Si tienen sueños que cumplir, deben ver La fuerza del viento (Wind, 1992). Si creen en las derrotas que llevan a la victoria de aquellos sueños, deben volver a ver La fuerza del viento. Si prefieren las películas, los libros que hablan de gente que no se rinde, que sueñan con ganar pero no a cualquier precio, respetando los principios, las ideas y valores que les llevan a competir, a no rendirse nunca y en todo caso a ser leal en las derrotas, no dejen de ver La fuerza del viento. Y hagan lo mismo si han sentido el viento en sus mejillas, el sabor de la sal marina en su boca, la excitación de luchar con el viento, las calmas, las tormentas, leyendo a Joseph Conrad, Stevenson, Marryat, Verne, Patrick O’Brian, C. S. Forrester e tanti tutti, o viendo la carrera de goletas de El mundo en sus manos, El hidalgo de los mares, Moby Dick o Master and Commander.
Volviendo a ver, recién sacada de El cofre del pirata, La fuerza del viento, me ha entrado un viento solano, un viento de Ignacio Aldecoa, para preguntarme si sigue existiendo la América de la película, los desafíos de la Copa América, las victorias y las derrotas, el Boomerang de Jack Neville, el Aussie que por primera vez arrebató la Copa América a los yanquis por un error de Will Parker al rozar la última boya; si varado en cualquier sitio, un museo, arrumbado en cualquier olvidado almacén, yace el derrotado velero, el Radiance de Morgan Weld. Si todavía hay niños en cualquier lugar del mundo que acarician réplicas del Geronimo, el velero con el que Will Parker consiguió recuperar la Copa en aguas australianas, o miran desafiantes la del Platyplus del maniobrero Neville, que la perdió. Si buscan esos nombres en lo que sucedió en 1987 pensarán que todo es pura ficción, no coincidirán nombres y esas cosas, ni las fotos nos dejarán parecido con Matthew Modine y la atractiva Jennifer Grey, pero miren: el cine es siempre verdad, y la que miente es la vida, aunque parezca justamente lo contrario. Yo me embarcaría siempre con ellos porque durante dos horas me hacen sentirme uno de los suyos y feliz. Si todavía queda por el mundo gente con sueños que no se miden en dinero, criptomonedas, dinero sucio o guerras meditadas en el infierno, si después de cualquier pandemia, cualquier cobarde guerra, cualquier campaña de falsa publicidad, cancelación miserable, políticas de gente sin alma ni la grandeza que reclamaba Shakespeare, habrá gente que espere un cielo azul o nuboso, pero nuevo de siempre, gente que se reúne, como le gustaba al maestro Hawks, a hacer bien algo en común, con la ética de los profesionales, con el no importa lo que vaya a pasar, hagámoslo y sonriamos, de Peckinpah o Walsh, o encaremos las luces postreras con el orgullo juvenil del Capitán Nathan Brittles en un fuerte perdido de la frontera del Oeste.
La fuerza del viento va de yates, regatas y Copa América, no sé bien si de un tiempo ido, pero en todo caso recordado con orgullo desafiante. Una película física en la que se mezclan victorias de otros y derrotas de uno mismo, amores perdidos y lamentados, amores que quedan ahí en el rescoldo que puede avivarse con cualquier mirada en común. La rodó Carroll Ballard, un cineasta que a muchos no les dirá nada, pero al que debemos El corcel negro y Los lobos no lloran. Se la produjo Francis Ford Coppola, que sabe bien de qué van esas cosas de sueños, victorias y derrotas, y que se dispone a poner 120 millones de dólares de su bolsillo para rodar un sueño, Megalopolis. Seguro que los fondos de inversión que controlan el cine, los ejecutivos casual sin corbata y con edificios en Silicon Valley, se están riendo a carcajadas pensando cómo se la va a pegar el viejuno de Coppola. Los mismos que buscan hacer negocio de nuevo reestrenando El Padrino, colocada ya en la urna de las reliquias que dejan dinero fresco con el que hacer negocios en el metaverso ese.
Les aseguro que La fuerza del viento es buena vacuna para combatirles, para saludar bebida en mano, de esas que ahora dicen que acortan la vida, y qué demonios, con un buen habano y con gente como Barry Fitzgerald buscar una noche tormentosa cerca del mar para conspirar brindando como los muy poco recomendables irlandeses que siguen poblando el globo, al grito de «Up the rebels!»
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Wind (La fuerza del viento, 1992). Producida por Francis Ford Coppola. Dirigida por Carroll Ballard. Guion de Rudy Wurlitzer y Marc Gudgeon. Fotografía de John Toll. Música de Basil Poledouris. Montaje, Michael Chandler. Interpretada por Matthew Modine, Jennifer Grey, Cliff Robertson, Rebecca Miller, Stellan Skaarsgard, Jack Thompson. Duración: 126 minutos.
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