«Elige la vida. Elige un empleo. Elige una carrera. Elige una familia. Elige un televisor grande que te cagas. Elige lavadoras, coches, equipos de compact disc y abrelatas eléctricos. Elige la salud, colesterol bajo y seguros dentales. Elige pagar hipotecas a interés fijo. Elige un piso piloto. Elige a tus amigos. Elige ropa deportiva y maletas a juego. Elige pagar a plazos un traje de marca en una amplia gama de putos tejidos. Elige bricolaje y preguntarte quién coño eres los domingos por la mañana. Elige sentarte en el sofá a ver tele-concursos que embotan la mente y aplastan el espíritu mientras llenas tu boca de puta comida basura. Elige pudrirte de viejo cagándote y meándote encima en un asilo miserable, siendo una carga para los niñatos egoístas y hechos polvo que has engendrado para reemplazarte. Elige tu futuro. Elige la vida… ¿pero por qué iba yo a querer hacer algo así? Yo elegí no elegir la vida: yo elegí otra cosa. ¿Y las razones? No hay razones. ¿Quién necesita razones cuando tienes heroína?»
Para mí hubiera sido más agradable escribir esta columna con el mismo lenguaje del texto de Irvine Welsh. Pero me dicen que aún hay quienes agradecen las lecturas sin improperios.
Tenemos Halloween, Acción de Gracias y Navidad como principales exponentes. De las tres, dos de ellas son universales. O al menos lo son hoy día. Y este año pasado tuve la aterradora constancia de que hay personas que celebran Acción de Gracias incluso en España, lo que lo deja a uno preocupado. Pero aunque me sentía tentado a escribir sobre este tema, creí más acertado esperar a que las fechas más festivas del calendario quedaran atrás. No m’agrada l’oportunisme.
Esta no va a ser una columna muy original o perspicaz. Va a ser más parecida a un comentario evidente sobre el tiempo. Obvio, tonto e innecesario. Let’s go.
Reconozcamos que como sociedad resultamos lamentables. Vivimos de manera despreocupada. Demasiado. No tenemos compromisos sociales ni ecológicos. Hay muchos que alardean de una supuesta moralidad en redes sociales. Pero la crudeza de la realidad nos deja claro que se queda en eso, en cacareos huecos. Porque si tan solo un cinco por ciento del número de personas que reaccionan, se indignan, aman a los animales, la diversidad, la justicia o cualquier otra causa decente hicieran algo el mundo sería un lugar mejor. Pero nos gusta pensar que somos buenas personas. Confundimos la acción con el “like and share”. Somos bobos ojerosos enganchados a un móvil que condenan a los salvajes que comen cochinillo al horno mientras nos perfumamos con fragancias fijadas con almizcle de civetas y grasa de ballena, o nos alimentamos con pollos de cuatro meses. Vivimos por y para nosotros. La autocomplacencia es nuestra razón de ser. Y si alguno de ustedes lo niega, es un bobo o un mentiroso. Y puestos a ser, por favor, mientan como bellacos. A los políticos les va bien con esa filosofía de vida.
Y en esta pirámide de placer personal, de ausencia de culpabilidad y conciencia sedada, las grandes festividades cumplen un papel central. Al fin y al cabo, la gran empresa ha sabido desde hace décadas usarlas como herramienta para ingresar en pocos días beneficios sustanciosos. ¿O es que había alguien por aquí que pensara que Halloween tiene algo que ver con la extinta cultura celta o los muertos? Tengo la necesidad de analizar cómo hemos llegado a una situación de corrupción moral tan bien maquillada. Y en esta búsqueda es inevitable volver la vista al país cuyas corrientes comerciales culturales rigen a la humanidad.
Cuando se vive en una sociedad en la que se trabaja de seis a siete días a la semana, en la que el setenta por ciento de las áreas urbanas son demasiado peligrosas para disfrutarlas y las áreas comerciales son las únicas en las que uno puede pasear sin correr riesgo, las cosas empiezan a entenderse. La vida transcurre demasiado deprisa en un país donde se está a un cheque de la bancarrota. Despedir es barato, el sueldo se paga cada quince días, porque puede que no dures otros quince, sindicarse suena a comunismo, y el precio de alimentos que no hayan sido procesados es tan prohibitivo que solo los yupis pueden permitírselo. El “nadie da nada gratis” nació aquí. Y con esta guisa de frenesí de hormiguero, las personas se agarran a medidas extremas para empujar sus cerebritos a la producción de endorfinas. Comprar, consumir como bellacos. Gastarse absurdamente ese dinero que simboliza un escupitajo a los minutos que regalamos para “ganarnos la vida”. El único día de descanso se llena con alcohol, sexo, ruido, comida en exceso y muchas miradas perdidas desde cabezas con ojos de vaca que ve el tren llegar.
Este mundo laboral extremo no se ha extendido con tanto éxito a todo el mundo. Y gracias damos, señor. Pero los caballeros vampirescos que desean meter la mano en nuestros bolsillos han tenido décadas para aprender las mejores técnicas para enriquecerse. Márketing, o algo de eso, que le llaman. Así que, en fin, cuando veo cómo quienes me rodean celebran fiestas cuyo significado no les importa, el escándalo del jolgorio con el que convierten sus gritos mudos en falsa alegría, simplemente suspiro, abro un libro y… total pa qué, total pa na.
Tengo un ejemplo fresco, porque estoy seguro de que la historia del jalogüín, la navidad y el zansgivin les pilla a ustedes ya muy manoseado, y cuando se dedica el tiempo a leer un artículo, se agradece aprender algo o, por lo menos, no caer en las monsergas mil veces repetidas.
El tercer lunes de enero se celebra el aniversario del nacimiento de Martin Luther King, un 15 de enero. Desde el 2014, se ha puesto de moda en algunas ciudades del país que las calles sean tomadas por personas en motos de cross, quads, o motocicletas de carreras y circulen por autovías en manada, obstaculizando el tráfico y realizando piruetas. Esta costumbre, que con solo 7 años de vida ya tiene carácter histórico en la nación del “un solo uso”, representa un peligro para peatones y conductores por igual, por no mencionar a los propios motoristas, pero estos me dan un poco igual, ya que ellos han elegido. Además de circular a gran velocidad en grandes grupos, impactan con coches, acosan a otros conductores y sufren numerosos accidentes de todo tipo tras creerse Johnny Blaze, el mismísimo Ghost Rider. Y es que el tráfico es una cosa esencial en un país tan poblado. Tanto es así que la policía de Miami, por poner un ejemplo, tiene prohibido iniciar persecuciones a no ser que se trate de un crimen grave. La costumbre de agregarse en hordas escandalosas, iniciada allá por Philadelphia, se conoce como “Wheels up, guns down” (ruedas arriba, armas abajo). Y aunque hay quienes automáticamente asocian esta acción con una manifestación pacífica para recordar al principal abanderado de la lucha por los derechos civiles en la década de los 60, su origen no tiene nada que ver. En realidad es una costumbre enraizada en la América profunda, esa en la que los motoristas de cross y piruetas son héroes populares de las clases económicas bajas blancas. Un famoso motorista local murió en una situación aún no esclarecida. En su memoria, aficionados a este pseudo-deporte/espectáculo decidieron iniciar una marcha en Philadelphia. La costumbre se extendió rápidamente a ciudades como Miami. Desde entonces, personas de todo tipo de credo aprovechan para bajar a la ciudad del sur cada año, durante el festivo de MLK, para vandalizar las autopistas y mantener a los ciudadanos recogidos en sus casas. Un accidente de tráfico es una cosa muy seria, pero en Estados Unidos, donde la sanidad es un privilegio, puede arruinarle a uno la vida. Así que remontémonos al principio, a la referencia a costumbres nacidas de la nada, de un acervo cultural confuso y personas sin mucho interés por conocer sus orígenes. La fiesta callejera de “Wheels up, guns down” no solo no homenajea a MLK, sino que suplanta su recuerdo para los miles que creen que los motoristas son personas de color vandalizando la calle en nombre de una justa lucha por la verdadera igualdad social. Para colmo, nació en el seno del grupo social que cada cuatro años sustenta electoralmente a quienes propician políticas desiguales. Sin embargo, si muchos estadounidenses leyeran mi columna, la tacharían de racista. Porque para ellos las motos en las calles conmemoran a un gran hombre, porque la desinformación aquí no es un invento del siglo XXI, sino la más antigua tradición de la nación de las barras y estrellas.
Y este mismo desinterés en llevar unas vidas consecuentes, basadas en principios, está en la base que permite a las empresas crear nuevos hábitos de consumo. Porque al final todo da igual, siempre que los borreguitos que creen formar parte de algo grande sean capaces de introducirlo en el vacío insaciable de sus vidas y usarlo para maquillar un nuevo día. Las horas sin rímel resultan tan duras de mirar.
Porque en una nación en la que un edificio de ciento cincuenta años se considera historia antigua, qué otra cosa puede pedírsele al pueblo. Pero lo principal en esta historia es que ya que muchos no pueden vivir una vida virtuosa, harían mejor en vivirla sincera, reconocer que la mayoría no somos buenas personas. Y ya a punto de prender la pira de este mundo, se puede decir que no pasa nada. Si muchos piensan que eligen la vida, lo que llaman vida, al menos díganlo en voz alta.
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