuenta sus historias, la de sus héroes, la de sus líderes, la historia de las gentes que admira. Reales, vivas.
El Cid… eterno.