Fenicia, griega, latina, paleocristiana, almohade, renacentista, barroca y romántica, Sevilla tiene la costumbre de olvidarse de sí misma, quizás por pura supervivencia. Sin embargo, la biografía de esta ciudad es geometría milenaria: ancha, profunda y alta como un edificio indestructible: el 23 de noviembre de 2021 se cumplían 800 años del nacimiento de uno de los personajes más controvertidos, ambiciosos y cultos que ha dado nuestra Historia. Una vida que tuvo su momento álgido un caluroso 1 de junio de 1252 en Sevilla, cuando el joven heredero ciñó por primera vez la corona de rey, hace ahora exactamente 770 años. ¿Qué queda de esa memoria; de las huellas de aquel idilio singular entre una ciudad y un hombre? Proponemos este recorrido por la “Sevilla del Duocento” buscando siempre la sombra de las viejas piedras, el frescor del río y las tabernas oscuras al cobijo del duro sol de estos últimos días de agosto, semejantes a aquellos en los que comenzó el cerco de Isbiliya…
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El cerco
El recorrido comienza con un desayuno de café y mollete de Antequera con tomate y jamón en Casa Cuesta, a la sombra inexistente del castillo de la Inquisición, del que quedan algunos vestigios: el arranque de los cimientos y un callejón a los pies del río, junto a la forja parisina de los arcos del Puente de Triana.
Sin aquel puente de barcas la ciudad quedaba desabastecida, pero aún faltaban unos meses para la rendición total.
Mientras tanto, ¿dónde estaba el príncipe Alfonso? El rey había reclamado la presencia de su hijo en la ciudad cercada. Este llegó acompañado de tropas portuguesas y aragonesas y juntos se asentaron en uno de los varios campamentos militares; el más cercano a la Buhaira. Sobre aquel terreno, siglos después, se levantaría el Barrio de San Bernardo (el asedio comenzó un 22 de agosto, día del santo) que después sería barrio humilde y torero. Actualmente es uno de los más exclusivos de la ciudad, pero sigue conservando la memoria de aquellos hechos y aquellos guerreros en el nombre de sus calles: Campamento, Alonso Tello, Huestes, Cofia, Santo Rey…
A sus 26 años, el príncipe Alfonso había vivido mucho. Tenía varios hijos naturales, una esposa de 12 años con la que apenas llevaba unos meses casado y una favorita a la que había conocido tiempo atrás y por la que sentía un vínculo muy especial. Su padre, Fernando III de León y Castilla, era el espejo de nobleza y valentía en el que siempre se había mirado, y su madre, Beatriz de Suabia, la mujer a la que debía el cultivo de su intelecto y una sed temprana por el saber y la cultura oriental. Por desgracia, hacía diez años que su madre estaba muerta y su padre se había casado con aquella muchacha francesa que la abuela Berenguela y la tía Blanca habían buscado para él: Juana de Ponthieu. Ella ya le había dado cuatro hermanastros, lo que complicaba bastante el presente y el improbable futuro. Nunca le agradó. Era caprichosa e irresponsable. Sin embargo, a su hermano Fadrique sí le gustaba. Sospechaba que la insistencia de la reina por estar en Sevilla no era precisamente para acompañar a su esposo en aquel incómodo campamento, sino por buscar la cercanía del hijastro con el que pasaba demasiado tiempo a solas.
La Sevilla de hoy todavía las recuerda. La calle que lleva el nombre de la primera reina, Beatriz de Suabia, está en el barrio de Nervión, levantado sobre lo que fuera la campiña de extrarradio, bendecida por una cruz de piedra a la que se encomendaban los viajeros medievales. Esa cruz del campo o Cruzcampo es hoy monumento protegido, y la cerveza que lleva su nombre conserva en alcohol parte de aquella memoria. La segunda reina, doña Juana de Ponthieu, también tiene calle, pero en una población cercana a Sevilla, la monumental Carmona, pues tras la reconquista el rey Santo concedió a su esposa aquel señorío a título personal.
El flechazo
El bar Giralda de la calle Mateos Gago, frente a la catedral, es el lugar perfecto para refrescarse con un vino helado y comprender el flechazo. Sólo hay que levantar la cabeza y contemplar la cúpula de hiladas de ladrillo fino sobre columnas de mármol y las luceras estrelladas por entre policromías geométricas de las que fueran salas de agua del esplendoroso hamán almohade que, durante centurias, permaneció oculto en este lugar.
Bajo este esplendor resulta menos extraña la fiereza del infante al defender la Giralda de los almohades dispuestos a demolerla: “Si una teja derribasen della, que por ello degollaría cuantos moros avía en Sevilla”. Lo que no podía imaginar el joven Alfonso es que casi mil años después, y gracias a sus palabras, llegaríamos a ver replicada su amada torre en los rincones más improbables del mundo: en el Madison Square Garden de Nueva York, donde se sucedieron acontecimientos de trascendencia mundial como la batalla entre los magnates que apadrinaron el periodismo moderno, Joseph Pulitzer y W. R. Hearst; como faro de la biblioteca de la Universidad de Lovaina; en un centro comercial de Kansas City o sobre el hall del mítico hotel Biltmore en el corazón de Coral Gables, en Miami.
Sea como fuere, el idilio del Rey Sabio con la ciudad recién conquistada no había hecho más que empezar. Y Sevilla todavía nos muestra su legado a cada paso. En Triana, tras curar de una afección ocular, construyó la parroquia de Santa Ana, almenada como una fortaleza fuera de las murallas, donde descansan entre otros los huesos marineros de Vicente Pinzón, inmortal por haber gritado aquella inolvidable palabra. Desde el cinturón del río hasta el corazón de piedra de la ciudad reconquistada, el rey Alfonso continuó la tarea iniciada por su padre: fundó el monasterio de San Clemente, isla poderosa de mujeres regias, los conventos de San Pablo y la Merced, hoy unidos como sede del Museo de Bellas Artes, y el desaparecido convento de San Francisco en la plaza que lleva su nombre.
Más que centros religiosos, estos lugares fueron durante siglos universos cerrados, complejos y decisivos núcleos del saber, la codicia, el poder y la aventura que determinaron el devenir de buena parte de la historia de Occidente, por lo que no podemos dejar de visitar algunos:
El Real Monasterio de San Clemente, ocupado por la Orden Monástica del Císter femenino bajo la jurisdicción del Monasterio de Las Huelgas, fue convertido por el Rey Sabio en Panteón Regio hecho para recibir en su claustro, como ocurriera en Burgos, a las más importantes damas de la sociedad sevillana. Entre sus muros que huelen a dulces de yema y azúcar (muy recomendables los corazones de Santa Gertrudis, que se compran en el torno de las monjitas), descansan los huesos de una reina: María de Portugal, esposa de Alfonso XI de Castilla y madre de Pedro I el Cruel.
El dominico convento de San Pablo el Real jugó un papel decisivo en siglos posteriores, convertido en el último trozo de tierra cristiana pisado por los misioneros que salían desde Sevilla al Nuevo Mundo, como fray Bartolomé de las Casas, defensor de los indios. Apenas una centuria más tarde, estos mismos muros alojarían la primera sede del Tribunal de la Inquisición. Hoy, para quitarle hierro al tenebroso asunto, la mítica churrería San Pablo tienta a los más madrugadores con sus churros de rueda y de papa, que en absoluto son peccata minuta.
En cuanto al convento de la Merced, un viejo manuscrito certificaba en su fundación la presencia nada menos que de San Pedro Nolasco, patriarca de los mercedarios: “que fue el que cuidó de la fábrica a instancia de los dos reyes, y para dar principio en esta nobilíssima ciudad a que ubiese conuento de su orden desde el qual podía con más comodidad entrar en tierra de infieles a redemir cautivos los religiosos della”. No olvidemos que los mercedarios, esos monjes-soldado vestidos de blanco que lucían en el pecho el escudo bordado con las cuatro barras del rey a modo de salvoconducto, eran reconocidos y respetados a lo largo y ancho de aquel peligroso Mediterráneo. Su juramento y su fe incluían jugarse la vida en cada misión, ya que el llamado voto de sangre les comprometía a canjearse a cambio de la liberación de los cautivos. Precisamente a los mercedarios, junto a los trinitarios, les debemos, y no es poca deuda, el rescate de aquel soldado de Lepanto, el joven Miguel de Cervantes, unos cuantos siglos después.
Mientras, la Sevilla del Duocento sigue creciendo como un delirio florentino del Rey Sabio, que funda el convento de Santiago de la Espada en la collación de San Vicente, el palacio gótico dentro del Alcázar, la ampliación de las Atarazanas, el castillo de San Jorge en Triana o las iglesias de San Julián y Santa Lucía, así como la de Santa Marina, dispuesta en línea sobre el viejo Decumanus Máximo romano, levantadas en estilo mudéjar, una mezcla arquitectónica de Oriente y Occidente única en el mundo. También funda las Escuelas Generales de latín y árabe, convertidas con el tiempo en el Colegio de San Miguel, centro renacentista de la música (del que hoy apenas quedan una puerta y una placa), donde vivían al cuidado del maestro de capilla los mozos de coro, o seises, dedicados al cultivo perfecto de la danza, los instrumentos, el canto gregoriano y la polifonía. Hoy, estos niños siguen cantando y bailando en la solemnidad del Corpus Christi y su octavario, así como en la fiesta y octava de la Inmaculada Concepción. Si el viajero puede, no debe dejar de contemplaros al menos una vez en la vida.
La venganza y el adiós
Impulsados por la poesía, la política, las leyes, la astronomía, la ciencia, la historia y el ajedrez, los años de esplendor de Alfonso X se truncaron en pérdida: perdió la esperanza de ser emperador, en la que había depositado el matrimonio de algunas de sus hijas y casi todo el oro de sus arcas; asesinó a sus dos hermanos y lloró sin consuelo la muerte de su primer hijo, sufriendo finalmente la traición del segundo.
En el barrio de San Lorenzo se alza como testigo de esos días oscuros la Torre de don Fadrique, construida por éste dentro del conjunto en el que se encontraba su residencia sevillana. Con aires de torreón lombardo, región que el hermano del rey conocía muy bien, presentaba una estructura militar con funciones de pabellón de caza, a la que eran muy aficionados tanto él como su madrastra, la viuda de su padre el rey Fernando, con la que pasaba largos días y noches clandestinas. Intrigante y mujeriego, trató de unirse a los planes de traición trazados por su sobrino Sancho contra Alfonso X. Su ambición le salió cara y, abandonado por la amante que, temerosa, regresó a su Francia natal, fue hecho prisionero y sentenciado a muerte con unas sencillas, terribles palabras: «El rey mandó afogar a don Fadrique». El ahogamiento fue su final; una pena generalmente usada para actos de traición.
Viejo y cansado, el Rey Sabio miró alrededor y no pudo encontrar en su alcoba ni en su vida un solo rostro amado. Cerró los ojos y pensó en aquella Giralda por cuya defensa juró matar o morir. «Sevilla —murmuró en el lecho de muerte—, Sevilla no me ha dejado».
El NO&DO, aunque muchos ya no lo recuerden o no quieran recordarlo, es el último gesto de amor de un rey a su ciudad. Quién sabe si en estos días de desmemoria, incultura y olvido, ésta lo siga mereciendo.
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Artículo publicado en ABC el 26 de agosto de 2022
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