A medio camino entre el ensayo de ideas y la memoria personal, Víctor Gómez Pin reflexiona, con valentía y lucidez no exentas de nostalgia, sobre una España a la vez real e imaginada, aunque nunca imaginaria. Una idea de país capaz de unir la defensa inquebrantable de su variedad cultural y lingüística con la asunción de un legado ibérico común. Una tierra afirmativa «sinónimo —en palabras del autor— de existencia en comunidad, libre, lúcida, solidaria en la desgracia, conmovida en la celebración y profundamente civilizada».
Zenda adelanta un fragmento de La España que tanto quisimos (Arpa).
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«Aunque en el agua mueras,
canción, no has de quejarte».En el recuerdo, el eco a intervalos de Villanesca
PRELIMINAR
Hace casi una vida que tengo en la cabeza la idea de efectuar una reflexión sobre España, aunque por diversas razones el proyecto se ha ido difiriendo una y otra vez. Me remonto en efecto a mediados de los años sesenta del pasado siglo, cuando París era para tantas personas del mundo una ciudad faro, y la idea se abrió camino tras la visión repetida de una película cuya acción transcurría en cierto lugar de Italia. En aquel París en el que nadie presagiaba la eclosión que supondría el llamado Mayo del 68, muchos inmigrantes, exiliados, estudiantes o meros parisinos con escasos recursos en busca de un refugio cultural, que lo fuera a la vez contra el frío, teníamos un lugar de referencia en la cinemateca de la rue d’Ulm que, contra viento y marea, mantenía el precio fijo y prácticamente simbólico de un franco y un céntimo. Algunas películas eran de obligada reposición. Entre ellas, una de título misterioso que narraba las peripecias de una familia de pescadores en la costa oriental de Sicilia, en el pequeño pueblo de Aci Trezza, no lejos de Catania y a la sombra del Etna.
Nos conmovía la sobria parábola sobre la condición humana, la obligada confrontación a la naturaleza y la distorsión del sentido de este combate, mediatizado por la jerarquía entre los hombres y su corolario de humillación social. Nos conmovía la visión lúcida y solidaria con la Italia meridional de un milanés cargado de sensibilidad social, y nos afectaba de lleno la contradicción interna de aquel Aci Trezza en el que el vínculo horizontal entre las gentes no se dejaba reducir al vínculo vertical que se establece con los representantes de las instituciones, los poderes económicos o los meros capataces de un sistema caciquil.
En el momento álgido del drama, cuando la ignominia de los especuladores de la lonja y la pérdida de la barca que aseguraba la subsistencia parecían no ofrecer al protagonista, el pescador Valasto, otra salida que la emigración, se vislumbra como alternativa el plantar cara, intentar modificar la relación de fuerzas entre los defensores de intereses confrontados.
Pero Visconti había percibido con gran agudeza, de manera inteligente y sutil, que la apuesta política legítima pasaba por abolir la jerarquía social imperante sin por ello cuestionar la atmósfera que envolvía aquella comunidad de pescadores, alimentando así en los espectadores la nostalgia de algo que quizá nunca existió, un lugar que aunase arraigo profundo y libertad.
La rebeldía del protagonista de La tierra tiembla apelaba a una transformación social del Mezzogiorno italiano, que también el norte esperaba: un norte entonces consciente no solo de la situación del sur, sino también de las razones del sur. Pues, todavía lejanos los años de nihilismo político de la supremacista Liga Norte, en el Torino del ya entonces desaparecido Cesare Pavese, al igual que en el Milán de los trabajadores que fustigaban en su lengua vernácula la ingratitud social de la burguesía industrial, Mezzogiorno no era sinónimo de cultura de la indigencia, sino de civilización a pesar de la indigencia: estoica ante la penuria, pero alzada contra el mal gratuito; civilización que, cuando la indigencia fuera abolida, desplegaría todo su potencial esplendor.
A la vez que la situación de las poblaciones del sur se analizaba en términos de condiciones sociales (por Visconti y tantos otros), el desarrollo económico y cultural de las sociedades del norte —moldeadas por valores urbanos y por la generalización de la educación— se veía indisociable de la durísima lucha de los que habían contribuido al mismo, incluidos los trabajadores del Mezzogiorno que, a caballo entre dos mundos, encarnaban la unidad de lo que se denominaba Italia.
Gentes del Mezzogiorno, cuyo sueño de progreso y cuya frustración el propio Visconti reflejaría de manera ejemplar en los miembros de la familia de Rocco y sus hermanos, que pugnaban por abrirse camino en la capital lombarda, y que a los barceloneses podría evocarnos una imagen punzante: la de aquellos inmigrantes de la España rural que durante el llamado Plan de estabilización, y la consiguiente crisis, eran recibidos en la estación de Francia por la Guardia Civil, que ese mismo día les brindaba un billete de vuelta al anochecer y en el mismo tren que los había traído. Trenes de nombre exótico, El Shangai (Vigo, Ponferrada, Astorga, Zaragoza, Lérida, Barcelona…) o descriptivo del lugar de origen, El Sevillano (Sevilla, Alcázar de San Juan, Valencia, Tarragona, Barcelona).
Los españoles que veíamos Rocco y sus hermanos y La tierra tiembla no podíamos sino reconocernos en esa mirada trágica y conmovida de Visconti sobre Italia. Pues también nuestro país, en términos generales, lo formaban sociedades rurales que tenían su contrapunto en las zonas fabriles del norte. También en España los condenados a emigrar guardaban el rescoldo de profundas culturas que la niebla sobre ellos no había conseguido apagar, pese a ser más densa que la que enturbiaba Aci Trezza, Sicilia y en general el sur del país, donde la irradiación de la pura rapiña del débil que el fascismo representaba Italia ya había dejado atrás.
La memoria reflexiva sobre España que este libro intenta ser no es disociable de ese París de inviernos entonces persistentes ni del sentimiento de desarraigo de muchos de los que frecuentábamos la cinemateca de la rue d’Ulm. Sentimiento que tenía un paradójico rasgo, al que aludía al principio y que los párrafos que preceden espero ayuden a entender.
Situados políticamente en la izquierda, nuestra denuncia de una Europa en exceso fiel al rigor de la sociedad industrial capitalista tenía, sin embargo, una connotación sentimental regresiva, un deseo de que esa trasformación social, hilo conductor de nuestras referencias políticas, no pusiera en tela de juicio algunas formas de vida que perduraban de manera anacrónica, pero que sentíamos como el reflejo de aquello de verdad civilizado que se daba en nosotros.
«De todo me arrancaron», escribe Luis Cernuda refiriéndose a su exilio de España debido al triunfo franquista. La España que arrancaron a Cernuda era aquella que tantos durante la República consideraron que seguía siendo una riqueza potencial del alma popular, y por tanto restituible. La de ese teatro que García Lorca intentaba devolver a la gente de los pueblos; la que, vencida «la pobreza sórdida y hambrienta», asumiría «la pobreza bienaventurada, simple, humilde como el pan moreno»; la que Shostakóvich entrevió en su conmovedor arreglo de las «Seis canciones populares» españolas; la España en esencia comunitaria, que sabe que no hay fertilidad en solar aislado, ni riqueza sin celebración. Sin duda, en España, como entre los pescadores de Aci Trezza, existía la tentación de la ruptura que todo lo abisma, pero la lucidez y la sensibilidad de Visconti nos hacía percibir que ahí se escondía quizás el mayor peligro. Los espectadores queríamos que la relación de fuerzas transformara la situación económica y política de Aci Trezza, que diera un vuelco, pero sobre todo queríamos que Aci Trezza perdurara.
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Autor: Víctor Gómez Pin. Título: La España que tanto quisimos. Cuándo y por qué se quebró el sentimiento de arraigo de los españoles. Editorial: Arpa. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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