Silenciosa pero irremediablemente, sin decir nada pero como si estuviera destinada a ello, La extraordinaria playlist de Zoey se ha ido estableciendo como uno de los dramedies destacados del panorama actual, ganándose un hueco en el corazón de un espectador acostumbrado a cambiar de plato seriéfilo de un día al siguiente e, incluso, alguna mención relevante en los premios de la industria.
Creada por Austin Winsberg, la primera temporada de La extraordinaria playlist de Zoey es la mejor de las dos disponibles en HBO. Bien es cierto que la última es aún un proyecto en desarrollo y los espectadores solo hemos podido consumir unos pocos episodios, pero por el momento carece de un sustento que aglutine tan bien las aventuras de Zoey como el de la enfermedad de su padre, Mitch, interpretado por Peter Gallagher, en su primer año de andadura. La inevitable conclusión de este drama, basado en la experiencia real de Winsberg con su padre, enfermo de parálisis supranuclear progresiva (PSP), proporciona a los enredos laborales y sentimentales de la serie un calado superior y un contraste en su paleta de emociones que sus responsables manejan sin vergüenza, pero con soltura. Y da la oportunidad a su equipo de actores más maduros, como Mary Steenburgen y el propio Gallagher, de lucirse adecuadamente.
Pero no nos olvidamos de la música, porque sí, La extraordinaria playlist de Zoey es una serie musical. La joven programadora informática, que por un incidente igual de random que las canciones que adornarán su historia (pero que podría proporcionar a Winsberg un broche de oro para la serie: acuérdense de Phenomenon) adquiere el poder de leer la mente de su interlocutor de una manera muy particular, puede escuchar sus pensamientos íntimos en forma de canciones, escenificados como desiguales números musicales. Como en un karaoke, aquí no importa si cantas bien o mal: hemos venido a divertirnos.
Las coreografías de Mandy Moore oscilan entre lo premeditadamente ridículo y lo ejemplar. Lla selección de canciones, variada pero con acento en lo contemporáneo, anima una función cuya cinematografía se apoya en colores brillantes y alegres. Pero quien atrapa el ánimo del espectador es Jane Levy, una intérprete que sabe dotar de vida y gracia un personaje tanto o más peligroso que la Amélie de Jean-Pierre Jeunet. La actriz, dotada de nervio cómico, un físico menudo y unos ojos ideales para el drama, ha desarrollado una carrera errática en el largometraje (con, paradójicamente, dos éxitos en el cine de terror, como el remake de Posesión infernal y la excelente No respires) pero es aquí donde vuelca todo su talento multigénero.
La extraordinaria playlist de Zoey juega en esa liga de espectáculos televisivos que no sirven para presumir pero que han alimentado la factoría semanal de función desde que el mundo existe y la caja tonta retransmite. Es un producto blando, blanco y sentimental, pero orgulloso de ello, que no se atasca en una única premisa y prefiere evolucionar aun a costa de equivocarse. Tiene episodios cómicos válidos, su ternura resulta cómoda y casi todo en ella cumple su cometido. Comete el error de, en su despliegue de buenas intenciones, incorporar la agenda de postureo racial y de género que atenaza la producción USA, pero incluso en eso la serie carece de veneno. Zoey hace el esfuerzo de relativizar la exigente seriedad de nuestro zeitgeist popular actual, y hasta ahora lo consigue.
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