Su padre tenía una boutique de caballeros en el centro, de esas con moqueta y paredes de madera donde venden camisas a rayas con la banderita española bordada. Estaba allí desde primera hora, con su pelo repeinado y reluciente, mas apenas entraba nadie, y los que entraban salían sin comprar, pese a que él trataba de sonreír y halagar a todos. A veces llamaba un proveedor irritado y lo amenazaba con dejar de servirle, o con mandarle al cobrador del frac, aunque muchos no se atrevían a hacerlo, porque su padre tenía la nariz aguileña, la frente inclinada y los ojos fieros.
Su madrastra se había despedido del banco tras discutir con el director de la oficina. Se fue a la peluquería, se puso el traje de chaqueta, agarró el bolsito negro de lentejuelas y, acompañada de su padre, se plantó en Recursos Humanos para decirles cuatro cosas. Mientras lo hacía, su padre atisbaba al jefe de personal con el pelo reluciente, la nariz aguileña y la mirada fiera.
Al salir, ella lo besó en los labios y le pidió que la acompañara al Ikea. ¡Sí, comerían albóndigas suecas y comprarían muebles bonitos y baratos! A partir del día siguiente se encargaría de la casa, quedaría a tomar café con las amigas… Emocionada, cambió su estado de Whatsapp: “Mi vida es mía”, escribió.
Él acababa de cumplir quince años cuando lo sorprendió el estado de alarma en casa de su padre y quedó confinado. Se llevaba bien con la madrastra, pero tantos días comenzaban a pesarle. Ella no paraba de pasar el plumero por los muebles, de encerar el parqué, de ordenar la ropa de los armarios. Le reñía incluso por dejar el papel del chicle sobre la mesa de su dormitorio.
Odín, el doberman de la familia, lo miró jadeando desde la alfombra cuando avisó a sus padres de que subía un rato a la azotea, para entrenar con las pesas. Él era bajito y delgado, pero musculoso como un bailarín. Le gustaba vestir pantalones de chándal y camisetas ceñidas de tirantes.
Desde que sus colegas le hablaron del parkour había visto centenares de vídeos en YouTube. En secreto, había comprado por Amazon unos pies de gato y hacía creer a sus padres que subía a hacer pesas, cuando en realidad se dedicaba al parkour. Como un saltimbanqui, saltaba de unas azoteas a otras, hacía equilibrios en las barandillas, daba volteretas en las cornisas. Al poco rato, ya estaba lejos de casa. Sabía que la policía patrullaba la ciudad en helicópteros para velar por el estado de alarma, pero ¿quién iba a pillarlo a esas horas? Se sentía ligero como un halcón, como si pisara el cielo frente a la puesta de sol.
Cuando volvió a casa cargado de adrenalina, sus padres discutían. Ella lo acusaba de no colaborar en las tareas domésticas; su padre a ella de vivir en una cómoda burbuja, bien calentita.
Detestaba los gritos, así que se encerró en su dormitorio, sudoroso, y miró una vez más el cuadro de Picasso La familia de saltimbanquis, que colgaba de una chincheta en el corcho. Desde que le tocó copiarlo con ceras en el instituto, no había dejado de observarlo. Le fascinaban ese puñado de seres ridículamente vestidos de colores en medio del desierto. Ni siquiera se miraban entre sí. Como si en vez de una familia fueran un conjunto de desconocidos que se ignoraban los unos a los otros. Como si a cada uno los deseos ilusorios del resto le resultaran indiferentes.
—¡¡Te puedes meter tus muebles por donde te quepan!! —gritó la madrastra. Odín, el doberman, arañaba la puerta del dormitorio para que lo dejara entrar.
Zenda es un territorio de libros y amigos, al que te puedes sumar transitando por la web y con tus comentarios aquí o en el foro. Para participar en esta sección de comentarios es preciso estar registrado. Normas: