A menudo camino con las gafas en la mano. Se empeñan en empañarse, las puñeteras, da igual que rocíe los cristales con espray antivaho, que me las incruste en las cuencas de los ojos o que las deje colgando en la punta de la tocha. Y, cuando camino a solas, durante esos paseos miopes intento no mirar a la gente con la que me cruzo. Podría decir que ando contemplando las nubes o con la mirada perdida en el horizonte, que paseo ensimismado, a merced de la salvaje corriente que rula por mis frenéticas neuronas, o la verdad: me avergüenza dejar de saludar a un conocido.
La mascarilla no sólo filtra el coronavirus. A los gafotas nos filtra la mirada.
Con las gafas en la mano no disfruto de las vistas. No medito. Camino porque me desplazo de un lugar a otro. Punto.
Y sin embargo a veces no me quito las gafas y camino con los cristales empañados y me asaltan imágenes maravillosas y fugaces, sobre todo de noche, diremos que siempre antes del toque de queda, en estas tardes prematuramente oscuras desde que atrasamos los relojes, y entonces, como cantaron Concha Piquer o Sabina, quiero a mi ciudad más que a mis ojos, entonces los reflejos de las farolas de las estrechas calles del casco viejo, o de los faros de los coches en las avenidas principales, provocan en las gafas nubladas por la mascarilla que surja de las tinieblas coronavíricas —porque la culpa siempre es de la mascarilla— una ciudad empañada, mágica y anormal, con destellos y fogonazos inesperados, una ciudad fugaz, a veces tan brillante que amenaza con cegarme, una ciudad psicodélica y fantasmagórica que podría engullirme, que podría precipitarme en una zanja o arrojarme a los pies de los coches, una ciudad flipante de la que escapo en cuanto me quito las gafas.
La otra noche hice con el móvil varias fotografías para intentar capturar algunas de esas visiones borrosas, más alucinógenas que alucinantes. Las borré. Eran fotos corrientes. Como el objetivo del teléfono no estaba filtrado por la mascarilla, no mostraban ese mundo empañado y caleidoscópico que sólo podemos contemplar los gafotas.
Por cierto, según el diccionario, que se limita a recoger los usos de los hablantes, el que lleva gafas sólo puede ser gafotas, un nombre despectivo, como cuatro ojos, lupas o topo. El diccionario no incluye gafoso, ni falta que hace, porque recuerda a patoso, ni gafudo, que a pesar de ese sufijo tan macanudo no suena tan bien como suertudo o cojonudo. Los gafotas estamos gafados.
Pero los que no llevan gafas, que conste, tampoco ven un mundo normal: la nueva normalidad es un engendro, una pesadilla que nos aterra despiertos. España, con o sin gafas, está empañada. Y empeñada, aunque ése es otro cantar.
La España empañada de vaho y de virus convive con la España urbana y también con la España interior y despoblada, que no vaciada, contemplada y nombrada por Sergio del Molino en el magnífico ensayo La España vacía. Porque, desde marzo hasta no sabemos cuándo, la España empañada convive con todo: con la crisis económica, con las patochadas y las empanadas políticas, con la vergüenza, con la alarma, con la enfermedad y, en fin, con la muerte.
Más que convivientes somos, o intentamos ser, supervivientes.
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Artículo publicado en Diario de Burgos el 30 de octubre.
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