Gualterio secó sus lágrimas y se levantó los arrugados pantalones. Caminó sigiloso hasta la puerta de su habitación y la cerró, con el orgullo hecho pedazos y las nalgas coloradas. ¡Flor de paliza! Sí que tenía mano pesada el tano, su padre de pocas pulgas, sobre todo cuando le birlaban el vuelto de la compra en el almacén. Y no era justo, nada era justo en esta vida pero ya iba a crecer él para poner las cosas en su lugar. ¡Todo por veinte míseros centavos! ¡Qué vida esta! Abrió el cajoncito de la mesa de luz, las dos monedas brillaban como perlas. Se las guardó en el bolsillo sin sentir culpa, ya bien había pagado por ellas. En eso sintió un golpecito contra el cristal de la ventana. Era el Changa, su amigo del alma, hermano postizo y mayor que lo llevaría hoy, según le había dicho, a conocer la felicidad. ¿Sería así como decía? ¿Sería eso la felicidad?
A Gualterio el pecho se le cerró por un momento pero la siguió lo mismo, a la regenta, a través de un patio en el que había solo un banco pintado de ocre y un limonero. Se detuvieron frente a una puertecita. La regenta golpeó una sola vez. A los pocos segundos salió a su encuentro la pupila, finalmente. ¿Vamos, querido? Entraron. Se sentía desfallecer de la vergüenza. Soportando la mirada de la muchacha comenzó a desabotonarse la camisa. ¿Quién te trajo, tu papá?. No… un amigo. Gualterio estaba por sacar la plata. Ahora me das. ¿Cuántos años tenes? Trece. Ahhhh, un purretín, casi canturreó ella tiernamente. Gualterio se volvió con el torso desnudo y así se quedó, mirando el piso. Vení, no tengas miedo, sentate acá, no te apurés. La muchacha se recostó sobre las mantas sucias. Se hizo un silencio largo. Era horrorosamente flaca, estaba vestida con un viejo sostén dorado y la bombacha haciendo juego. Olía a rancio. Gualterio sudaba, lo que menos sentía en ese momento era felicidad.
¿Queres tocarme? El chico asintió con un gesto dudoso. No podía mirarla. ¿Tenes miedo? ¿Qué pasa, qué pensás? Contame. Nada, señora, no sé… Balbuceó el muchachito aún con la vista fija en el piso de madera. Mirame, querido, no tengas miedo… Mirame. ¿Por qué no me mirás? Nene, nene… ¡Mirame! La mujer le tomo la mano y se la apoyó en uno de sus senos. Gualterio no la miraba, estaba paralizado, la manito tiesa sobre el pecho de la mujer. ¡Mirame, nene, te digo que me mires! La miró. Los ojos de la mujer echaban fuego. ¿Qué pensás? ¿Crees que soy una pobre meretriz, una indecente, que llevo una vida sin objeto? ¿Pensas eso, no? ¿Por eso no me mirás? Decilo. ¡Mirame y decilo! Gualterio la miró con los ojitos grandes y perplejos. Temblequeantes sus patitas de tero. Yo estudio, sabes, estudio filosofía en la facultad y hago esto para pagarme los gastos porque nadie se hizo cargo de mi, ¿entendes, pibe? ¡No me mires así! ¡NO! ¡ME MIRES! ¡ASÍ! ¡No tengo papá y mamá como vos! Me trajeron al mundo y me dejaron tirada. ¡Eso hacen! ¡Fornican porque no se pueden controlar y menos aún hacerse cargo de las consecuencias! Por eso nos imponemos reglas los seres humanos, porque no sabemos controlar los impulsos sexuales. ¿Comprendés eso vos? La sensibilidad del sistema sexual supera la voluntad de las personas y muchas veces provoca reacciones descontroladas, obsesiones terribles: Sansón y Dalila, las luchas por Elena de Troya, Camila y Ladislao…
La mujer caminaba locamente revoleando sus brazos por el cuarto, continuó: Pero el impulso sexual también está ligado al instinto, a la conservación de la especie, al funcionamiento armonioso del universo. ¿Se puede reglamentar el instinto? ¿Puede el impulso sexual ser cercenado por la necesidad cultural? Ja ja ja… Yo no lo creo… Por algo anda tan bien este negocio. Gualterio la miraba ahora desde un rincón, tenía la camisita en la mano. Que va´cer, así es la cosa, pibe… No te asustes, me encanta darle a la croqueta a mi, ¿viste? ¿Todo lo que puede pensar una puta? Pero de la filosofía no se vive. ¿Cuánta plata tenés, a ver, mostrame? Gualterio metió su manito en el bolsillo sin salir del estupor. Le mostró las dos monedas. La mujer lo miró con el ceño fruncido, los ojos graves, unos eternos segundos. Gurrumín fue arrojado literalmente al patiecito a medio vestir y la puerta cerrada de un portazo. Es que el Changa le había dicho “veinte”, pero nunca imaginó que eran veinte pesos. Una fortuna para aguantar a una loca chillando, qué desgracia…
Volvió caminando solito hacia el bar de adelante, sin saberlo había aprendido la lección de su vida. Mujeres, felicidad que, ya adolecido, iba a querer tener siempre cerca, pero lejos…
En una esquina del barrio se despidió del Changa que con una palmada en la espalda lo felicitó. Gualterio sonreía pero su mirada lloraba. Por suerte el Changa supo disimular que se había dado cuenta. Caminó unas cuadras pensando en lo que esa perdularia le había dicho; pensó si en su mirada no habría algo malo porque su papá también, con solo verlo a los ojos se daba cuenta de que se había mandado una macana. Así, casi sin darse cuenta llegó al kermesse, feria de fenómenos al que lo llevaban cuando era más chico y todavía vivía su mamá. Él simulaba divertirse para no defraudarlos, pobres espantosos, pero la verdad era que los enanos no le gustaban nada y las mujeres con barba le daban un poco de impresión. Se detuvo frente al kinetoscopio, eso sí que le gustaba. Metió las dos monedas en la ranura y se dejó llevar extasiado por aquellos mundos proyectados.
*Este cuento es una secuela del poema “Eche veinte centavos en la ranura”, de González Tuñón.
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