Imagen de portada: Augusto Ferrer-Dalmau
Catorce relevantes escritores se han unido en Las luces de la memoria. Relatos de España en la historia de Europa, libro gratuito de Zenda patrocinado por Iberdrola. La esperanza, la historia de Andrés Trapiello para esta obra, presenta a Hernán, un soldado que ha perdido una pierna en Lepanto, y a su compañero de hospital, llamado Miguel, un soldado manco que resultará familiar al lector.
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Hernán es un soldado joven, fuerte, sano. Seguramente jamás pensó que se vería en un estado tan lastimoso. La herida le causa fiebres alarmantes. Pasa las noches a merced de los delirios. Dormita cuando el dolor, agudo, remite. Y cuando duerme, delira. No sabe aún que le han amputado la pierna derecha a la altura de la rodilla. Esa pierna que ya no tiene es precisamente donde más le punzan los agudos latidos. Siente que el corazón bombea la sangre desde la pierna que todavía no sabe que le han cortado. De vez en cuando nota, medio sonámbulo, que alguien humedece con agua su boca. Nota el frescor en sus labios ardientes. Cuando abre los ojos, no ve a nadie a su lado. Oye alrededor ayes y lamentos, pero tampoco sabe si esos lamentos son suyos o provienen de otra parte.
Cuidan de Hernán los hermanos de la Orden Hospitalaria del venerable Juan de Dios. Enfermeros solícitos, hombres con experiencia. Incansables. No parecen reposar nunca. No siempre pueden rezar los Oficios Divinos y echan una cabezada, para reparar fuerzas, sentados en el coro de su convento, a dos pasos de Santo Toribio. Mueren cada semana solo en ese hospital diez o doce. En otros de la ciudad, muchos más. Los cofrades de la Hermandad del Santo Sepulcro se los llevan discreta, caritativamente al otro lado de la bahía, a Santa Catalina, lejos del puerto, temiendo la epidemia.
Hernán tiene a su lado a alguien cuyas quejas son apenas unos gemidos débiles, hondos, no tiene fuerzas para más. Quienes lo trajeron conocían su nombre, pero esos se han ido. Nadie conoce tampoco su nación. Estudiando la fealdad de sus heridas, los hermanos del venerable Juan de Dios debaten la cura. Las que lleva en el pecho son graves, pero no tanto como la herida del brazo. Temen, les oye decir Hernán, que a su vecino se le gangrene el brazo y haya que cortar por lo sano. Saben que esa decisión puede condenar de por vida a un hombre a la mendicidad, a la pobreza, acaso al vicio y al crimen. Cada día que pasa es un día ganado a la muerte, pero puede también acaso resultar funesto. Cuántas veces el enfermo que parecía sanar, se va en horas.
Hernán es un extremeño joven, resuelto y animoso. O lo era.
En cuanto la fiebre remitió y recobró el conocimiento, advirtió que le habían amputado la pierna. Su vida está abocada, pues, a la pobreza, a la mendicidad, quién sabe si también al crimen. Un fraile francisco trata de arrancarle de la desesperación, le habla de los caminos insólitos de Dios para llevar a sus criaturas a una vida virtuosa. Hernán le oye sin escucharle, no dice nada. Cuando el fraile francisco le deja de nuevo solo, el joven soldado llora en silencio, inconsolable. Tiene el día y la noche para pensar. Piensa en su vida pasada para no pensar en la que le espera.
Hace tres años un pariente suyo lo reclamó. Le pedía en una carta, le imploraba más bien, que pasase a las Indias. «Solo quiero alguien a mi vera que me dé un jarro de agua cuando me llegue el tiempo». Moría rico, sin herederos. Si cuida de él esos años que le quedan de vida, pocos, porque tiene ya la salud muy quebrantada, Hernán le heredará, le dice su pariente. Y Hernán ni siquiera tuvo el valor de contestar aquellas cartas tristes por no confesarle la causa: a nada le temía tanto como a embarcar y cruzar el mar océano. Al poco, pasó por Medellín, su lugar, la compañía del capitán Gonzalo de Mendieta haciendo leva para Flandes, y Hernán se alistó. Pero yendo por Burgos al capitán Gonzalo de Mendieta le llegó la orden de su general, don Álvaro de Bazán, marqués de Santa Cruz: le esperaba en Cartagena con sus soldados. El Rey Filipo se sumaba a una Liga del Papa, y Hernán, que no quiso pasar a las Indias, donde le tentaba la fortuna de su pariente, hubo de embarcarse en Cartagena para morir acaso en la plenitud de la vida en un oscuro, improvisado, hospital de Messina.
Recuerda Hernán en sus largas horas de hospital los pormenores de la batalla. ¿Cómo olvidarla? Las noticias que a ellos les iban llegando los meses previos fueron confusas, atropelladas. Solo advertían que los barcos que mandaba el general Andrea Doria eran cada vez más numerosos. Nadie se explicaba de dónde podían estar saliendo y en tal copia. De nao a nao la chusma marinera, arcabuceros y soldados se saludaban con chirimías, trompetas y atabales, mientras corrían los mares buscando al turco para darle la batalla allá donde lo encontraran. La alegría era general; la fe en la victoria, sin resquicio; la confianza en sus alféreces y capitanes, completa; el valor de sus camaradas, impar.
Ninguno de aquellos soldados, viejos o jóvenes, pensaba en la batalla antes de la batalla. Pero el silencio se adueñó del corazón de todos el día que encontraron la flota de Alí Bajá escondida en el canal de Lepanto. Pavor causaba. Los frailes alzaron sus preces a la Virgen y las misas que se rezaron en la cubierta de cada una de las trescientas galeras, galeazas y fragatas fueron seguidas con grande devoción por todos.
Había llegado el día señalado por los hados, y «a prima hora» las dos formidables armadas se embistieron. Las escenas fueron pavorosas. Jamás había visto Hernán nada parecido. El asalto a un fuerte, la escala de una muralla, el encuentro en campo abierto requieren valor. Una batalla naval es otra cosa. El valor no basta. Hombres a los que no había rozado una bala, huyendo de las llamas que ocasionaban las andanadas de la pez ardiendo, se arrojaban al agua sin saber nadar, y perecían ahogados. Soldados que se lanzaban al abordaje, caían mal sujetos, y desaparecían bajo las olas en apenas segundos. Artilleros que veían cómo una granada hacía estallar su polvorín, perecían, sin haber entrado en fuego, hechos pedazos, alimento de los peces…
El fraile francisco pasaba cada tarde trayéndole unos minutos de consuelo: «Piensa, hijo Hernán, en todos los que allí quedaron sepultados bajo las aguas; o peor que tú, ciegos en tierra, sin brazos ni valimiento. En ti, nada que no remedien dos muletas. Podrás buscarte oficio nuevo de alfayate, de zapatero, de escribano, si tienes letras».
Hernán se mejoró, y como mejoró antes que su vecino de catre, echó una mano a los enfermeros y cuidó de él; le daba agua y de comer en la boca, como a un niño. Mejoró también su compañero, y pudo decir al fin su nombre:
—Si acaso no lo he cambiado por otro mientras estuve loco de fiebres, hasta hoy mismo me han llamado Miguel.
—El nombre podrán habértelo mudado las fiebres, pero no las ganas de decir donaires.
Sobre ser camaradas, se hicieron también amigos: «¿Qué dirás que es mejor, señor soldado, perder un brazo o la pierna? ¿Ser cojo o manco?». Y hacían chanzas de ello, porque eran jóvenes.
A Miguel no le habían amputado, pero la mano izquierda le quedó gafa y seca; a todos los efectos, manco.
Dejaron la gran Messina el mismo día. Allí se despidieron. Hernán, como pobre, determinó volver andando a su patria chica y, quién sabe, si su pariente vivía aún, pasar luego a las Indias, que para administrar su encomienda lo mismo podía hacerse con uno o dos remos.
Miguel, con los socorros que le dio su capitán, la paga de seis meses y cartas importantes, se embarcó en Nápoles.
Las ventas y caminos de los campos, las calles y posadas de pueblos, villas y ciudades se llenaron en muy poco tiempo de soldados licenciados, pobres, lisiados, que contaban sus gestas a quien quisiera oírselas. Solo entre esos soldados viejos y pobres, si se encontraban en mesón o en taberna, brotaba algo parecido a una ilusión, la del tiempo pasado. Los demás se fueron cansando de oír las mismas historias siempre.
Transcurrieron no menos de treinta años, y cuando ya nadie recordaba aquella famosa batalla y lo mucho que esa batalla mejoró al orbe cristiano, Miguel y Hernán se reencontraron en una venta de Andalucía.
Sucedió una tarde de invierno, una de esas tardes pardas y crueles en las que baja temprano la escarcha para desgracia de descaminados o poco previsores.
Dejó Miguel su mula en la cuadra y entró luego en la cocina de la venta. En el llar parloteaba un fuego generoso, vivo, de sarmientos verdes y tueros de encina. Frente al fuego, un viejo metía entre las llamas la bota de su único pie. Aún llevaba sobre sus hombros la capa, y de la capa brotaba un humo tenue, mojada como venía. A su lado había dejado un chapeo de ala abierta con plumas verdes, amarillas, coloradas, y un cintillo de oro gañín, quiero decir, de industria. Aquel hombre adelantaba las manos y se las frotaba para entrar en calor. Su barba, de profeta o de loco, le crecía desde debajo de los ojos hasta medio pecho, una barba espesa y ensortijada, entrecana, ingobernable.
Miguel le dio las buenas noches, se sentó a su lado y acercó también al fuego su única mano viva. La otra la dejó muerta en el regazo.
Ni uno sospechó de la manquedad del otro, ni el otro de la cojera del uno, y allí estuvieron, en silencio, un buen rato.
Otros dos huéspedes que había en la venta, un cosario de Toledo y su espolique, se retiraron temprano a su aposento, después de cenar algo de olla. Al quedar libre aquella mesa, dejaron Miguel y Hernán el poyo del hogar y se sentaron, frente a frente, para la cena. Pidieron los dos de la olla y medio jarro de vino, y Miguel quiso añadirle, si los había, un par de huevos fritos.
Ni Hernán podía sospechar que a quien tenía delante era a su antiguo camarada del hospital de Santo Toribio, ni Miguel que aquel viejo barbado era su amigo Hernán, que tanto cuidó de él cuando más lo necesitaba. Tampoco los pabilos moribundos de un velón de Lucena contribuyeron mucho a esclarecerles la caras. Solo cuando terminaban de cenar, dijo Hernán:
—Y que me es familiar la cara de vuesa merced, y mucho, pero no acierto a saber de qué ni de dónde. Los años, que no perdonan la vista ni la memoria.
—Y lo mismo me sucede a mí —dijo Miguel—, que lleva un rato dándome vueltas en la frente vuestra estampa.
—¿Soldado?
—Lo fui, y de los buenos. ¿Se nota?
Y Hernán echó hacia atrás el cuerpo para dejar libre su media pierna. Levantó Miguel su mano muerta.
—¡Miguel!
—¡Hernán!
Puestos en pie estrecharon su abrazo, y nadie podría decir cuánto había en las lágrimas de Hernán de contento y cuánto de desconsuelo, pues así suelen venir mezcladas las cosas en muchas alegrías. Ni tampoco cuánto reprimió Miguel su lagrimilla para decir el contento que también sentía él:
—Fuera llantos, soldado, que hartos los da la suerte, y de estas albricias caen pocas en una vida.
Contó la suya Hernán en cuatro trazos, y en otros cuatro Miguel.
—Volví a mi tierra extremeña a pie. Seis meses que me trataron peor que los turcos aquel día. Supe que mi pariente había muerto intestado y que en Nueva Granada había dejado en bienes raíces más de dos mil ducados y otros doscientos mil maravedíes de la encomienda. Viajé a Sevilla, pleiteé, la poca hacienda que tenía se fue en pagar escribanos, su majestad se quedó todo y yo sin nada en mi lugar. Se me estrechó tanto, que tuve que salir de él para no morir de pena. A quienes un día conocimos la libertad, no pueden sujetarnos como alfayates, zapateros o escribanos. Y así he pasado estos años: por los caminos, viviendo de la caridad de los que se compadecen de los soldados viejos, y como sucede en la vida de los pobres, sin mucho que contar.
—Pues yo al revés, mucho, sino que de lástimas —dijo Miguel—. En mala hora tuvimos mi hermano y yo dineros para embarcarnos. En mala hora llevaba encima cartas de don Juan de Austria y del duque de Sessa. Fueron mi perdición. Apresó nuestra nave una del corso. Nos cautivaron y en los baños de Argel dejé los cinco mejores años de mi vida. Esos tardaron los frailes de la Merced en rescatarme, creyéndome el señor de los corsarios, a tenor de las cartas, que yo era persona principal. Ya de vuelta, también yo quise pasar a las Indias, pero aquí se me dijo que buscara en otra parte donde se me hiciera merced. Me casé con una mujer buena y no pobre, pero natural de un lugar que también me estrechó a mí mucho. Al cabo de un año, me fui a Sevilla a mejorar fortuna. Baste decir cuál fue esta, que acabo de dejar la cárcel, donde me llevaron malas cuentas y peores jueces. Y aquí me halla vuesa merced sin oficio ni beneficio, camino de Madrid, donde voy a probar suerte con las letras, y lo hiciera de alfayate o zapatero, si tuviera dos brazos.
Las brasas del hogar se fueron amorteciendo en las cenizas. El silencio de la venta se hizo con todo. Los dos amigos bajaron sus palabras hasta hacerlas inaudibles. Recordaron, claro, aquella jornada famosa, como no la conocieron los siglos pasados ni conocerán los venideros, y que a uno le arrebató la pierna y a otro un brazo.
—Y al fin, ¿qué nos ha quedado de aquel día? —preguntó el extremeño.
—Vuesa merced dirá —respondió Miguel.
—¿La esperanza?
—La esperanza.
—¿En qué?
—¿Quién puede decirlo?
—Dos caminos hay por donde pueden ir los hombres a ser ricos y honrados, pensaba yo de mozo; uno, el de las letras; otro, el de las armas. Y yo tenía entonces más armas que letras. Hoy, sin más armas, voy a probar las letras —dijo Miguel.
—Yo —dijo Hernán— me quedé sin caminos, y aquí me tiene vuesa merced todo el día en uno, fatigando estos reinos. Miguel, ¡cuántas cosas hemos vivido!
—Hernán, ¡y cuántas olvidaremos!
Se retiraron a dormir cuando apuntaban ya las claras del día.
Quedaron emplazados para seguir camino juntos en cuanto reposaran algo.
Amaneció Miguel cuatro horas después. Preguntó al ventero por su amigo, y este le dijo:
—El señor soldado salió de la venta hace dos horas.
—¿Y no dejó recado?
—Nada, sino que le aguardaba en otra parte cita que no podía excusar, y ya llegaba tarde. Me rogó que os diera esta pluma de su chapeo. «La más gallarda de él», dijo tan solo.
Y en efecto lo era, una de las amarillas, como el oro, de una oropéndola.
La clavó Miguel en su sombrero, aparejó la mula y siguió camino.
También tenía él en Madrid cita con la esperanza, sin saber si la hallaría.
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Autor: VV.AA. Título: Las luces de la memoria: Relatos de España en la historia de Europa. Editorial: Zenda. Disponible en: Kobo y Fnac
Que bonita historia, y que dura tenía que ser la vida en aquellos tiempos.
Después de la barrabasada de traducir el Quijote al castellano moderno suponía que Trapiello aún andaba en busca y captura, pero, en mi humilde opinión, la verdad es que este relato le ha quedado redondo.