[Contiene spoilers]
“[…] me siento extrañamente atraído por las desconocidas profundidades del mar en lugar de temerlas”.
H.P. Lovecraft, “La sombra sobre Innsmouth”
Con un presupuesto de casi veinte millones de dólares y rodada en doce semanas, La forma del agua (Guillermo del Toro, 2017) es una producción, quizás demasiado ambiciosa, que aborda cuestiones tan homogéneas o dispares como el racismo, la soledad, la amistad, el sexo y, por supuesto, el amor. Durante más de dos horas, la historia se despliega en una diáspora de arcos argumentales llenos de matices, como si fueran las ondas de agua en un estanque. Y el agua, con toda su carga simbólica, es el protagonista principal en una historia de amor colmada de elipsis, sin un comienzo definido, que hace alarde de una conclusión desconcertante y compleja. Pues el agua, ya desde las tradiciones más antiguas, es un medio de purificación, una fuente de vida. Del Toro convierte este elemento en el tema básico alrededor del cual giran todos los demás arcos argumentales: la comunicación.
Si Elisa Esposito (Sally Hawkins) hubiera sido capaz de hablar, la historia se habría desplegado de una forma diferente. Y si la criatura hubiera sido un hombre, no habría habido ninguna historia que contar, salvo un simple romance cuyo único factor original habría sido su escenario, el Centro de Investigación Aeroespacial Occam, en Baltimore. Sin embargo, lo que del Toro narró fue un discurso en el que la ausencia de voz es un puente que salva las distancias, forjando vínculos que en otras circunstancias resultarían imposibles. Elisa se nos presenta como una persona rayana en lo vulgar, pero con una enorme capacidad empática. El azar resulta clave para que se encuentre con el hombre-anfibio (Doug Jones) que los científicos mantienen en cautividad. Pero hasta ese momento, la presencia del agua ya se ha arraigado profundamente en la narración.
No resulta extraño que La forma del agua se abra con una escena subacuática: un posible fondo marino, el interior de una vivienda sumergida, y Elisa durmiendo plácida en el sofá. Quizás está soñando, o tal vez toda la introducción sea una metáfora de lo que acontecerá durante los minutos siguientes. Su desayuno son huevos hervidos, su placer se satisface en la bañera. La lluvia cae contra el cristal del autobús que le lleva al trabajo, el cual no es otro que el de limpiadora; el agua es un elemento clave en su tarea cotidiana. Del Toro muestra una clara oposición con el agua: se deja ver un incendio silueteado en la noche. El fuego pertenece a lo que hay más allá, lo que está distante. Y no formará parte de la historia de Elisa, salvo por la analogía exhibida por su antagonista, el Coronel Richard Strickland (Michael Shannon).
El villano siempre ha de ser el personaje más elaborado, y más creíble, en cualquier historia, y el director mejicano ha desarrollado en profundidad la vida personal y profesional de Strickland. Su presentación quizás resulta demasiado explícita, recalcando su maldad en prácticamente todos sus gestos y todas sus palabras. Es alguien que busca la destrucción no solo en el plano material, sino a un nivel más intrínseco. Espera obtener un silencio de todo y de todos, y ello se hace patente en la escena familiar con su mujer, Elaine Strickland (Lauren Lee Smith), a quien incluso intenta acallar sus gemidos en los momentos íntimos. Pero con Elisa no puede obtener ese placer, pues en ella no hay nada que destruir, nada que poder quemar con su fuego.
La biografía oculta de Strickland se deja atisbar en varios momentos, pero lo mismo ocurre con el resto de los personajes secundarios. Del Toro escribió unas cuarenta páginas narrando la vida pasada de cada uno de ellos, de tal modo que los actores las empleasen para enriquecer sus interpretaciones. Solo el actor que da vida a Giles, Richard Jenkins, se negó a leer la biografía, aludiendo a que lo único importante es lo que se deja ver en la pantalla. Giles es el amigo íntimo de Elisa, un homosexual que recibe un duro castigo de la sociedad. Nuestro director no oculta la manida figura del ayudante del héroe, en este caso heroína, sin la cual el final no tendría el desenlace feliz del que hace gala y que es sin duda un factor imprescindible para el éxito de esta película. El clímax se desarrolla en una escena colmada de lluvia, de mar y de lágrimas. Y de un retorno a un origen que podría ser realmente aterrador si la misma historia se hubiera contado desde un punto de vista muy diferente, más afín a la especialización de Guillermo del Toro: la historia de horror.
Del Toro siempre ha sido un fan acérrimo de la obra de H. P. Lovecraft (1890-1937), hecho que se plasma en varios de sus trabajos anteriores, incluyendo Hellboy (2004), El laberinto del fauno (2006) y, principalmente, Pacific Rim (2013), cuya segunda parte prescindió de dirigir para trabajar en La forma del agua. Ésta no es sino una inversión completa del tema subyacente a toda la obra lovecraftiana: el miedo a lo desconocido y la posterior huida del mundo real. La consecuencia es una profunda soledad, imposible de superar ante las presencias cósmicas que empequeñecen al ser humano. Peor aún: el horror supremo, tal como lo muestra Lovecraft, es el mestizaje con seres ajenos a la humanidad, en especial criaturas cuyo origen se arraiga en los océanos. Pues el mar cobija lo ignoto. Parte de la tinta vertida por el escritor de Providence describe historias en las que habitantes del mar se mezclan con humanos. De este modo culmina la novelette “La sombra sobre Innsmouth” (publicada en 1936), después de que el narrador hubiera aceptado su espantosa condición: “[…] moraremos para siempre en aquella prodigiosa y majestuosa guarida de los Profundos”. Así fue su última declaración, el epitafio de quien abandona el mundo mortal para vivir por siempre con los de su especie. Del Toro invierte su historia y permite al espectador identificarse con un final pleno y romántico. Obviamente, clave del éxito de la cinta.
En 2001, Stuart Gordon llevó a la pantalla Dagon, la secta del mar. Aunque la acción se desarrolla en un pueblo costero de Galicia, llamado Imboca, el guion está inspirado en “La sombra sobre Innsmouth”. Como suele ocurrir en las adaptaciones lovecraftianas, la película enmarca retazos de varios relatos. En este caso, tenemos uno de sus cuentos primerizos, Dagon (1919), texto del que Gordon toma la criatura adorada por los habitantes de Imboca. No en vano en ambas cintas existen correlaciones de carácter divino.
En La forma del agua hay una necesidad de recuperar la vida, de vivirla con plenitud. Primero a través de la amistad y luego del amor, Elisa encuentra su destino en una criatura al igual que ella carente de voz. Los sonidos, la música, el lenguaje corporal, todo deviene un entendimiento mutuo inexistente en la obra de Lovecraft. Solo alguien invisible en el mundo que le ha tocado vivir puede enfrentarse al horror de lo desconocido, y los personajes lovecraftianos son todos, al menos al comienzo, muy humanos. Elisa Esposito obtiene una recompensa más que merecida cuando cae en los brazos de quien imparte la más perfecta de las justicias. Aquello que está en todas partes, ya sea dios o demonio, doblega el corazón y muta el propio cuerpo para liberar el alma y llenarla con su presencia. Tal es el mensaje del agua, que del Toro convierte en una bella parábola del amor, la más perfecta forma de comunicación.
Zenda es un territorio de libros y amigos, al que te puedes sumar transitando por la web y con tus comentarios aquí o en el foro. Para participar en esta sección de comentarios es preciso estar registrado. Normas: