Las novelas que nos cambiaron
El doble aniversario de Luis Martín-Santos —se cumple este año el centenario de su nacimiento y las seis décadas transcurridas desde su muerte— trae el rescate de la numerosa obra que dejó inédita en Galaxia Gutenberg y la llegada a las librerías de una nueva edición de Tiempo de silencio que viene prologada por Enrique Vila-Matas. Se trata de uno de esos libros que alcanzan casi un rango mítico por carácter de punto de inflexión, de brecha a partir de la cual las cosas comenzaron a ser distintas, y que como tal se acaba revistiendo de la categoría de clásico, con todos los oropeles y todas las prevenciones que conlleva la cuestión. Tiempo de silencio era una de las lecturas que se recomendaban en mi manual de lengua y literatura del COU, aunque no me animé a inmiscuirme en sus páginas hasta el año siguiente, cuando ya estaba en la universidad y me dio por tentar esos libros que escalaron cumbres insospechadas en un tiempo en que las inquietudes y las escuelas parecían obstinadas en recorrer un camino que poco más podía dar de sí. Se ha hablado muchas veces de esas novelas de los sesenta que irrumpieron como un terremoto, un póquer narrativo que instauró una nueva forma de contar —o de no contar, dirán sus detractores, y quizá tengan razón, pero es que tampoco tiene el no contar nada de malo— que se cobró sus víctimas y suscitó el fervor de no pocos discípulos y también la aversión de aún más antagonistas. Si bien había precedentes que mostraron que los caminos de siempre podían transitarse de un modo diferente —pienso en el Cela de La familia de Pascual Duarte, en la Carmen Laforet de Nada, en la Martín Gaite de El balneario o Entre visillos—, ninguno llegó a alcanzar el grado de insolencia de aquellos años en los que el matrimonio entre el cansancio y la esperanza derribaron muros que llegaron a parecer infranqueables. Tiempo de silencio salió de imprenta en 1962 y el que acaso podría considerarse su correlato barcelonés, Señas de identidad, lo alumbró Juan Goytisolo cuatro años más tarde. En 1967, como si de una respuesta desde la España montañosa y rural se tratase, compareció Juan Benet con Volverás a Región, y en los primeros años de la siguiente década, igual que un eco fantasioso que llegaba envuelto en las fantasiosas brumas del norte, Gonzalo Torrente Ballester instauraba un nuevo hito con La saga/fuga de JB. Cuatro libros que constituyen otras tantas cosmogonías que tan pronto se desenvuelven en marcos reales y reconocibles —el Madrid sórdido de las ratas y las chabolas que se contrapone al de la satisfecha burguesía, esa Ciudad Condal con tantas caras como máscaras— o en universos míticos que tan pronto rondan parajes medio desérticos amparados por guardabosques espectrales como se recrean en capitales levitantes de provincias imaginarias. Son novelas que consideran difíciles quienes entienden que una narración se debe ceñir estrictamente a un argumento y no caben subterfugios que lo diluyan o lo anulen en su vocación de atender a todas las complejidades que pueda presentar el tema y las distintas perspectivas que ofrece su abordaje, pero tremendamente gozosas para quienes disfrutamos dejándonos llevar por la música que tejen las palabras que galopan a lomos de un estilo que les confiere una razón de ser ajena a su mero significado, cuando el asunto importa menos que la prosa porque la propia prosa es en sí misma el asunto. Dicho de otra manera: esa gozosa prestidigitación que convierte la forma en fondo, o viceversa.
En Vetusta
Paso unas horas por Oviedo pocos días después de que el Ayuntamiento haya resuelto nombrar Hijo Adoptivo de la ciudad a Leopoldo Alas Clarín. Es incomprensible que no lo fuera ya, y aún es más incomprensible que hace unos cuantos meses los munícipes rechazaran adoptar esa misma resolución, toda vez que Oviedo gusta de autodenominarse, o así era hace pocos años, «la bien novelada» en buena medida gracias a La Regenta, y que no hay muchas ciudades que vean su nombre inscrito en la historia universal de la literatura a resultas de quedar inmortalizadas en una narración de ese calibre. Del peso que la capital asturiana, o más bien su trasunto ficticio, cobra en la novela da fe el hecho de que el propio Clarín se propuso titular su novela Vetusta antes de darle el nombre de sus tres personajes principales, y también el modo en que la sombra de la ficción ha venido planeando, para bien o para mal —a menudo para ambas cosas— sobre su historia reciente. No ha mantenido una buena relación Oviedo con la memoria del hombre que la convirtió en literatura, como es sabido y como se explora con detenimiento y elocuencia en dos libros recientes, El caso Alas «Clarín», de Ricardo Labra, y Leopoldo Alas «Clarín», «La Regenta» y el obispo, de Yvan Lissorgues y Jean-François Botrel. Denostado por su crítica a los estamentos más carpetovetónicos e inamovibles de la sociedad ovetense de su época —y las siguientes, cabría matizar— y repudiado por las gentes de bien que se vieron retratadas en una narración excelsa y mordaz, al bueno de Clarín lo castigaron con un fusilamiento cuyas balas impactaron contra el cuerpo de su hijo y lo sepultaron en un olvido del que sólo fue emergiendo cuando, más que mediado el siglo XX, las reediciones de La Regenta la confirmaron como una de las grandes novelas de nuestra literatura, probablemente la mejor de todo un XIX en el que ni siquiera el prolífico Galdós fue capaz de pergeñar una obra tan redonda, tan compleja, tan elocuente en su visión como rica en sus matices. No hay en Oviedo una sola placa que recuerde dónde tuvo sus domicilios el que ha sido el mayor escritor de su historia, por descontado tampoco se menciona que la actual biblioteca del Fontán fue el teatro donde en la novela se lanzaron miradas Ana Ozores y Álvaro Mesía ni se localizan más hitos, a excepción de la escultura que se instaló en fechas no muy lejanas en una esquina de la plaza de Alfonso II. Queda el consuelo de observar sobre ella la torre de la catedral, ese «poema romántico de piedra, delicado himno, de dulces líneas de belleza muda y perenne», que es lo que hago yo en este atardecer de invierno mientras recuerdo que fue en su interior donde Ana Ozores conoció la infamia del mundo, en ese despertar en el que alcanzó a sentir cómo se posaba en sus labios el vientre húmedo y viscoso de un sapo.
A propósito de Mendoza
De Mendoza me interesa incluso aquello que menos me ha gustado. Lo hizo su trilogía centrada en el personaje de Rufo Batalla, que tan insípida me resultó en muchos tramos, y lo hicieron, por descontado, sus dos grandes novelas, La verdad sobre el caso Savolta —reeditada luego con el título de Los soldados de Cataluña, el que él quiso que tuviera desde el principio— y La ciudad de los prodigios; lo hicieron sus narraciones humorísticas y sólo presuntamente menores —las historias de su detective chiflado, la maravillosa Sin noticias de Gurb— y sus excursiones ensayísticas, y a menudo bienhumoradas, por temas que iban desde la historia de la literatura —¿Quién se acuerda de Armando Palacio Valdés?— a la mismísima Biblia —Las barbas del profeta—. No hay muchos autores a los que se siga con la rigurosa puntualidad que obliga a pisar una librería en cuanto hay noticias de un nuevo libro suyo, y él es uno de esos cuyas nuevas entregas acojo con el entusiasmo del lector premonitoriamente rendido, aunque luego la novedad no se amoldara a mis expectativas. No es el caso, desde luego, de Tres enigmas para la Organización, su última novela, en la que vuelve el Mendoza jovial, lúcido y despreocupado que tantas grandes páginas ha dejado impresas en la historia y que se entrega a la pasión por contar sin otro límite que el que dictan su propia imaginación y su capacidad para aplicar a la realidad el filtro de un humor tan delirante como inteligente, en una maniobra que convierte el mundo en parodia y cimienta la verosimilitud de su universo. Hay todo un pasadizo subterráneo que conecta El misterio de la cripta embrujada con esta organización gubernamental secreta que parece un cajón de sastre y aglutina a personajes que, en conjunto, parecen constituir un homenaje con todas las de la ley a todo su corpus narrativo, como si se tratara de un gran fin de fiesta a mayor gloria del autor y sus lectores. He dicho en más de una ocasión que la razón fundamental del goce que uno experimenta cuando tiene entre sus manos El Quijote radica en que, al mismo tiempo que lo lee, uno va sintiendo que asiste al espectáculo de un escritor que se divierte mientras traduce a palabras aquello que pasa por su cabeza. Es la misma impresión que me ha asaltado mientras pasaba, alborozado, las páginas de este libro, una nueva muesca prodigiosa en el revólver de alguien que, seguramente sin proponérselo, ha resultado ser uno de nuestros grandes autores cervantinos.
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