Para un hombre que surcó los mares cual Simbad, no deja de sorprender que entre sus hijos literarios —más marinos que terrenales— haya uno que parezca adoptivo. Y esto es justo lo que sucede con Bartleby, el escribiente, de Herman Melville, el escritor norteamericano nacido el 1 de agosto de 1819 cuya intención fue la de entretener a sus compatriotas con lo que sucedía mar adentro, en lugares exóticos e islas pobladas de tribus tan nobles como caníbales y que, debido al miedo de sus coetáneos a la hora de cruzar el charco, ahí estaba Melville para dejar constancia de todo lo que había y, por ende, se perdían. De todo lo que existía más allá de la gran manzana asfaltada. Cuando pienso en Melville en sus primeros años, me lo imagino como su Ismael, naíf y buscador, que aun portando una modesta bolsa donde apenas cabía un par de mudas, el alma, por el contrario, estaba vacía, sedienta de experiencias nuevas. De historias con las que vencer a la temible página en blanco. «La libertad sólo se libera cuando no tememos ni a la soledad, ni al sufrimiento ni a la incomprensión», nos recuerda Stéphan Lévy-Kuentz en Metafísica del aperitivo. Una premisa que bien podría haber sido el mantra de Melville, y que, sin duda, lo es para el personaje más enigmático y misterioso que describió el autor de Moby Dick, pues Bartleby, el amanuense, el copista que trabaja al servicio de la burocracia creada por los hombres de negocios, empresarios y abogados trajeados inmersos en la vorágine de subidas y bajadas de la bolsa de Wall Street, acaba convertido en el enemigo público número uno del sistema, precisamente, por actuar siguiendo los dictámenes de su propia conciencia y libertad. «Preferiría no hacerlo» es su única respuesta, acompañada de una actitud calmada e imperturbable que provoca todavía más desconcierto en su jefe, el abogado-narrador del relato incapaz de descifrar por qué su empleado preferiría no hacer lo que se le ordena. «Había algo en Bartleby que no sólo me desarmaba, sino que de una forma misteriosa me conmovía y me desconcertaba», reconoce el narrador. ¿Qué movía a Bartleby, qué le llevaba a refugiarse en esa frase? Se desconoce y, de hecho, nunca llega a saberse porque ni el abogado ni Melville nos lo revelan. En un mundo mecanizado donde toda acción tiene su explicación, donde cada argumento su razonamiento, no hay nada que suscite más interés, atracción o magnetismo, que aquello a lo que no tenemos acceso. Topándonos día sí y día también con miles de rostros desconocidos, pocos son los momentos en los que nos sentimos sobrecogidos cuando encontramos a un ser o a un personaje que se sale de la normalidad regulada o establecida. Que rema y navega a contracorriente o, en todo caso, dejándose llevar por la propia marea. Y sólo cuando lo observamos empezamos a debilitarnos porque, además, ha herido nuestro orgullo. Creyendo que lo conocíamos todo, que lo sabíamos todo sobre todos, es la piedra con la que tropezamos y nos invita a preguntarnos. A querer conocer su origen, de dónde viene, o hacia dónde se dirige. Y en este caso, Bartleby representa esa piedra para el abogado.
Nunca sabremos las razones que llevaron a Herman Melville a escribir este relato y, aun así, muchos investigadores afirman que fue una crítica a la enfermedad monetaria que empezaba a propagarse y que, tarde o temprano, acabaría conquistando el resto del mundo, siendo el modelo a seguir, o el punto de mira, su país. En efecto, Melville sabía muy bien que el dinero podía ser uno de los grandes males del ser humano, que la codicia aísla, pero más que lo material, lo que a él le interesaba era lo espiritual. Llegar a tocar, o sencillamente, vislumbrar, el alma de su igual, y tratar de explicar el por qué de su forma de actuar (como intenta hacer el abogado-narrador con su empleado). Por otro lado, cuando Melville escribió este relato —en 1853— tenía treinta y cuatro años y se consideraba un fracasado porque el propósito de ocupar un sillón en el Olimpo de los dioses literarios todavía no lo había alcanzado. Además, las críticas que recibió por sus dos últimas novelas publicadas —Moby Dick y Pierre— tampoco ayudaron, y lejos de firmar el escrito con su nombre, optó por el anonimato. Quizá, para emular a Bartleby. Para abrazar la soledad sin tener que inquietarse por el sufrimiento de no ser aplaudido ni reconocido y, por una vez, pasar desapercibido creando una obra excepcional —completamente alejada de las demás— con la que recuperar el sentimiento de libertad que había experimentado años atrás.
La experiencia de leer «El escribiente» es muy desasosegante. No es una lectira relajada y de disfrute. El escritor te traslada una tensión continua en la que tanto la incómoda postura del jefe como la, a pesar de la suavidad de carácter, intransigente postura del escribiente, que hace que te sientas mal durante toda la lectura. Una obra maestra del desorden existencial de las sociedades industriales. Solo algo desentona en este presupuesto y en la interpretación general de la obra: realmente el jefe se está apiadando continuamente del escribiente y mantiene la esperanza de reconducirlo hasta el último momento. Hay cierta sensación de falta de verosomilitud al leerla. A pesar de ser una obra maestra, si me planteara volverla a leer otra vez, «preferiría no hacerlo».
De acuerdo. Yo tampoco creo que volveré a leerlo. Me causó una frustración continua el narrador que se deja manipular y pensé que era una sensación solo mía (tu naturaleza controladora y dominante, diría el director de mi pabellón siquiátrico); pero ya veo que no soy solo yo…
Gracias. A mi también me ha agradado ver que no solamente soy yo aunque a veces también satisfaga ser único dentro de los océanos de instulticia imperantes, sobre todo para los que nos ubicamos dentro del mismo pabellón psiquiátrico. Benditos seamos.