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La figura en el tapiz

En la novela de Agustín Sánchez Vidal recién editada por Fórcola Quijote Welles, el director de cine Orson Welles —protagonista de la obra— relata al lector un cuento metaliterario de Henry James titulado “La figura en el tapiz”. Los personajes principales son un escritor famoso y un escritor y crítico primerizo, que ha escrito la reseña de una novela del primero. Días más tarde, en un encuentro con periodistas, al escritor famoso le preguntan si conoce la crítica del escritor primerizo, y él responde: “Sí, es brillante, pero no se ha enterado de nada, no ha visto lo esencial…”. Ante la aparente paradoja, una mujer le pregunta: “¿Y qué es lo esencial?”. El escritor famoso responde: “Lo esencial es la razón última de los libros, lo que hace que cada mañana el escritor se siente a trabajar, es el punto donde brilla con más intensidad la llama del arte. En el caso de mi novela, nadie lo ha descubierto todavía”.

El escritor famoso se siente decepcionado, puesto que lo esencial, según afirma, “no es algo que él oculte deliberadamente. Todo lo contrario, cree que cada una de sus páginas lo grita a los cuatro vientos y es lo que otorga sentido a su obra entera, lo que le mueve a escribir novela tras novela”. Es para él como una pequeña figura en un tapiz; pero, “a menudo, esa figura gobierna cada página, cada línea, cada palabra, cada letra, cada coma”. Esa figura “se abre paso a través de la veintena de novelas que ha publicado, planea por encima de ellas y configura en su conjunto todo el diseño del tapiz”. En su opinión, “es eso lo que el escritor primerizo debería buscar y hacer explícito” en su crítica. “Lo demás: la trama, los personajes, el orden, la forma, la textura de los libros, gira en torno a esa figura”.

“¿Y cómo se localiza esa figura en el conjunto…?”.

Quien acaba de preguntar es Barbara Galway, periodista californiana de ficción, protagonista, junto con Orson Welles, de la novela de Agustín Sánchez Vidal, que se configura del modo más ingenioso como una larga entrevista apócrifa al director de Ciudadano Kane, ambientada en 1985. Welles acaba de reencontrar a Galway en una fiesta en la mansión hollywoodiense de Steven Spielberg, el nuevo rey Midas del cine.

"Orson Welles responde que solo se puede localizar tejiendo el tapiz, como una alfombra persa"

Welles ha acudido a la fiesta con timidez, para pedirle a Spielberg que respalde su versión cinematográfica del Quijote, que comenzó a rodar en Méjico en 1957. Mas Spielberg le da largas educadamente y aprovecha la presencia de Galway para escabullirse, como le ha venido ocurriendo a Orson Welles desde que cayó en la ignominia de los grandes estudios de Hollywood en 1947, tras el rodaje de La dama de Shanghái.

A la pregunta de Barbara Galway “¿y cómo se localiza esa figura en el conjunto…?” Orson Welles responde que solo se puede localizar “tejiendo el tapiz, como una alfombra persa, ese es el único modo de percibirla. Aparentemente, el tapiz es un laberinto caótico, pero cuando uno descubre la figura, el motivo geométrico que le ha servido de matriz, se percata de su engañosa simplicidad”.

Me ha resultado atractiva esta última reflexión jamesiana: el sentido profundo de una obra de arte parece preexistir a la propia obra, pero es necesario ejecutar ésta para descubrirlo, y descubrir entraña una labor inefable de búsqueda: “Lo que me interesa es lo que se nos escapa, lo que huye y no podemos atrapar”, afirma Welles.

En otro punto de la novela, el director norteamericano recuerda un sueño recurrente: camina solo por la ciudad vacía. Es de noche y el suelo brilla, iluminado por la luna y las farolas. Welles anda lentamente, seguido de su sombra, como cuando interpretó a Harry Lime en El tercer hombre; pero, de pronto, su sombra se para y se despega de él. Se convierte en una masa negra que huye sola por las calles de la ciudad, mientras él corre asustado de haberla perdido.

"El Quijote de Orson Welles se filmó sin orden de ninguna clase. La desorganización del proceso de producción y posproducción fue total"

El sueño, al igual que el cuento, se abre a diversas interpretaciones. La más interesante que se me ocurre es que tanto la figura del tapiz como la sombra que escapa son la parte de sí mismo que el artista no comprende y pretende explicarse a través de su obra. Y esa explicación es precisamente el motivo que lo impulsa a seguir. Welles concluye: “No es la persona la que explica la obra, sino la obra la que explica a la persona”.

El Quijote de Orson Welles se filmó sin orden de ninguna clase. La desorganización del proceso de producción y posproducción fue total. En 1985, treinta años después de comenzar a rodarse, había miles y miles de metros de película desperdigados por el mundo en manos de diversas personas. Su propio director, cuando viajaba, solía llevar bobinas sueltas del Quijote en pesadas maletas. No había guion de ninguna clase. Salía por la mañana con los actores y los técnicos y, simplemente, charlaban en el coche sobre la escena que iban a rodar ese día y cómo filmarla. La voz cantante era la de Welles, obviamente, pero tanto técnicos como actores opinaban y aportaban sus propias visiones. Welles era experto en imitar voces y actuaba de doblador de algunos de sus propios actores, llegando a imitar hasta dieciocho voces distintas. Alguien dijo sobre él: “Rueda las películas como un barroco exhibicionista; las corta y monta de un modo tan estricto como un censor y luego es capaz de explicarlas durante horas y horas como un filósofo”.

La imagen que nos transmite Quijote Welles se aproxima a la del romántico incomprendido. Tenía todo el talento, caía simpático a todo el mundo; sin embargo, sus excentricidades lo condenaban a no poder rodar nunca con normalidad una película, quizá por su animosidad contra el dinero y los productores, a quienes identificaba con la censura de su libertad de artista, según le cuenta Charlton Heston a la periodista Barbara Galway en la novela de Sánchez Vidal.

"El Quijote era esa sombra que escapaba, esa figura del tapiz…"

Heston relata también una divertida anécdota respecto a la casualidad que dio lugar a una obra maestra como Sed de mal. Welles acababa de volver de Europa a los Estados Unidos y había aceptado un trabajo alimenticio como actor en un film policiaco de serie B que se llamaba Sed de mal. Interpretaría al comisario corrupto Quinland. Al parecer, Universal Pictures llamó a Charlton Heston para pedirle que protagonizara el film. Ante la falta de interés de éste por un proyecto de serie B, el productor trató de convencerle: “Contamos ya seguro con Orson Welles…” —le dijo—. Y Heston, sin entender que Orson iba a ser solo actor, respondió entusiasmado: “¡Acepto, interpretaría cualquier película dirigida por Welles!”; ante lo cual, el productor llamó de inmediato a este último: “Orson, por favor, ¿aceptarías dirigir Sed de mal?”. “Sí, siempre que me dejéis cambiar el guión a mi gusto”. Y el productor, a quien solo importaba la presencia de Charlton Heston como reclamo ante la taquilla, respondió: “¡Por supuesto, Orson, cuenta con ello!”.

Como verá el lector de esta reseña, una confusión telefónica deparó una de las grandes obras maestras del séptimo arte. Mas el reverso de la moneda, tras la filmación de Sed de mal, fueron treinta años de fracasos, de proyectos inacabados; siempre con el Quijote de telón de fondo, como su obra maestra definitiva que esperaba culminar algún día. El Quijote era esa sombra que escapaba, esa figura del tapiz…

A lo largo de más de seiscientas páginas, Agustín Sánchez Vidal, catedrático de Cine de la Universidad de Zaragoza, ha novelado para la editorial Fórcola la vida y obra de Orson Welles. Parafraseando al autor, la entrevista del director con Barbara Galway “será puro dialogo, sin descripciones que lastren el significado”; pues si algo inventó Cervantes en la narrativa fue el diálogo, al igual que Platón lo utilizó en todos sus ensayos, pues “es en el diálogo donde más brillan el espíritu y las ideas”.

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