La fiebre negra es un espléndido libro de cuentos de Andrea Barrett, autora norteamericana, ganadora de importares premios, entre ellos el O. Henry y el National Book Award, en el que mezcla su amor a la ciencia y a la ciencia del amor. Un libro en la mejor tradición de Lucia Berlin y Alice Munro. Con este libro, y anteriormente con Mujeres de ciencia la editorial Nórdica se unió a la celebración del Día Internacional de la Mujer y la Niña en la Ciencia, el pasado día 11 de febrero.
LA CARTA DE MENDEL
Durante treinta años, hasta su jubilación, todos los otoños mi marido se plantaba ante los alumnos de segundo curso de Genética y distribuía ejemplares del famoso estudio de Mendel sobre la hibridación de los guisantes. Aquel documento era un modelo de claridad, decía Richard a sus alumnos. Encarnaba todo lo que debería ser la ciencia.
Richard deambulaba ante la pizarra, hablando con soltura, sin consultar sus notas. Como el evolucionista Robert Chambers, había nacido con hexadactilia: se sentía algo acomplejado de su mano izquierda, que conservaba las cicatrices de la operación que en su infancia le había amputado el dedo sobrante, y aunque gesticulaba con naturalidad, usaba únicamente la mano derecha mientras mantenía la izquierda en el bolsillo. Desde el fondo del aula, donde me sentaba cuando todos los otoños asistía a su primera clase, podía ver la atención que le prestaban los estudiantes.
Después de distribuir el artículo, Richard contaba a sus alumnos su primera versión, la convencional, de la vida de Gregor Mendel. Mendel, les decía, se crio en una aldea diminuta del extremo noroccidental de Moravia, que a la sazón formaba parte del imperio Habsburgo y que después pertenecería a Checoslovaquia. Pobre y desesperado por seguir estudiando, a los veintiún años se ordenó en el monasterio agustino de la capital, Brünn, que ahora se denomina Brno. Estudió ciencias y posteriormente impartió clases en un instituto local. En 1856, a la edad de treinta y cuatro años, inició sus experimentos sobre la hibridación del guisante comestible, usando como laboratorio el pequeño jardín adyacente al muro del monasterio.
Durante los ocho años siguientes, Mendel llevó a cabo cientos de experimentos en miles de plantas para investigar la transmisión de sus características de generación en generación. Plantas largas y cortas, de flores blancas o violeta; guisantes lisos o rugosos; vainas arqueadas o ceñidas a las semillas. Mantuvo un registro meticuloso de sus hibridaciones con el objeto de escribir el documento que los alumnos tenían ahora en sus manos. Una noche fría y despejada de 1865, Mendel leyó la primera parte de su estudio a sus colegas de la Sociedad de Brünn para el Estudio de las Ciencias Naturales. Contó con unos cuarenta asistentes, unos pocos científicos profesionales y muchos aficionados serios. Mendel leyó durante una hora, describiendo sus experimentos y demostrando las proporciones invariables con que los rasgos aparecían en sus híbridos. Al cabo de un mes, en el siguiente encuentro de la sociedad, presentó la teoría que formulaba para explicar tales resultados.
Ahí mismo, en esa habitación pequeña y abarrotada, nació la ciencia de la genética. Mendel no sabía nada de genes, cromosomas ni ADN, pero había descubierto los principios que posibilitarían su investigación.
—¿Aplaudieron? —preguntaba siempre Richard, llegado este punto—. ¿Hubo gritos de aprobación o al menos un murmullo de desacuerdo?
Se trataba de una pregunta retórica. Los alumnos sabían que no debían responder.
—Pues no —proseguía Richard—. Las actas de aquel encuentro muestran que nadie preguntó ni discutió nada. Ninguno de los presentes entendió la trascendencia de lo que Mendel acababa de presentar. Un año después, la investigación se publicó y pasó totalmente desapercibida.
Los estudiantes bajaron la vista a sus ejemplares del estudio y Richard concluyó rápidamente su historia, describiendo cómo Mendel regresó a su monasterio y se ocupó de otros asuntos. Durante un tiempo siguió dando clases y realizando otros experimentos; cultivó uvas, árboles frutales y toda clase de flores, además de dedicarse a la apicultura. Finalmente fue nombrado abad del monasterio y desde entonces hasta su muerte se dedicó a sus tareas administrativas. Solo en 1900 se redescubrió su investigación perdida, y una nueva generación de científicos apreciaron su trabajo.
Cuando Richard llegaba a este punto, levantaba la vista hacia el fondo del aula, nuestras miradas se cruzaban y sonreía. Él sabía que yo sabía lo que aguardaba a los estudiantes al final del semestre. Después de que leyesen el estudio y sobreviviesen al laboratorio donde criaban moscas de la fruta en tubos de ensayo para demostrar los principios de la herencia mendeliana, Richard les contaría la otra historia de Mendel, la que yo le había contado a él: la historia en que un arrogante colega científico desencamina sus investigaciones debido al comportamiento de una humilde planta, la vellosilla. La historia en que la ciencia no solo es infravalorada, sino que además se ve subyugada por la soledad y el deseo de agradar.
Tenía mis motivos para asistir a aquella primera clase todos los otoños, y no se debía únicamente a mi condición de buena esposa. Yo no había conocido a Mendel gracias a Richard.
Cuando era niña, durante los primeros años de la Depresión, mi abuelo, Anton Vaculik, trabajaba en un vivero de Niskayuna, no lejos de donde Richard y yo seguimos viviendo en Schenectady. No era el único empleo que había tenido mi abuelo, pero sí el que le gustaba más. Había salido de Moravia en 1891 para trasladarse a Bremen con su esposa encinta. De allí embarcaron a Nueva York y luego a Albany. Su intención era seguir viajando hasta los grandes asentamientos checos de Minnesota o Wisconsin, pero cuando mi madre nació con seis semanas de antelación decidió instalarse aquí. Algunas familias checas vivían también en la zona y uno de aquellos compatriotas contrató a mi abuelo en su pequeña fábrica de botones de madreperla para blusas de señora.
Después, cuando ya había mejorado su inglés, mi abuelo encontró el empleo en el vivero que tanto le gustaba. Trabajó allí durante treinta años; se le daba tan bien la propagación de plantas e injertar árboles que sus patrones lo mantuvieron a media jornada mucho después de que le hubiese llegado la edad de jubilarse. En el vivero todos le llamaban Tony, lo que sonaba adecuadamente norteamericano. Yo le llamaba Tati, una deformación de tatínek, «papá» en checo, que era como lo llamaba mi madre. A mí me pusieron Antonia por él.
Durante mi infancia nunca pasamos hambre; estábamos mejor que la mayoría, pero nuestra vida cotidiana era un entramado de pequeñas economías. Mi madre cosía, confeccionaba chaquetas y remendaba pantalones; cuando planchaba, dejaba las prendas lisas para el final, cuando ya había desenchufado la plancha y el hierro se enfriaba, para no gastar electricidad. A mi padre le habían bajado el sueldo en la fábrica de General Electric y mi hermano mayor intentaba colaborar con trabajillos que conseguía aquí y allá. Yo era la única ociosa de la familia, por lo que los fines de semana y en las vacaciones estivales mi madre me permitía acompañar a Tati. Me encantaba que Tati me diese trabajo que hacer.
En el vivero había huertos de árboles frutales, melocotoneros, manzanos y perales, e invernaderos largos y achaparrados llenos de semilleros. Seguía a Tati a todas partes y le ayudaba mientras él trasplantaba o se dedicaba a injertar con su afilado cuchillo curvo y la cera. Me sentaba a su lado en un taburete alto y le sostenía las tenazas o el bote de alcohol desnaturalizado mientras emasculaba las flores. Entretanto charlábamos, y así acabé conociendo la historia de sus inicios en Estados Unidos.
Los únicos momentos en que Tati torcía el gesto y guardaba silencio era cuando aparecía su nuevo superior. Sheldon Hardy, el antiguo horticultor jefe, había sido nuestro amigo; tenía la edad de Tati y habían trabajado codo con codo durante años, cortando vástagos y practicando injertos de hendidura en árboles frutales. Pero en 1931, cuando yo tenía diez años, el señor Hardy sufrió un infarto y se fue a vivir con su hija a Ithaca. Otto Leiniger apareció poco después, estropeando parte de nuestros placeres cotidianos.
Leiniger rondaría los sesenta años. Le faltó tiempo para decirnos que tenía un máster de una universidad del oeste; su bata blanca de laboratorio y los libros de su despacho evidenciaban que se consideraba un erudito. Se sentaba ante su gran escritorio de roble y anotaba las tareas de Tati con una pluma elegante heredada de días mejores; antes había sido director de un jardín botánico. Clavaba las listas en las ramas de propagación, donde la humedad las rizaba como virutas de madera, y cuando estábamos enfrascados en el trabajo siempre merodeaba por los alrededores, observándonos. No se quejaba de mi presencia, pero trataba a Tati como a un peón. Un día me sorprendió sola en un invernadero lleno de pequeñas begonias que habíamos cultivado a partir de esquejes.
Yo estaba regando las diminutas plantas con una regadera pequeña a la que Tati había adaptado una roseta. Bajo el techo de cristal hacía mucho calor. Llevaba pantalón corto y una vieja camisa blanca de Tati sin nada debajo, más que mi húmeda piel; tenía solo diez años. Había mesas a lo largo de las dos paredes laterales del invernadero, y una mesa de propagación más estrecha ocupaba el centro. Estaba a un lado de esta mesa más estrecha, y para ampliar mi perímetro de riego me había encaramado a un cajón invertido. Me inclinaba para alcanzar las plantas más alejadas cuando levanté la vista y vi a Leiniger al otro lado. Tenía una cara redonda y pesada, con bolsas negras debajo de los ojos.
—Vaya con la pequeña asistente. Ayudas mucho a tu abuelo —me dijo.
Tati estaba en el invernadero vecino, examinando una nueva remesa de fucsias.
—Me gusta estar aquí —respondí. Estaba ocupándome de las begonias rex, unas plantas que se cultivan no por sus flores, sino por sus decorativas hojas onduladas. Había ayudado a Tati a plantar las hojas madre en el sustrato húmedo y luego a trasplantar los esquejes que habían echado raíces.
Leiniger me señaló la hilera de begonias más cercanas a él y más alejadas de mí.
—Estas parecen un poco secas. Aquí —indicó. Yo no quería rodear la mesa y ponerme a su lado.
—Alcanzas, solo tienes que inclinarte un poco.
Me puse de puntillas y me incliné sobre la mesa, alargando el brazo para llegar a las plantas más alejadas.
—Muy bien —dijo con voz pastosa—. Inclínate hacia mí. Cuando me incliné, la vieja camisa blanca de Tati se abrió por el cuello y se me despegó del cuerpo. Alargué el brazo y regué las begonias.
Cuando me incorporé, vi que Leiniger tenía la cara colorada y que se apretujaba contra la mesa de madera.
—Aquí —dijo, señalando con un gesto tembloroso otro grupo de plantas que había a su derecha—, estas también parecen muy secas.
Me daba miedo, pero también quería cumplir con mi trabajo y temía que cualquier descuido mío le trajera problemas a Tati. Me incliné una vez más, con la regadera en la mano. Esta vez Leiniger me sujetó el brazo con sus gruesos dedos.
—Esas no —dijo, acercando mi mano al borde de la mesa, contra la que él seguía apretujado—. Estas de aquí, estas de aquí están muy secas.
La regadera le rozaba la parte delantera de la bata justo cuando Tati entró. Puedo imaginarme, ahora, lo que aquella escena debió de parecerle. Yo inclinada sobre la estrecha mesa, de puntillas sobre el cajón y la camisa blanca colgando hacia delante como una sábana sobre las jóvenes begonias; Leiniger sonrojado, sudoroso, pegado al canto de la mesa. Y su mano, esa mano culpable, atrayéndome hacia él. Solté la regadera en cuanto Tati gritó mi nombre.
¿Quién sabe lo que pretendía Leiniger? A Tati debió de parecerle que tiraba de mí, pero Leiniger no era más que un viejo solitario y ahora me resulta plausible que solo quisiera echar un vistazo dentro de la camisa y mantener ese pequeño contacto con la piel de mi antebrazo. Si Tati no hubiese entrado en el invernadero en aquel preciso instante, quizá no habría pasado nada más.
Pero en aquella escena Tati vio lo peor: vio esa mano rechoncha en mi brazo y esos ojos clavados en mi pecho infantil. Tenía en la mano una navaja de poda. Cuando gritó mi nombre y yo solté la regadera, Leiniger me agarró más fuerte del brazo. Intentaba zafarme cuando Tati corrió a clavarle la navaja en el dorso de la mano.
—Nêmecky! —le gritó—. Prase!
Leiniger chilló y tropezó hacia atrás, donde el ladrillo de hormigón al que me había subido antes para regar las plantas colgantes lo sorprendió por debajo de las rodillas. Cayó despacio, pesadamente, con una mano cerrada en la herida de la otra y una expresión de incredulidad en el rostro. Tati ya alargaba el brazo para sostenerlo cuando Leiniger se golpeó la cabeza con el tubo de la calefacción.
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Autor: Andrea Barrett. Título: La fiebre negra. Editorial: Nórdica. Venta: Amazon, Fnac y Casa del libro
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