El aire de una canción
Cada uno es libre de conformar sus propios imaginarios, y en el mío el cuento de Navidad por antonomasia —con el permiso de Dickens y su avaricioso Scrooge— es el que James Joyce colocó al final de sus Dublineses. Nadie que lo haya leído puede evitar la tentación de cruzar el puente de O’Connell en busca de un caballo blanco, y aunque no conseguí verlo cuando el año pasado anduve paseando por Dublín en vísperas de las fechas navideñas, sí me fue dado el privilegio de percibir, proveniente del interior de un pub extraviado en algún recoveco del Temple Bar, la melodía de aquella hermosa composición tradicional que sumía en la nostalgia a una atribulada Gretta Conroy y al cabo propiciaba la confesión que conduciría al desasosiego a su esposo Gabriel. Hay quienes leen «Los muertos» sin interrumpir la lectura para detenerse a escuchar «The Lass of Aughrim», quizá porque ni siquiera sospechen que la canción existe y no es una mera invención de su autor —se escucha, de hecho, en la soberbia adaptación cinematográfica que de esas páginas magníficas hizo John Huston—, quien además habría dejado constancia en aquel cuento de su propia congoja. Se dice que Nora Barnacle, la mujer de Joyce, le había hablado a éste de un jovencísimo amante de juventud que solía cantar para ella «The Lass of Aughrim» y falleció a una edad muy temprana como consecuencia de una pulmonía, tras despedirse de su amada asegurándole que no quería seguir viviendo si ella se mudaba desde Galway a Dublín, tal y como era su intención. Aquel episodio quedó inscrito en la conciencia de su contrito esposo —«Hace una hora estaba cantando tu canción, ‘The Lass of Aughrim’», le escribió en una carta en 1909. «Cuando canto esta encantadora tonada empiezo a llorar y mi voz tiembla con emoción»— y terminó regurgitado en esa historia que es pequeña en extensión, pero inmensa en cuanto a sus significados. También en ella la interpretación casual de esa melodía induce en la protagonista el recuerdo de un viejo amor perdido, y también se da una confesión que trastoca las certezas de Gabriel Conroy y le provoca un ataque de celos, a la vez retrospectivos y presentes, hacia alguien que ya no forma parte del mundo y al que por lo tanto no será capaz de vencer nunca. «The Lass of Aughrim» se convierte en una especie de sortilegio que extiende las redes de la nostalgia para invocar la supuesta felicidad de un tiempo abolido e irrecuperable —que de hecho lo devuelve al presente y hace vívido; cómo olvidar esa escena de la adaptación cinematográfica en la que Anjelica Huston se detiene a escucharla en una escalera y en la que se concentra la eternidad entera—, de igual modo que hacen esos viejos villancicos cuyos estribillos nos remiten a las veladas familiares de la infancia y evidencian los desmanes inexorables del tiempo, que acaso se revelen más crudos que nunca en esta época del año en la que, una vez más, vuelve a caer la nieve sobre los vivos y los muertos.
La dificultad de hacer balance
Lo habitual hasta hace un tiempo era que los resúmenes del año se hicieran en vísperas de la Nochevieja, algo perfectamente lógico si se piensa que una vez metidos de lleno en esas latitudes del calendario apenas queda margen y resulta procedente evaluar, aunque sea de manera superficial y apresurada, lo que dejan tras de sí los doce meses que están a punto de expirar. Poco a poco, sin embargo, el balance ha ido adelantándose en lo que seguramente no dejó de ser un símbolo primerizo de esta prisa que se da el tiempo presente por llegar antes de lo debido a cualquier cosa: hay ciudades que estrenaron a bombo y platillo sus iluminaciones navideñas cuando aún andaba mediado noviembre, y para mi asombro a finales de ese mismo mes me escribieron dos personas para desearme unas felices fiestas. Escribo esto cuando aún no hemos aterrizado en la semana de Navidad y ya han comenzado a publicarse las listas con los mejores libros que han visto la luz a lo largo de este año al que todavía le queda algún que otro suspiro. Están bien como entretenimiento: las miro y atiendo a las valoraciones de los críticos e inevitablemente me pregunto cuáles estarían en mi listado particular. No soy capaz de dar una respuesta cierta, en primer lugar porque no sabría qué baremo emplear ni cómo conseguir que éste resultara inexorablemente justo. Podría referirme a los libros que más me han gustado, o los que más me han hecho disfrutar, pero eso no significa que tengan que ser necesariamente los mejores; y al mismo tiempo, no sé si ese gusto o ese disfrute provienen en exclusiva de la lectura o si atañen también al momento en que los tuve entre mis manos, es decir, a las circunstancias que me envolvían o a las expectativas que podía tener en cada caso. «No era lo que me esperaba», decimos a veces para señalar que algo no responde a la idea que, con o sin argumentos, nos habíamos formado. «No sé si me gustaría ahora», reconocemos cuando nos referimos a cosas que nos causaron gozo en el pasado y que no nos atrevemos a revisitar por temor a defraudarlos. Si asumimos que el libro que nos subyugó en la adolescencia no tiene por qué seguir haciéndolo en la madurez —tengo en ese sentido una experiencia un tanto traumática con las leyendas de Bécquer—, ¿por qué no colegir que el libro que nos fascinó en febrero podría no hacerlo en septiembre, o que las páginas con las que tanto nos hemos deleitado en diciembre nos habían resultado insulsas si hubiésemos afrontado su lectura en abril? Y, por dar la vuelta al argumento, ¿es el recuerdo de una lectura un criterio fiable a la hora de enjuiciar un libro con la vocación de situarlo en una posición superior o inferior a otros?, ¿se puede ejercer la crítica desde una cierta asepsia si se acuerda que cuando leemos algo nos estamos leyendo también a nosotros mismos y esa clave —involuntaria, pero insoslayable— afectará sin remedio a nuestra valoración?, ¿es factible, por lo tanto, evaluar la obra de otra persona a partir de una experiencia y unos prejuicios que a ella le resultan ajenos? No significa todo esto que esté en contra de la crítica, sino que no estoy seguro de disponer de la autoridad intelectual que requiere su ejercicio. No tengo ni tendré nunca respuesta para esas preguntas, porque puede que ni siquiera exista. Dijo Gibbons Huneker que el crítico es un hombre que espera milagros, y Pessoa señaló que su función última radicaba en satisfacer la función natural de desdeñar. Steiner, en relación a este mismo tema, quiso ser más diplomático: se limitó a dictaminar que la crítica literaria suele proceder de un déficit de amor.
Ni a favor ni en contra
Es curiosa esta vocación de pertrecharnos en trinchera, una actitud que lejos de limitarse a la esfera política o la futbolística se expande por cualquier ámbito en el que se pueda tomar partido a favor o en contra de algo. Ocurre en literatura cuando se pretende enfrentar la autoficción con la ficción pura —como si tanto la una como la otra no incorporaran en su misma esencia la opción supuestamente contraria—, la poesía de la experiencia con la novísima o la nueva novela negra con la vieja novela detectivesca, la literatura que despectivamente se califica de popular con la que pretenciosamente se autodenomina culta. Es la misma pulsión que a lo largo de la historia ha venido enfrentando a Góngora contra Quevedo, a Cervantes contra Lope o a Galdós contra Clarín, por citar tres ejemplos ceñidos a épocas muy concretas. También subyace en el trasfondo de los argumentarios de quienes dictaminan o pretenden dictaminar qué es o qué deja de ser una novela, o en qué coordenada exacta se sitúan las fronteras entre tal y cual género. Son discusiones entretenidas, a menudo ingeniosas, muy agradables si se trata de echar el rato polemizando en serio o en broma con amigos o con adversarios, pero que rara vez conducen a ningún sitio porque al cabo no hay nada que dilucidar. La literatura —y el aserto sería extensivo a todas las disciplinas artísticas— avanza cuando se corrompe, esto es, cuando se contamina y se hace bastarda e impura, pero eso no invalida los logros anteriores ni los convierte en desechables. Cervantes inventó la novela moderna mediante la transgresión de cualquier lógica, pero eso no impide que podamos disfrutar de cuanto se escribió antes de que él llegara, del mismo modo que la renovación liderada por Josephine Tey en el campo de la literatura policiaca no hace menos apetecible a Agatha Christie. Tampoco Kafka invalida a Zola, ni las innovaciones explosivas de Joyce echan por tierra las efusiones románticas de Hugo. Todo encuentra su lugar y su momento, y a veces encontramos vetas de oro en el lugar que aparentemente está más alejado de nuestros intereses. Qué aburrida esa obsesión de tomar partido en cualquier campo y a propósito de lo que sea, con lo revolucionario que resulta que aún queden ámbitos en los que uno pueda limitarse a estar, sin necesidad de manifestarse a favor o en contra.
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